Fortaleza era lo que iba a necesitar si Coloso quería superar esa mala época. Hacía tiempo que tenían planes para expandir la organización con un segundo centro, en el norte de Londres, y lo último que necesitaba el comité de desarrollo de las oficinas de administración y recaudación de fondos era la noticia de que Coloso salía mencionado en la misma frase que la investigación de un asesinato. Eso haría que la expansión se parara en seco, y necesitaban expandirse. La urgencia estaba en todas partes. Los chicos en acogida. Los chicos en las calles. Los chitos que vendían su cuerpo. Los chicos que morían por culpa de las drogas. Coloso tenía la respuesta para ellos, así que Coloso tenía que ser capaz de crecer. Había que ocuparse deprisa de la situación en la que se encontraban en ese momento.
No llevaba ninguna barra de labios encima, pero sí brillo, lo sacó del bolso y se lo extendió por los labios. Se subió un poco el cuello del jersey y se envolvió en el abrigo. Se puso el gorro y la bufanda y decidió que su aspecto de supervisora era lo bastante convincente como para reunirse con Griffin Strong sin que la acusaran de aprovechar el momento del peor modo posible. El tema era Coloso, se recordó, y se lo recordaría a Griffin cuando por fin lo viera. Todo lo demás era secundario.
Barbara Havers no iba a impacientarse esperando a Griffin Strong. Así que, después de decirle a Ulrike Ellis que «echaría un vistazo, si no le molesta a nadie», salió del despacho de la directora antes de que Ulrike pudiera asignarle un guardián. Luego, dio un paseo como Dios manda por el edificio, que iba llenándose de usuarios de Coloso que justo regresaban de comer, de fumarse un cigarrillo en el aparcamiento o de cualquier otra actividad sospechosa que hubieran estado haciendo. Los observó dirigirse a diversas tareas: algunos fueron a la sala de ordenadores; otros, a una gran cocina escolar; algunos, a pequeñas aulas; algunos, a una sala de reuniones donde se sentaron en círculo y se pusieron a hablar muy serios, supervisados por un adulto que documentaba sus ideas o preocupaciones en un cuaderno. Barbara prestó especial atención a los adultos. Tendría que conseguir el nombre de todos. Habría que comprobar el pasado de cada uno, por no mencionar su presente. Un rollo de trabajo, pero había que hacerlo.
Nadie se metió con ella mientras daba el paseo. Casi todo el mundo simplemente, y en algunos casos estudiadamente, pasó de ella. Al final, se dirigió a la sala de ordenadores, donde un grupo variado de adolescentes parecía estar trabajando en diseños de páginas web y un profesor rechoncho que rondaba la edad de Barbara mostraba a un joven asiático cómo usar el escáner.
– Inténtalo tú esta vez -le dijo, y se apartó. Entonces, vio a Barbara y se acercó a ella.
– ¿Qué desea? -dijo en voz baja. Mantuvo un tono bastante cordial, pero no ocultó el hecho de que sabía quién era y a qué había ido allí. Al parecer, la noticia viajaba a la velocidad del rayo.
– Aquí no hay quien guarde un secreto, ¿no? -dijo Barbara-. ¿Quién corre la voz? ¿Ese tipo, Jack, de la recepción?
– Formaría parte de su trabajo -contestó el hombre. Se presentó como Neil Greenham, y le tendió la mano paro que la estrechara. Era suave, femenina y estaba un poco demasiado caliente. Prosiguió diciendo que la información de Jack había sido totalmente innecesaria-. Habría reconocido que era usted policía de todos modos.
– ¿Por propia experiencia? ¿Por clarividencia? ¿Por mi forma de vestir?
– Es usted famosa. Bueno, relativamente. Ya sabe cómo son estas cosas. -Greenham fue hacia la mesa del profesor, situada en un rincón de la sala, y cogió un periódico doblado. Regresó con ella y se lo entregó-. He comprado la última edición del Evening Standard cuando he vuelto de comer. Ya le he dicho que es usted famosa.
