Se recuperó deprisa.
– ¿Dirección? ¿Educación? ¿Pasado? ¿Aficiones? ¿Mato a adolescentes en mi tiempo libre?
– Comience por el lugar que ocupa en la jerarquía de este sitio.
– No hay jerarquías.
– Ha dicho que había una división. Ulrike y orientación por un lado. Los demás por otro. ¿Cómo se ha llegado a eso?
– Me ha entendido mal -dijo-. La división tiene que ver con la información y cómo se comparte. Eso es todo. Por lo demás, en Coloso estamos todos en el mismo barco. Se trata de salvar a estos crios. Eso es lo que hacemos.
Barbara asintió pensativa.
– Eso dígaselo a Kimmo Thorne. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?
– Cuatro años -contestó.
– ¿Y antes?
– Soy profesor. Trabajaba en el norte de Londres. -Le dio el nombre de una escuela de primaria en Kilburn. Antes de que pudiera preguntárselo, le contó que había dejado el trabajo porque se dio cuenta de que prefería trabajar con chicos mayores. Añadió que también había tenido problemas con el director. Cuando Barbara le preguntó qué tipo de problemas, le dijo directamente que de disciplina.
– ¿De qué lado estaba usted? -preguntó Barbara-. ¿Perdonar y mimar o dar unos azotes?
– Está llena de tópicos, ¿verdad?
– Soy una enciclopedia de tópicos andante. ¿Y bien?
– No era castigo físico -le dijo-. Era disciplina en el aula: suprimir privilegios, charlas de fondo, un poco de ostracismo social. Ese tipo de cosas.
– ¿Ridículo público? ¿Un día con el cepo?
Se puso rojo.
– Intento ser sincero con usted. Va a llamarlos, lo sé. Ellos le dirán que teníamos nuestras diferencias. Pero es algo natural. La gente siempre tiene opiniones distintas.
– Sí -dijo Barbara-. Bueno, todos las tenemos, ¿verdad?, opiniones distintas. ¿También las tienen aquí? Diferencias de opinión que conducen a conflictos que conducen a… ¿Quién sabe? ¿Quizá a la división que ha mencionado?
– Le repetiré lo que intentaba decirle antes. Todos estamos en el mismo barco. En Coloso nos preocupamos por los chicos. Con cuanta más gente hable, mejor lo entenderá. Ahora, si me disculpa, veo que Yusuf necesita mi ayuda. -La dejó y regresó a la clase, donde el chico asiático estaba encorvado sobre el escáner con cara de querer machacarlo. Barbara conocía esa sensación.
Dejó a Greenham con sus alumnos. El siguiente punto en su exploración de las instalaciones, aún libre de obstáculos, la llevó a la parte trasera del edificio. Allí encontró el cuarto del material, donde un grupo de chicos estaba preparando la vestimenta y el equipo adecuados para ir en kayak por el Támesis en invierno. Robbie Kilfoyle, el tipo que antes estaba jugando a las cartas, que llevaba la gorra de EuroDisney, los había puesto en fila, y los medía para darles los trajes isotérmicos, que colgaban alineados de la pared. También había bajado los chalecos salvavidas de un estante, y los chicos que ya habían sido medidos los inspeccionaban tratando de encontrar uno que les fuera bien. La conversación que mantenían murió. Parecía que por fin les había llegado la noticia: o sobre Kimmo Thorne o sobre que la policía estaba haciendo preguntas.
Cuando tuvieron los trajes y los salvavidas, Kilfoyle les dijo que se fueran a la sala de juegos. «Esperad allí a Griffin Strong», les dijo. Sería quien acompañaría a su orientador en la excursión al río, e iba a quejarse si no los encontraba a todos listos cuando llegara. Luego, mientras se marchaban en fila, Kilfoyle se puso a organizar una pila de botas de agua amontonadas en el suelo. Comenzó a ordenarlas por pares y a colocarlas en las estanterías, que estaban identificadas con el número de pie. Saludó a Barbara con la cabeza.
– ¿Aún está aquí? -le dijo.
– Sí. Parece que todos estamos esperando a Griffin Strong.
– Eso es cierto. -Había un tono en su voz que sugería un doble sentido. Barbara tomó nota.
