– ¿Detective Havers? Quería verme, creo. -Se volvió y vio a un sij de mediana edad en la puerta, el turbante de un blanco cegador y los ojos negros profundamente enternecedores. Era el detective Gilí, le dijo. ¿Lo acompañaba a la cafetería? Era su hora de desayunar, y si no le importaba que terminara… una tostada con champiñones y judías. Era ya más inglés que los ingleses, dijo.
Barbara cogió un café y un cruasán de chocolate de la comida que se ofrecía, evitando las posibilidades más sabias y claramente más nutritivas. ¿Por qué darse el gusto de zamparse medio pomelo virtuoso cuando pronto aprendería el secreto de perder peso comiendo todo lo que deseara que, por lo general, era algo cubierto de manteca de cerdo? Pagó las cosas ricas que había elegido y las llevó a la mesa donde el detective Gilí atacaba de nuevo el desayuno que ella había interrumpido.
Le dijo que todo el mundo en la comisaría de Borough High Street sabía quién era Kimmo Thorne, aunque no todo el mundo lo hubiera conocido. Hacía tiempo que era una de esas personas cuyos actos nunca se alejaban mucho de la pantalla de radar de la policía. Cuando su tía y su abuela habían denunciado su desaparición, nadie en comisaría se sorprendió, aunque fuera la víctima de un asesinato cuyo cuerpo había aparecido en Saint George's Gardens… Eso había afectado a algunos de los agentes menos curtidos de la comisaría, y provocado que se preguntaran si habían hecho lo suficiente para intentar que Kimmo no se apartara del buen camino.
– Verá, por aquí el chico nos caía bastante bien, detective Havers -le confió Gilí con su agradable voz oriental-. Dios santo, Kimmo era todo un personaje: siempre dispuesto a charlar, fueran cuales fuesen sus circunstancias. Sinceramente, era muy difícil que no te cayera bien, a pesar de que se vistiera de mujer e hiciera la calle. Aunque, francamente, la verdad es que nunca lo pillamos haciendo la calle, por mucho que anduviéramos tras él. El chico percibía cuándo alguien trabajaba de incógnito… Si me permite decirlo, era más espabilado de lo que le correspondía por edad, y quizá por ese motivo cometimos la negligencia de no detenerlo por métodos más avanzados, que a su vez podrían haberle salvado. Y por ello, yo, personalmente -dijo, tocándose el pecho-, sí me siento responsable.
– Su amigo, un tipo llamado Blinker…, un tal Charlie Burov, dice que trabajaban juntos al otro lado del río. Por Leicester Square y no por aquí. Kimmo se prostituía mientras Blinker montaba guardia.
– Eso lo explica en parte -observó Gilí.
– ¿En parte?
– Bueno, verá, no era estúpido. Lo detuvimos para advertirle. Intentamos decirle una y otra vez que era sólo cuestión de suerte que no hubiera tenido problemas, pero no nos escuchó.
– Crios -dijo Barbara. Intentaba ser delicada con el cruasán, pero no había forma de mantener las buenas maneras, puesto que se disolvía en láminas deliciosas que quería lamerse de los dedos, por no decir de la mesa-. ¿Qué se puede hacer? Se creen inmortales. ¿Verdad?
– ¿A esa edad? -Gilí negó con la cabeza-. Pasaba demasiada hambre como para pensar que la inmortalidad me esperaba, detective. -Se acabó el desayuno y dobló con cuidado la servilleta de papel. Apartó el plato hacia un lado y se acercó la taza de té-. Lo de Kimmo, que no podía pasarle nada, que no podía correr ningún peligro si tomaba una decisión equivocada, era algo más que una percepción. Creería que juzgaba con inteligencia con quién irse o a quién rechazar porque tenía planes, y prostituirse era un medio de hacerlos realidad. No podía dejarlo y no lo dejaría.
– ¿Qué clase de planes?
Por un momento, Gilí pareció incómodo, como si fuera a confesar un secreto ofensivo a una dama contra su voluntad.
– De hecho, deseaba cambiarse de sexo. Estaba ahorrando para eso. Nos lo contó la primera vez que lo trajimos a comisaría.
