– ¿Cómo llegó Sean a Coloso? -preguntó-. Está bastante lejos de aquí.
– Los samaritanos de Coloso vinieron a la iglesia. Lo llamaron «información a la comunidad», pero la verdad era que hablaban de su programa. Una alternativa al futuro que obviamente creen que espera a todos los niños de color, a la mínima oportunidad y sin su intervención.
– Entonces, no aprueba su trabajo.
– Esta comunidad va a ayudarse a sí misma desde dentro, comisario. No mejorará con la ayuda impuesta de un grupo de activistas sociales liberales a los que les mueve el sentimiento de culpa. Tienen que regresar a los condados de los alrededores de Londres de los que salieron, estics de joquey y bates de criquet en mano.
– Sin embargo, Sean Lavery acabó allí, a pesar de lo que piensa usted.
– No tuve elección. Ni tampoco Sean. Lo decidió todo el trabajador social.
– Pero no cabe duda de que, como tutor suyo que es, tiene mucho que decir sobre cómo pasa el tiempo libre.
– En otras circunstancias. Pero también hubo un incidente con una bicicleta. -Savidge lo explicó: fue un malentendido, dijo. Sean había cogido una bicicleta de montaña cara de un chico del barrio. Creía que le habían dado permiso para utilizarla; el chico no creyó lo mismo. Denunció que se la habían lobado y la policía la encontró en poder de Sean. La situación se consideró un primer delito y el trabajador social de Sean sugirió cortar de raíz cualquier conducta ilegal potencial. Así entró Coloso en escena. Al principio, si bien a regañadientes, Savidge había aprobado la idea: de todos sus chicos, Sean había sido el primero en llamar la atención de la policía. También era el primero que dejó de ir al colegio. Se suponía que Coloso tenía que remediar todo eso.
– ¿Cuánto tiempo lleva allí? -preguntó Lynley.
– Va a hacer un año.
– ¿Y va con regularidad?
– Debe hacerlo. Forma parte de la condicional. -Savidge levantó la taza y bebió. Se secó la boca con cuidado con un pañuelo-. Sean ha dicho desde el principio que no robó esa bicicleta y yo le creo. Al mismo tiempo, no quiero que se meta en líos, algo que usted y yo sabemos que va a pasar si no va al colegio y no se implica en algo. No es que esté deseando ir todas las mañanas precisamente, por lo que yo veo, pero va. Le fue bastante bien en el curso de orientación y, de hecho, ha comentado cosas buenas del curso de informática que está haciendo.
– ¿Quién fue su orientador?
– Griffin Strong. Un trabajador social. A Sean le caía bastante bien. O al menos lo suficiente como para no quejarse de él.
– ¿No ha vuelto a casa alguna otra vez, reverendo Savidge?
– Nunca. Ha vuelto tarde en alguna ocasión, pero ha llamado para avisarnos. Eso es todo.
– ¿Hay alguna razón por la que pudiera haber decidido escaparse?
Savidge se quedó pensando. Puso las manos alrededor de la taza y la hizo rodar entre las palmas.
– Una vez consiguió localizar a su padre y no me lo contó -dijo al fin.
– ¿En North Kensington?
– Sí. Tiene un taller de reparación de coches en Munro Mews. Sean lo localizó hará unos meses. No sé qué pasó exactamente. No me lo ha contado nunca. Pero imagino que no fue nada positivo. Su padre ha seguido adelante con su vida. Tiene mujer e hijos; es lo único que sé por el trabajador social de Sean. Así que si Sean esperaba llamar la atención de su padre, llevaba las de perder. Pero no habría sido suficiente para que Sean se escapara.
– ¿Cómo se llama el padre?
Savidge se lo dijo: Sol Oliver. Pero luego se le acabó la voluntad de colaborar y subordinarse. Era evidente que no estaba acostumbrado a ninguna de las dos cosas.
– Bien, comisario Lynley. Le he contado lo que sé. Quiero que me diga qué va a hacer. Y no qué va a hacer dentro de cuarenta y ocho horas o lo que sea que quiera que espere, porque Sean podría haberse escapado. El no se escapa. Llama si va a llegar tarde. Sale de Coloso y pasa por aquí de camino al gimnasio. Da unos golpes al saco y vuelve a casa.
