Le dijo que un hombre como él debería pensar en el aceite de calaminta, que ahuyenta a las mujeres, porque seguro que lo acosaban a diario. Por otro lado, la nueza podía utilizarse para pociones de amor si había una mujer especial ahí fuera de la que estuviera prendado. O agrimonia, que repele la negatividad. O el eucalipto, para la curación. O salvia, para la inmortalidad. Había un montón de posibilidades y usos muchísimo más positivos que el ámbar gris, querido, y si ella podía hacer algo para orientarle en una dirección que le ayudara a obtener un resultado que tuviera repercusiones positivas en su vida…
Nkata se dio cuenta de que era el momento. Sacó la placa. Le dijo que el aceite de ámbar gris había sido asociado con un asesinato.
– ¿Un asesinato? -La mujer abrió mucho los ojos, de un azul descolorido por la edad, mientras se llevaba una mano al pecho-. Querido mío, no creerá… ¿Han envenenado a alguien? Porque no creo que… No es posible que… El frasco llevaría algún tipo de advertencia… Lo sé… Tendría que estar…
Nkata se apresuró a tranquilizarla. No habían envenenado a nadie, y aunque así fuera, la tienda sólo sería responsable si hubiera administrado la sustancia. No era el caso, ¿verdad?
– Por supuesto que no. Por supuesto que no -dijo-. Pero, querido mío, cuando Gigi se entere, se quedará destrozada. Estar relacionada aunque sea remotamente con un asesinato… Es una joven tan pacífica. De verdad. Si la viera aquí con sus clientes. Si oyera la música que toca. Tengo los CD aquí mismo, puede echarles un vistazo, si quiere. ¿Lo ve? El Dios interior, Viajes espirituales. Y tiene más. Todos sobre meditación y cosas así.
Al oír que mencionaba la palabra «clientes», Nkata hizo que volviera al tema. Le preguntó si la tienda había vendido algún frasco de ámbar gris últimamente. Le contestó que no lo sabía muy bien. Seguramente sí. El negocio de Gigi iba bien, incluso en esa época del año. Pero no mantenían un registro de las compras individuales. Estaban los recibos de la tarjeta de crédito, claro, así que la policía podía investigar por ahí. Por lo demás, sólo estaba la libreta que los clientes firmaban si querían recibir un ejemplar del boletín de La Luna de Cristal. ¿Le serviría de algo?
Nkata lo dudaba, pero aceptó el ofrecimiento y la cogió. Le dio su tarjeta y le dijo que si recordaba algo… O si Gigi podía aportar algo a lo que sabía su abuela…
Sí, sí. Claro. Cualquier cosa.
Y, de hecho…
– Sabe Dios de qué podría servirle, querido, pero Gigi tiene una lista -dijo su abuela-. Sólo son códigos postales. Está muy interesada en abrir otra Luna de Cristal Dos al otro lado del río, ¿en Notting Hill…?, y anota los códigos postales de sus clientes para tener argumentos más poderosos cuando quiera pedir un préstamo al banco. ¿Le serviría de algo?
Nkata no vio de qué, pero cogió la lista de todos modos. Le dio las gracias a la abuela de Gigi y fue a marcharse, pero volvió a detenerse, a su pesar, delante del expositor de aceites.
– ¿Hay algo más? -le preguntó la abuela de Gigi.
Tuvo que reconocer que sí.
– ¿Cuál ha dicho que repelía la negatividad? -dijo.
– El de agrimonia, querido.
Cogió un frasco y lo llevó al mostrador. -Pues éste servirá -dijo.
Elephant and Castle era un lugar que al parecer existía ajeno a los otros Londres que, a lo largo de los años, se habían desarrollado y extinguido a su alrededor. El Londres acelerado de las minifaldas, las botas de vinilo, de King's Road y Carnaby Street había pasado de largo por aquí hacía décadas. Las pasarelas de la Semana de la Moda de Londres nunca se habían celebrado en sus alrededores. Y mientras el London Eye, el puente del Milenio y la Tate Modern eran ejemplos del despertar de un nuevo siglo para la ciudad, Elephant and Castle seguía anclado en el pasado. La zona luchaba por reurbanizarse, cierto, como tantos otros lugares al sur del río. Pero era una lucha inútil, debido a los drogadictos y camellos que trapicheaban en sus calles, la pobreza, la ignorancia y la desesperación. Era en ese entorno donde sus fundadores habían creado Coloso. Se habían instalado en una estructura abandonada y en ruinas diseñada para la fabricación de colchones y habían restaurado modestamente el lugar para servir a la comunidad de un modo del todo distinto.
