Lynley eligió seguir el mayor tiempo posible el camino junto al terraplén que los mantenía en el margen equivocado del río, ya que el territorio le era más familiar. Aquí también había muy pocos coches: sólo algunos taxis que se dirigían al centro de la ciudad para cubrir el turno de día y algún que otro camión que empezaba temprano su reparto. Así que pusieron rumbo a la enorme fortaleza gris que era la Torre de Londres antes de cruzar al otro lado, y desde allí fue sencillo encontrar el mercado de Bermondsey, que no estaba demasiado lejos de Tower Bridge Road.
Utilizando la iluminación de farolas altas, así como de linternas, bombillas de colores colgadas alrededor del tenderete ocasional y otras luces localizadas de dudoso origen y poca potencia, los vendedores estaban en la fase final del montado de sus negocios. Pronto empezaría su jornada (ya que el mercado abría a las cinco de la mañana y hacia las dos de la tarde ya era historia), así que estaban concentrados en armar las barras y los tablones que delimitaban sus puestos. A su alrededor en la oscuridad, esperaban cajas de incontables tesoros, apiladas en carros que habían colocado en posición empujándolos por las calles cercanas desde las furgonetas y los coches.
Ya había gente esperando a ser los primeros en curiosearlo todo, desde cepillos para el pelo hasta botines con botones. Nadie impedía a los clientes acercarse; pero, si se observaba a los vendedores trabajando, era evidente que los clientes no serían bien recibidos hasta que la mercancía estuviera completamente expuesta bajo el cielo que ya clareaba.
Como en la mayoría de mercadillos de Londres, los vendedores ocupaban el mismo lugar cada vez que Bermondsey abría para hacer negocios. Así que Lynley y Havers comenzaron por la parte norte y fueron bajando hacia la parte sur, preguntando por alguien que pudiera hablarles de Kimmo Thorne. Como eran policías, encontrar a alguien que colaborara con ellos no fue tan fácil como esperaban al tratarse de circunstancias relacionadas con la muerte de uno de los vendedores. Pero sabían que seguramente se debía a que Bermondsey tenía fama de ser territorio de intercambio de mercancía robada, un lugar donde la palabra «negocio» a menudo significaba «allanamiento de morada».
Llevaban más de una hora interrogando a vendedores cuando un tendero de artículos de tocador Victorianos de imitación («les garantizo que este artículo es ciento por ciento auténtico, señor y señora») reconoció el nombre de Kimmo y, después de declarar que tanto el nombre como la persona que respondía a él eran «raritos, en mi opinión», les señaló a Lynley y a Havers una pareja de ancianos que regentaban un puesto de artículos de plata.
– Hablen con los Grabinski -dijo, utilizando la barbilla para señalar la dirección-. Ellos podrán ponerles al tanto de Kimmo. Siento mucho lo que le ha pasado al pobre diablo. Lo leí en el News of the World.
Como los Grabinski, evidentemente, quienes resultaron ser una pareja cuyo único hijo había muerto hacía años, pero a una edad similar a la que tenía Kimmo Thorne. Les gustaba bastante el chico, les explicaron, no tanto porque les recordara físicamente a su querido Mike sino porque tenía algo de su naturaleza emprendedora. Los Grabinski admiraban esta cualidad de Kimmo a la vez que la echaban profundamente de menos en su hijo difunto, así que cuando el chico aparecía de vez en cuando con algún artículo o una bolsa llena de cosas que quería vender, compartían su tenderete con él y él les daba una parte de los beneficios.
No es que ellos se lo hubieran pedido, se apresuró a decir la señora Grabinski. Se llamaba Elaine y llevaba unas botas de agua color verde salvia y unos calcetines rojos hasta la rodilla con una vuelta. Estaba puliendo un centro de mesa impresionante y, en cuanto Lynley dijo el nombre de Kimmo Thorne, había dicho:
– ¿Kimmo? ¿Quién ha venido a preguntar por Kimmo? Ya era hora, ¿no? -Y se puso a su disposición para ayudarles. Igual que su marido, que estaba colgando teteras de plata en las cuerdas que pendían de una de las barras horizontales del tenderete.