¿El gimnasio?, Lynley tomó nota. ¿Qué gimnasio? ¿Dónde? ¿Cuándo iba? ¿Y cómo iba Sean de Sintoniza con el Señor al gimnasio y de ahí a casa? ¿A pie? ¿En autobús? ¿Hacía dedo alguna vez? ¿Le llevaba alguien en coche?
Savidge le miró con curiosidad, pero contestó de buen grado. Sean iba caminando, le dijo a Lynley. No quedaba lejos. Ni de allí ni de casa. Se llamaba Gimnasio Square Four.
¿Tenía el chico un mentor allí?, preguntó Lynley. ¿Alguien al que admiraba? ¿Alguien del que hablaba?
Savidge negó con la cabeza. Le dijo que Sean iba al gimnasio para tratar de enfrentarse a su ira y por recomendación de su trabajador social. No tenía ninguna intención de ser culturista, boxeador o luchador, o cualquier otra cosa similar, por lo que sabía Savidge.
¿Qué había de sus amigos?, preguntó Lynley. ¿Quiénes eran?
Savidge se quedó pensando un momento antes de reconocer que, al parecer, Sean Lavery no tenía amigos. Pero era un buen chico y era responsable, insistió Savidge. Y si había algo de lo que podía dar fe era que Sean no decidiría no regresar a casa sin llamar antes y explicar por qué.
Y, luego, como Savidge sabía, de algún modo, que New Scotland Yard no habría intervenido en lugar de la policía local sin una razón más sólida que encontrarse casualmente en el despacho de Ulrike Ellis cuando llamó, dijo:
– Quizá sea el momento de que me diga por qué está aquí en realidad, comisario.
Como respuesta, Lynley le preguntó al reverendo Savidge si tenía una foto del chico.
En el despacho, no, le dijo Savidge. Para eso, tendrían que ir a su casa.
Capítulo 11
Aunque Robbie Kilfoyle, con su gorra de Eurodisney, no lo hubiera mencionado, Barbara Havers se habría dado cuenta de que pasaba algo entre Griffin Strong y Ulrike unos quince segundos después de verlos juntos. No podía decir si se trataba de un mero caso de amor angustiado, de un flirteo en la cafetería o de la práctica del Kama Sutra bajo las estrellas. Tampoco podía distinguir si se trataba de una calle de sentido único, en la que Ulrike conducía un coche que no iba a ningún lugar. Pero sólo algún tipo de vida alienígena sordomuda podría haber negado que había algo entre ellos; algún tipo de carga eléctrica que, por norma general, se traducía en cuerpos desnudos e intercambios de gemidos y fluidos corporales, aunque podía tratarse de cualquier cosa entre un apretón de manos y el acto primario.
Fue la directora de Coloso en persona quien llevó a Griffin Strong al encuentro de Barbara. Al presentarlos, el modo en que dijo su nombre -por no hablar de cómo lo miraba, con una expresión no muy distinta de la que Barbara notaba que se le quedaba a ella ante un pastel de queso decorado con fruta- desvelaba con luces de neón cualquier secreto que ella o los dos estuvieran supuestamente ocultando. Y quedaba claro que tenía que haber un secreto. No era sólo que Robbie Kilfoyle hubiera empleado la palabra esposa en relación con Strong, sino que éste llevaba una alianza del tamaño de un neumático de camión. Lo que, de por sí, no era mala idea, pensó Barbara. Strong era el tipo más guapo que había visto andando tranquilamente por las calles de Londres. No había duda de que le hacía falta algo para ahuyentar las manadas de féminas, a las que probablemente la mandíbula les colgaba hasta el pecho cuando pasaba por su lado. Más que parecer una estrella de Hollywood, parecía un dios.
Como Barbara también pudo observar, parecía incómodo. No sabía si eso contaba a su favor o lo señalaba para una investigación posterior.
– Ulrike me ha contado lo de Kimmo Thorne y Sean Lavery -dijo-. Quizá ya lo sepa: los dos eran míos. Sean estuvo en orientación conmigo unos diez meses, y Kimmo lo estaba ahora. Informé de inmediato a Ulrike cuando él, Kimmo, no apareció. Evidentemente, no sabía que Sean no se había presentado, puesto que ya no estaba en mi grupo.