Barbara Havers guió a Lynley hasta New Kent Road, donde un pequeño aparcamiento detrás de la estructura de ladrillo amarillento ofrecía a los usuarios de Coloso un lugar para fumar. Un grupo de ellos estaba por ahí haciendo eso precisamente cuando Lynley condujo el coche hasta una plaza de aparcamiento. Mientras ponía el freno de mano y apagaba el motor, Havers señaló que quizá un Bentley no era la mejor opción de transporte para ir a ese barrio.
Lynley no pudo discutírselo. No lo había pensado bien cuando, en el aparcamiento subterráneo de Victoria Street, Havers le había dicho: «¿Por qué no cogemos mi coche, señor?». En aquel momento, sólo quería imponer cierto control sobre la situación, y un modo de obtener ese control era poner distancia entre él y cualquier edificio en el que se encontrara el subinspector de policía. Otro modo había sido tomar la decisión de cómo iba a hacerlo. Pero ahora veía que Havers tenía razón. No tanto porque se pusieran en peligro llevando un coche elegante a un lugar así, sino porque expresaban algo sobre sí mismos que no hacía falta expresar.
Por otro lado, se dijo, al menos no estaban anunciando a los cuatros vientos que eran polis. Pero salió de su engaño en cuanto se bajó del Bentley y lo cerró.
– La pasma -dijo alguien entre dientes, y esa advertencia se extendió deprisa entre los fumadores hasta que se apagaron todas las conversaciones. «Y después hablan de lo importantes que son los coches de incógnito», pensó Lynley.
Como si hubiera dicho algo, Havers contestó:
– Soy yo, señor, no usted -contestó Havers en voz baja, como si Lynley hubiera dicho algo-. Estos crios tienen un radar para los polis. Me calaron en cuanto me vieron. -Lo miró-. Pero puede ser mi chofer si quiere. Quizá aún podamos darles gato por liebre. Comencemos con un pitillo. Puede encendérmelo. -Lynley le lanzó una mirada. Havers sonrió-. Era una idea.
Pasaron por entre el grupo silencioso hasta unas escaleras de hierro que subían por la parte trasera del edificio. En el primer piso, una puerta verde y ancha tenía la palabra COLOSO escrita en una pequeña placa de latón pulido. Encima, una ventana mostraba una hilera de luces a lo largo de un pasillo. Lynley y Havers entraron y se encontraron en un lugar que era una combinación de galería y tienda de regalos modesta.
La galería consistía en una historia pictórica de la organización: la fundación, la reforma del lugar que la albergaba y el impacto que había tenido en los habitantes de la zona. La tienda de regalos -que fundamentalmente era una sola vitrina de artículos con un precio razonable- ofrecía camisetas, sudaderas, gorras, tazas, vasos de chupito y artículos de papelería, todos con logos idénticos: el tocayo mitológico de la organización coronado por docenas de figuras minúsculas que utilizaban sus brazos y hombros enormes para ascender de la miseria al éxito. Debajo del gigante estaba la palabra «juntos», formando un semicírculo completado por Coloso, que dibujaba la otra mitad encima del personaje. Dentro de la vitrina también había una fotografía firmada del duque y la duquesa de Kent apadrinando con su presencia real algún acto relacionado con Coloso. Al parecer, no estaba a la venta.
En el otro extremo de la vitrina, había una puerta que se abría a la recepción. Allí, Lynley y Havers se encontraron con las miradas directas de tres personas que callaron en cuanto se acercaron. Dos de ellas, un joven delgaducho que llevaba una gorra de Eurodisney y un chico mestizo de unos catorce años quizá, jugaban a las cartas en una mesa baja situada entre dos sofás. La tercera, un joven corpulento de pelo rojizo y arreglado y barba escasa, bien recortada pero que apenas le cubría las mejillas picadas por la viruela, estaba sentado tras el mostrador de la recepción, una cruz turquesa le colgaba de una oreja. Llevaba una de las sudaderas de Coloso y, al parecer, tomaba notas con un lápiz azul en un calendario que había sobre el mostrador impoluto mientras una suave melodía de jazz salía de los altavoces colocados encima de él. Cuando su mirada se fijó en Havers, no pareció simpático. A su lado, Lynley oyó el suspiro de la detective.