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– Chulo de mierda -dijo Barbara entre dientes.

– Sí. Está orgulloso de lo que ha logrado. Imagino que incluso ahora mismo estará por aquí cerca, observando toda la actividad que ha conseguido despertar y disfrutando de cada segundo.

– ¿Qué piensa sobre que no haya incisión? De que no le haya marcado la frente. ¿Podemos concluir que está dando marcha atrás?

Robson negó con la cabeza.

– Imagino que el hecho de que no haya incisión simplemente significa que, para él, este asesinato ha sido distinto a los demás.

– ¿Distinto en qué sentido?

– ¿Comisario Lynley? -Era Hogarth, que había estado supervisando el traslado del cuerpo desde el coche a la camilla. Había detenido la acción antes de que subieran la cremallera de la bolsa del cuerpo-. Quizá quiera ver esto.

Regresaron con él. Señaló el estómago del chico. Y lo que antes quedaba oculto al estar hundido en el asiento era visible ahora que yacía tumbado en la camilla. Si bien la última víctima no presentaba incisión desde el esternón al ombligo, sí que se lo habían arrancado. El asesino se había llevado otro recuerdo.

Que lo había hecho después de la muerte era evidente por la falta de sangre de la herida. Que lo había hecho con ira -o posiblemente con prisa- era evidente por el cuchillazo del estómago: profundo e irregular, daba acceso al ombligo, que había arrancado con unas tijeras normales o de podar.

– Un recuerdo -dijo Lynley.

– Un psicópata -añadió Robson-. Le sugiero que ponga vigilancia en todas las escenas del crimen anteriores, comisario. Es probable que regrese a alguna de ellas.

Capítulo 8

Fu tuvo cuidado con el relicario. Lo llevaba delante de él como un sacerdote con un cáliz y lo dejó sobre la mesa. Quitó la tapa con suavidad. Un olor vagamente putrefacto flotó en el aire, pero le pareció que el aroma no le molestaba tanto como la primera vez. El perfume a decadencia pronto se evaporaría. Pero el logro estaría allí para siempre.

Miró las reliquias, satisfecho. Ahora tenía dos, acurrucadas como caracolas en una nube de lluvia. Con una sacudida mínima, la nube se la tragó, y ahí radicaba la belleza del lugar donde las había colocado. Las reliquias habían desaparecido, pero seguían allí, como algo oculto en el altar de una iglesia. De hecho, la actividad de mover con reverencia el relicario de un sitio a otro era, en efecto, igual que estar en una iglesia, pero sin las restricciones sociales que imponía a los miembros de la congregación el hecho de ir a ello.

«Siéntate erguido. Deja de moverte. ¿Necesitas que te dé una lección de buenos modales? Cuando te digan que te arrodilles, te arrodillas, chico. Junta las palmas de las manos. Maldita sea. Reza.»

Fu parpadeó. La voz. A la vez distante y presente, diciéndole que un gusano se había colado en su cabeza. Por la oreja y hasta el cerebro. Había sido muy poco cuidadoso y, al pensar en la iglesia, al fin le había abierto la puerta. Primero, una risita. Luego una carcajada descarada. Luego el eco de «Reza, reza y reza»…

Y: «Por fin buscas trabajo, ¿no? ¿Dónde esperas encontrar uno, estúpido? Apártate, Charlene, o ¿quieres cobrar tú también?».

Eran quejas y quejas. Gritos y gritos. A veces se alargaban durante horas enteras. Pensaba que se había librado del gusano al fin, pero pensar en la iglesia había sido el error.

«Quiero que te largues de esta casa, ¿me oyes? Duerme en un portal si hace falta. ¿O no tienes agallas para eso?»Tú la llevaste allí. Tú te la has cargado.» Fu cerró muy fuerte los ojos. Alargó la mano a ciegas. Sus manos encontraron un objeto y sus dedos tocaron unos botones. Presionó indiscriminadamente hasta que oyó rugir el sonido. Se encontró mirando el televisor, donde una imagen fue enfocándose mientras la voz del gusano desaparecía. Tardó un momento en comprender lo que estaba viendo: el telediario de la mañana le agredía los oídos.

Fu se quedó mirando la pantalla. Las cosas comenzaban a tener sentido. Una periodista con el pelo alborotado por el viento estaba delante de un cordón policial. Detrás de ella, el arco negro del túnel de Shand Street se abría como el maxilar superior del Hades y, en las profundidades de aquella caverna que olía a meados, las luces provisionales iluminaban la parte trasera de un Mazda abandonado.

Fu se relajó contemplando el coche, se relajó y se relajó. Era una pena que hubieran montado el cordón en el extremo sur del túnel, pensó. Desde esa posición, no podía verse el cuerpo. Y se había esforzado mucho para que el mensaje quedara claro: el chico se había condenado a sí mismo, ¿es que no lo veían? No al castigo, del que jamás hubo una esperanza realista de escapar, sino a la liberación. Hasta el final, el chico había protestado y negado todo.

Fu esperó despertarse por la mañana con una sensación de desasosiego, nacida de la negativa del chico a admitir su vergüenza. Cierto, él no había experimentado esa sensación en el momento de su muerte, sino que sintió que por un instante el torno que le agarraba el cerebro se soltaba, cada vez más y más fuerte con cada día que pasaba. Pero supuso que la inquietud volvería más adelante, cuando la claridad y la sinceridad personal le exigieran que evaluara la elección del sujeto. Al despertar, sin embargo, no sintió nada ni remotamente parecido a la intranquilidad, sino que hasta la llegada del gusano, el bienestar continuó envolviéndolo, como la sensación de estar saciado tras una buena comida.

– … No ha hecho pública ninguna información más por el momento -estaba diciendo la reportera muy seria-. Sabemos que hay un cuerpo, hemos oído, y déjenme subrayar que sólo lo hemos oído y no está confirmado, que es el cuerpo de un chico. Sólo nos han dicho que ya ha llegado una brigada de policías de la Met que investigan el último asesinato de Saint George's Gardens. Pero en cuanto a si este último asesinato está relacionado con los anteriores… Tendremos que esperar confirmación.

Mientras hablaba, varias personas salieron del túnel que había a su espalda: polis de paisano, parecía. Una mujer rechoncha de melena corta recibía instrucciones de un policía rubio que llevaba un abrigo que decía «provengo de una buena familia». La mujer asintió con la cabeza una vez y salió del plano, por lo que el policía quedó conversando con un tipo con un anorak color mostaza y otro de hombros cóncavos y con un impermeable arrugado.

«Intentaré conseguir algún dato…», dijo la reportera, y se acercó tanto como pudo al cordón policial. Pero casi todos los periodistas tuvieron la misma idea, y tanto empujón y griterío provocó que nadie obtuviera respuesta a nada. Los policías no les prestaron atención, pero el cámara de la tele cerró el plano de todos modos. Fu vio mejor a sus adversarios. La mujer regordeta no estaba, pero tuvo tiempo de examinar al del abrigo, al del anorak y al del impermeable arrugado. Sabía que podía darles guerra.

– Ya van cinco -murmuró al televisor-. No cambies de canal.

Tenía una taza de té cerca que se había preparado al despertarse y saludó a la televisión con ella antes de dejarla sobre una mesa. A su alrededor, la casa crujió cuando las cañerías suministraron agua a los viejos radiadores para calentar las habitaciones y, en esos crujidos, oyó un anuncio del regreso inminente del gusano.