Выбрать главу

Mientras los investigadores de la escena del crimen se movían a su alrededor con sus bolsas para las pruebas y kits de recogida, Lynley realizó una inspección más detallada que al final demostró contar una historia más completa.

– Echa un vistazo a esto, Barbara -le dijo mientras levantaba con cuidado las manos del chico. La carne estaba muy quemada y tenía marcas de ataduras en las muñecas.

Había muchas cosas sobre cualquier asesino en serie que sólo conocía el autor del crimen, cosas que la policía no desvelaba por dos motivos: proteger a las familias de las víctimas de detalles innecesariamente desgarradores y descubrir las confesiones falsas de aquellos que buscan llamar la atención y que infestan cualquier investigación. En este caso en concreto, aún había muchas cosas que sólo la policía conocía, y tanto las quemaduras como las marcas de ataduras estaban entre ellas.

– Es un indicio bastante bueno de qué es qué, ¿verdad? -dijo Havers.

– Sí. -Lynley se irguió y miró a Hogarth-. Es de los nuestros -dijo-. ¿Dónde está el patólogo?

– Ha venido y se ha ido -contestó Hogarth-. Y el fotógrafo y el cámara también. Les esperábamos a ustedes para levantar el cuerpo.

La reprimenda estaba implícita. Lynley no le hizo caso. Preguntó la hora de la muerte, si había testigos y por la declaración del taxista.

– El patólogo ha establecido la hora de la muerte entre las diez y las doce de la noche -dijo Hogarth-. Por lo que tenemos hasta el momento, nadie ha visto nada, pero no es de extrañar, ¿no? Nadie con cabeza se pasearía por aquí de noche.

– ¿Y el taxista?

Hogarth consultó un sobre que sacó del bolsillo de la chaqueta. Era evidente que lo usaba de bloc de notas. Leyó el nombre del taxista, su dirección y su número de teléfono móvil. No llevaba a ningún cliente, añadió el detective, y el túnel de Shand Street formaba parte de su ruta habitual de trabajo.

– Pasa por aquí todas las mañanas entre las cinco y las cinco y media -les contó Hogarth-. Dice que esto -y señaló con la cabeza el coche abandonado- lleva meses ahí. Dice que se quejó en más de una ocasión. Me ha soltado el rollo de que es buscarse problemas cuando el departamento de tráfico no parece hacer nada. -Hogarth desvió la atención de Lynley al extremo del túnel de Crucifix Lañe. Frunció el ceño-. ¿Quién es ése? ¿Esperáis a un compañero?

Lynley se volvió. Una figura se acercaba por el túnel hacia ellos, iluminado desde atrás por las luces de las cámaras de televisión que ya grababan. Había algo familiar en la forma de su cuerpo: grande y corpulento, los hombros ligeramente encorvados.

– Señor, ¿no es…? -estaba diciendo Havers cuando el propio Lynley se dio cuenta de quién era. Respiró tan hondo que sintió la presión golpeándole los ojos. El intruso de la escena del crimen era el psicólogo de perfiles de Hillier, Hamish Robson, y sólo había podido lograr acceder al túnel de un modo.

Lynley no dudó ni un segundo antes de acercarse al hombre a grandes zancadas. Agarró a Robson del brazo sin preámbulos.

– Debe marcharse enseguida -le dijo-. No sé cómo ha logrado cruzar el cordón, pero aquí no pinta nada, doctor Robson.

Robson se quedó claramente sorprendido con el saludo. Miró hacia atrás en dirección al cordón que acababa de pasar.

– He recibido una llamada del subinspector… -dijo.

– No tengo la menor duda. Pero el subinspector no ha debido llamarle. Quiero que se largue. Ahora mismo.

Detrás de las gafas, los ojos de Robson evaluaban la situación. Lynley se percató. También leyó su conclusión: sujeto que experimenta un estrés comprensible. Cierto, pensó Lynley. Cada vez que el asesino en serie mataba, aumentaba la presión. Robson aún no había visto lo que era estrés, comparado con lo que vería si el asesino se cargaba a alguien más antes de que la policía lo atrapara.

– No puedo fingir saber lo que sucede entre usted y el subinspector Hillier -dijo Robson-. Pero ahora que estoy aquí, puede que le sirva de algo que eche un vistazo. Mantendré las distancias. No hay riesgo de que contamine su escena del crimen. Me pondré lo que tenga que ponerme: guantes, bata, gorro, lo que sea. Estoy aquí, utilíceme. Puedo ayudarles si me deja.