– Un tipo del mercadillo me ha dicho que lo detuvieron por vender mercancía robada -dijo Barbara-. Pero lo que no entiendo es ¿por qué Kimmo Thorne? Debe de haber docenas de tipos vendiendo material que han mangado.
– Es cierto -dijo Gilí-. Pero como usted y yo bien sabemos, no tenemos los recursos para revisar todos los puestos de todos los mercadillos de Londres para determinar qué productos están legítimamente a la venta y cuáles no. Sin embargo, en este caso en concreto, Kimmo estaba vendiendo artículos que, sin él saberlo, tenían grabados números de serie diminutos. Y lo último que esperaba era encontrarse a los propietarios de los artículos buscándolos en el mercadillo un viernes tras otro. Cuando lo encontraron vendiendo sus pertenencias, nos llamaron enseguida. Me avisaron y… -Levantó los dedos con delicadeza. El gesto decía «el resto es historia».
– ¿No se habían enterado antes de que estaba entrando a robar en casas?
– Era como un perro en eso -dijo Gilí-. No contaminaba su propio territorio. Cuando quería infringir la ley, lo hacía en la jurisdicción de otra comisaría. Así de listo era.
Por lo tanto, le explicó Gilí, la detención de Kimmo por vender propiedad robada quedó como su primer delito. Por ese motivo, el juez lo puso en libertad condicional. El detective también lamentó el hecho. Si se hubieran tomado en serio a Kimmo Thorne, si le hubieran dado una azote y Menores le hubiera asignado un agente de la condicional al que presentarse, tal vez habría cambiado sus costumbres y hoy aún andaría por las calles. Pero, por desgracia, eso no había sucedido, sino que le remitieron a una organización para jóvenes en situación de riesgo donde habían intentado trabajar con él.
Barbara aguzó el oído. ¿Una organización?, preguntó. ¿Cuál? ¿Dónde?
Era una organización benéfica llamada Coloso, le dijo Gilí. -Un buen proyecto aquí mismo, al sur del río -le explicó-. Ofrecen a los jóvenes alternativas a la calle, la delincuencia y las drogas. Con programas recreativos, actividades para la comunidad, cursos de formación… y no sólo para jóvenes que infringen la ley, sino para vagabundos, chicos con problemas de absentismo escolar, que viven en hogares de acogida… Reconozco que bajé la guardia sobre Kimmo cuando supe que le habían enviado a Coloso. Sin duda, alguien se haría cargo de él y lo protegería, pensé.
– ¿Un mentor? -preguntó Barbara-. ¿Es eso lo que hacen? -Es lo que necesitaba -dijo Gilí-. Alguien que se interesara por él. Alguien que lo ayudara a ver que valía; él no lo creía realmente. Alguien a quien recurrir. Alguien… -El detective pareció pensar que ya había dicho bastante, quizá al darse cuenta de que había pasado de transmitir información como agente de la ley a recomendar acciones como un militante social. Dejó de agarrar con tanta fuerza la taza de té.
No era de extrañar que le hubiera afectado la muerte del chico, pensó Barbara. Por la forma de pensar de Gilí, se preguntó no sólo cuánto tiempo hacía que era policía, sino también cómo lograba seguir siéndolo, enfrentándose a lo que tenía que enfrentarse todos los días en ese trabajo.
– No es culpa suya, lo sabe -dijo-. Hizo lo que pudo. En realidad, hizo más de lo que habrían hecho la mayoría de polis.
– Pero parece que no fue suficiente. Y ahora debo vivir con ello. Un chico está muerto porque el detective Gilí no hizo lo suficiente.
– Pero hay millones de chicos como Kimmo -protestó Barbara.
– Y la mayoría están vivos en estos momentos.
– No puede ayudarlos a todos. No puede salvarlos a todos.
– Eso es lo que nos decimos a nosotros mismos, ¿verdad?
– ¿Qué deberíamos decirnos si no?
– Que no se nos exige salvarlos a todos. Que lo que se nos exige es ayudar a los que se cruzan en nuestro camino. Y ahí, detective, es donde fracasé.
– Joder, no sea tan duro consigo mismo.
– ¿Quién lo será, si no? -preguntó-. Dígame, ¿lo será usted? Porque esto es exactamente lo que creo: si hubiera más policías que fueran más duros consigo mismos, habría más niños que tendrían la vida que merecen.