En principio, el chico había ido a verlos con la esperanza de que ellos le compraran el material, les informó el señor Grabinski. Pero pidió un precio que no estaban dispuestos a pagar y, cuando nadie en el mercadillo quiso pagarle eso, Kimmo volvió con otra oferta: vender él mismo en el puesto y darles una parte de los beneficios.
El chico les cayó bien («Era así de descarado», les confió Elaine), así que le cedieron una cuarta parte de una de las mesas del tenderete, y ahí hacía sus negocios. Vendía artículos de plata -unos bañados, otros de ley-, y estaba especializado en marcos de fotos.
– Nos han dicho que se metió en líos por eso -dijo Lynley-. Es evidente que vendía algo que no debería estar a la venta.
– Porque se lo había mangado a alguien -terció Havers.
Oh, ellos no sabían nada de eso, se apresuraron a decir los Grabinski. En su opinión, quien había contado esa historia a la poli local era alguien que quería meter a Kimmo en líos. Sin duda, se trataba de su principal competidor en el mercadillo: un tal Reginald Lewis al que Kimmo también había intentado vender sus artículos de plata antes de regresar a ellos. Reg Lewis estaba muy celoso de que alguien quisiera montar un negocio en el mercadillo matinal de Bermondsey, ¿verdad? Hacía veintiún años ya había intentado impedir que los Grabinski empezaran en el negocio y lo mismo había hecho con Maurice Fletcher y Jackie Hoon cuando comenzaron.
– Entonces, ¿no es verdad que los bienes de Kimmo fueran robados? -preguntó Havers, alzando la vista de su libreta-. Porque, si se paran a pensarlo, ¿de qué otro modo un crío como Kimmo tendría en su poder piezas de plata tan valiosas para vender?
Habían imaginado que estaba deshaciéndose de artículos familiares, dijo Elaine Grabinski. Se lo preguntaron y eso les contestó: estaba ayudando a su abuela vendiendo la plata de la familia.
A Lynley le pareció que los Grabinski habían creído lo que habían querido creer porque el chico les caía bien, no porque Kimmo hubiera sido un mentiroso sofisticado que había dado gato por liebre a los ancianos. En algún momento debieron de saber que no era trigo limpio, pero tampoco debió de importarles.
– Le dijimos a la policía que hablaríamos en defensa de Kimmo si había juicio -afirmó Ray Grabinski-. Pero en cuanto se llevaron al pobre Kimmo, no volvimos a saber nada de él. Hasta que vimos el News of the World, claro.
– Y le han preguntado a Reg Lewis sobre el tema -dijo Elaine Grabinski, y se puso a pulir de nuevo el centro de mesa con energía renovada. Añadió en tono alarmante-: A ese hombre lo creo capaz de cualquier cosa.
– Vamos, cielo -le dijo su marido, y le dio una palmadita en el hombro.
Reg Lewis resultó ser sólo un poco menos viejo que su mercancía. Debajo de la chaqueta llevaba unos tirantes de cuadros escoceses que sujetaban unos bombachos viejísimos. Usaba gafas de culo de vaso. Unos audífonos extragrandes sobresalían de sus oídos. Encajaba en el perfil de su asesino en serie igual de bien que una oveja en el perfil de genio.
No le sorprendió nada, les dijo, cuando la poli fue preguntando por Kimmo. Ya la primera vez que Reg Lewis vio al crío, supo que algo pasaba con ese cabrón. Iba vestido medio de hombre medio de mujer, con unas medias o lo que fueran y esos botines de mariquita que llevaba. Así que cuando la policía apareció con una lista de artículos robados, él (Reg Lewis, sí) no se quedó patidifuso porque encontraran lo que andaban buscando en las manos de un tal Kimmo Thorne. Se lo llevaron en el acto, sí, y él se alegró. Estaba manchando la reputación del mercadillo, al vender plata robada. Y no plata robada cualquiera, no, sino con grabados personales que se podían identificar de inmediato y que el muy estúpido no vio.