– ¿Llevas mucho tiempo haciendo de voluntario aquí? -le preguntó.
Kilfoyle se quedó pensando.
– ¿Dos años? -dijo-. Un poco más. Unos veintinueve meses.
– ¿Y antes?
El chico le lanzó una mirada, una mirada que decía que sabía que, para Barbara, aquélla no era sólo una charla.
– Es la primera vez que hago de voluntario.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? ¿Que sea la primera vez o que haga de voluntario?
– Que haga de voluntario.
Kilfoyle interrumpió su tarea, se quedó con un par de botas de agua en la mano.
– Les traigo los sándwiches, como ya he dicho en recepción. Así los conocí. Vi que necesitaban ayuda porque, entre usted y yo, les pagan una mierda a los trabajadores que tienen en plantilla, así que nunca encuentran ayuda suficiente o no los conservan demasiado tiempo cuando los encuentran. Comencé a venir por aquí cuando acababa los repartos del almuerzo. Hacía esto y aquello y, abracadabra, ya era voluntario.
– Qué buen corazón.
Se encogió de hombros.
– Es una buena causa. Además, me gustaría que con el tiempo me contrataran.
– ¿Aunque paguen una mierda a sus empleados?
– Me gustan los chicos. Y, de todos modos, Coloso paga más de lo que saco ahora, créame.
– ¿Cómo los haces?
– ¿El qué?
– ¿Los repartos?
– En bicicleta -contestó-. Se engancha un carro a la parte de atrás.
– ¿Por dónde?
– ¿El carro? ¿Los repartos? -No esperó la respuesta-. Por el sur de Londres, principalmente. Un poco por la City. ¿Por qué? ¿Qué está buscando?
Una furgoneta, pensó Barbara. Repartos en furgoneta. Observó que Kilfoyle había comenzado a ponerse rojo, pero no quería atribuirle más importancia que al labio superior húmedo o las manos demasiado suaves de Greenham. De todos modos, ese chico era de piel rubicunda, como muchos ingleses, y tenía la cara pálida, la nariz estrecha y la barbilla huesuda que lo identificarían como inglés a dondequiera que fuera.
Barbara se dio cuenta entonces de lo mucho que deseaba pensar que uno de aquellos tipos fuera un asesino en serie debajo de sus físicos normales y corrientes. Pero la verdad era que había deseado pensarlo de todas las personas con las que se había cruzado hasta el momento, y no cabía duda de que, cuando por fin Griff Strong asomara el careto, también iba a parecerle perfectamente un asesino en serie. Tenía que relajarse llegados a ese punto, pensó. «Encaja los detalles -se dijo-, no los amontones todos de cualquier manera sólo porque quieras que estén ahí.»
– ¿Y cómo salen adelante? -preguntó Barbara-. Por no hablar de cómo pagan este lugar.
– ¿Quiénes?
– Ha dicho que los salarios eran malos…
– Ah, eso. La mayoría tienen otros trabajos.
– ¿Cómo por ejemplo?
Lo pensó.
– No los conozco a todos. Pero Jack trabaja los fines de semana en un pub, y Griff y su mujer tienen un negocio de estampación. Creo que sólo Ulrike gana lo suficiente como para no tener que buscarse algo para los fines de semana o las noches. Es el único modo que tiene cualquiera de trabajar en esto y poder comer. -Kilfoyle miró detrás de Barbara hacia la puerta y añadió-: Eh, colega. Iba a soltar a los perros para que te encontraran.
Barbara se volvió y vio al mismo chico que estaba jugando a las cartas con Kilfoyle en la recepción. Estaba apoyado en la puerta, los vaqueros anchos con la entrepierna a la altura de las rodillas y los calzoncillos asomando por la cintura. Entró en el cuarto del material arrastrando los pies, donde Kilfoyle le puso a ordenar una maraña de cuerdas de escalada. Comenzó a sacarlas de un cubo de plástico y a enrollarlas cuidadosamente alrededor del brazo.
– ¿Conoce por casualidad a Sean Lavery? -le preguntó Barbara a Kilfoyle.
Se quedó pensando.
– ¿Ha pasado por la orientación?
– Está en un curso de informática con Neil Greenham.