– ¿Señor…? -dijo Havers.

Lynley vio que desde el otro extremo del túnel, habían empujado una camilla, la bolsa para el cadáver estaba lista. Un miembro del equipo de la escena del crimen tenía bolsas de papel preparadas para las manos de la víctima. Lo único que hacía falta era que Lynley asintiera con la cabeza y parte del problema creado por la presencia de Robson estaría solucionado: no habría nada que ver. -¿Listo? -dijo Havers.

– Ya estoy aquí -dijo Robson en voz baja-. Olvídese de cómo y por qué. Olvídese de Hillier por completo. Por el amor de Dios, utilíceme.

La voz del hombre era tan amable como insistente, y Lynley vio que lo que decía era cierto. Podía aferrarse al acuerdo que había negociado con Hillier, o podía utilizar el momento y negarse a permitir que significara más de lo que simplemente era: aprovechar la oportunidad que suponía comprender un poco más la mente de un asesino.

– Un momento -dijo de repente a los miembros del equipo que esperaban meter el cuerpo en la bolsa. Y luego a Robson-: Eche un vistazo.

Robson asintió y murmuró:

– Bien hecho. -Y fue hacia el coche despintado. No se acercó a menos de metro y medio del coche y, cuando quiso examinar las manos, no las tocó, sino que le pidió al detective Hogarth que lo hiciera él. Por su parte, Hogarth meneó la cabeza con incredulidad, pero colaboró. Tener a Scotland Yard allí ya era malo; tener a un civil en la escena era impensable. Levantó las manos con una cara que decía que el mundo se había vuelto loco.

Después de varios minutos de contemplación, Robson volvió junto a Lynley. Primero dijo lo mismo que habían dicho

Lynley y Havers:

– Qué joven. Dios mío. Esto no estará siendo fácil para ninguno de ustedes. Por mucho que hayan visto a lo largo de sus carreras.

– No lo es -dijo Lynley.

Havers se reunió con ellos. Junto al coche, comenzaron los preparativos para trasladar el cuerpo a la camilla para el examen post mórtem.

– Hay un cambio. Las cosas se han intensificado -dijo Robson-. Pueden ver que ha tratado el cuerpo de un modo completamente distinto: no ha cubierto los genitales, no lo ha dejado en una posición respetuosa. No hay arrepentimiento, ni restitución psíquica, sino una necesidad real de humillar al chico: las piernas extendidas, los genitales expuestos, sentado con la basura que han dejado los vagabundos. Su relación con este chico antes de matarlo ha sido distinta que con los otros. Con ellos, ocurrió algo que despertó su arrepentimiento. Con este chico, no. Ha pasado lo contrario. No ha habido arrepentimiento, sino placer. Y también orgullo en lo que ha conseguido. Ahora está seguro de sí mismo. Está seguro de que no lo atraparán.

– ¿Cómo puede pensar eso? -dijo Havers-. Ha dejado al chico en una vía pública, por el amor de Dios.

– Pues exactamente eso. -Robson señaló el extremo más alejado del túnel, donde Shand Street se abría a los pequeños negocios que la flanqueaban. Eran una docena de metros de reurbanización en el sur de Londres que tomaba la forma de edificios modernos de ladrillo con verjas de seguridad decorativas delante-. Ha dejado el cuerpo donde podían verlo fácilmente.

– ¿No se podría decir lo mismo de los otros lugares? -preguntó Lynley.

– Sí, pero considere esto: en los otros lugares, el riesgo para él era mucho menor. Pudo usar algo que no haría desconfiar a ningún testigo para transportar el cuerpo desde su vehículo al sitio en el que lo depositó: una carretilla, por ejemplo, un petate grande, el carro de un barrendero. Cualquier cosa que no pareciera fuera de lugar en esa zona concreta. Lo único que tuvo que hacer fue sacar el cuerpo de su vehículo, y llevarlo hasta el sitio donde lo depositó. En la oscuridad, utilizando un medio de transporte razonable, estaría bastante a salvo. Pero aquí desde el momento en que mete el cuerpo en el coche abandonado está al descubierto. Y no sólo lo ha dejado ahí, comisario. Parece que sólo lo ha dejado ahí. Pero no se equivoque. Lo ha dispuesto así. Y estaba seguro de que no lo cogerían con las manos en la masa.