Barbara lo desdobló con curiosidad. Allí, en la portada, el titular anunciaba la noticia del descubrimiento, a primera hora de la mañana, en el túnel de Shand Street. Debajo, había dos fotografías: una era una imagen granulada del interior del túnel en el que varias figuras que rodeaban un coche deportivo quedaban recortadas por las fuertes luces portátiles que había llevado el equipo de investigadores de la escena del crimen; la otra era una foto nítida de la propia Barbara, junto a Lynley, Hamish Robson y el detective de la policía local, mientras hablaban por fuera del túnel y a la vista de la prensa. Sólo Lynley estaba identificado por su nombre. Aquello no era nada bueno, pensó Barbara.
Le devolvió el periódico a Greenham.
– Detective Havers -dido-, de New Scotland Yard.
Greenham señaló el periódico con la cabeza.
– ¿No quiere quedárselo para su álbum de recortes?
– Compraré tres docenas de camino a casa esta noche. ¿Podríamos hablar un momento?
Hizo un gesto hacia la clase y los jóvenes que estaban trabajando.
– Estoy en mitad de algo. ¿Puede esperar?
– Parece que se las arreglan bien sin usted.
Greenham miró a sus alumnos como para comprobar la veracidad de su afirmación. Asintió con la cabeza e indicó con la mano que podían hablar en el pasillo.
– Uno de los suyos ha desaparecido -le dijo Barbara-. ¿Ya se ha enterado? ¿Ulrike se lo ha dicho?
La mirada de Greenham se desvió de Barbara hacia el pasillo; miró en dirección al despacho de Ulrike Ellis. Aquí, pensó Barbara, había una información que al parecer no había viajado a la velocidad del rayo. Y era curioso, teniendo en cuenta que Ulrike había prometido por teléfono al reverendo Savidge que hablaría con el profesor de informática sobre el chico recién desaparecido.
– ¿Sean Lavery? -dijo Greenham.
– Bingo.
– Aún no ha venido hoy, eso es todo.
– ¿No tiene que informar de ello?
– Después de clase, sí. Podría ser que llegara tarde simplemente.
– Como señala el Evening Standard, han encontrado el cadáver de un chico en la zona del puente de Londres hacia las cinco y media de esta mañana.
– ¿Es Sean?
– Aún no lo sabemos. Pero si lo es, son dos.
– Kimmo Thorne también. El mismo asesino, quiere decir. En serie…
– Vaya. Por fin alguien que sí lee el periódico por aquí. Ya me picaba la curiosidad: por qué nadie parecía saber que Kimmo había muerto. Usted lo sabía, pero ¿no ha hablado de ello con los demás?
Greenham pasó el peso de una pierna a la otra.
– Hay cierta división -dijo, y no pareció demasiado cómodo al admitirlo-. Ulrike y la gente de orientación por un lado; y el resto por el otro.
– Y Kimmo aún estaba en el nivel de orientación.
– Exacto.
– Sin embargo, lo conocía.
Greenham no iba a dejarse atrapar por la acusación callada de ese comentario.
– Sabía quién era. Pero ¿quién no iba a saber quién era Kimmo? ¿Un travestido? ¿Con sombra de ojos y pintalabios? Era difícil no fijarse en él y aún más olvidarlo, ¿comprende? Así que no era sólo yo. Todo el mundo supo quién era Kimmo a los cinco minutos de que entrara por la puerta.
– ¿Y este otro chico? ¿Sean?
– Era un solitario. Un poco hostil. No quería estar aquí, pero estaba dispuesto a probar suerte con la informática. Con el tiempo, creo que habríamos llegado al final.
– Habla en pasado -dijo Barbara.
Greenham tenía el labio superior húmedo.
– Ese cuerpo…
– No sabemos quién es.
– Supongo que he imaginado… al estar usted aquí y eso…
– Imaginar no es buena idea. -Barbara sacó la libreta. Vio el gesto de alarma que cruzaba la cara rechoncha de Greenham-. Hábleme de usted, señor Greenham.