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Barbara asintió. «Muy servicial», pensó. Y ese dato sobre Sean era un detalle interesante.

Le preguntó si podían hablar en algún otro sitio. Que Ulrike Ellis estuviera pendiente de lo que decían no era precisamente lo que más le convenía. Strong le dijo que compartía despacho con otros dos orientadores. Hoy habían salido con sus chicos, así que si lo acompañaba podrían tener un poco de intimidad. No disponía de mucho tiempo porque tenía que llevar a unos chicos de excursión al río. Lanzó una mirada a Ulrike e hizo una señal a Barbara para que le siguiera.

Barbara intentó interpretar esa mirada y la sonrisa nerviosa con la que le temblaron los labios a Ulrike al captar la mirada de él. «Tú y yo, nena. Es nuestro secreto, cariño. Después hablamos. Quiero desnudarte. Rescátame dentro de cinco minutos, por favor.» Las posibilidades parecían infinitas.

– Llámeme Griff -dijo.

Barbara siguió a Griffin Strong a un despacho que se encontraba enfrente de la recepción. Lo habían decorado según el mismo principio que el de Ulrike: muchas cosas para poco espacio. Estantes, archivadores, una mesa compartida. De las paredes colgaban pósteres, cuyo objetivo era influir positivamente en los chicos: jugadores de fútbol con peinados extravagantes que fingían leer a Charles Dickens y cantantes de pop haciendo treinta segundos de servicios públicos en cocinas comunitarias. A su lado había pósteres de Coloso. En ellos aparecía el emblema ya conocido, ese gigante que se dejaba utilizar por los más pequeños y menos afortunados.

Strong se dirigió a uno de los archivadores y buscó en un cajón repleto hasta sacar dos expedientes. Tras consultarlos, le contó que Kimmo Thorne había llegado a Coloso a través de Menores, por tener debilidad por vender mercancía robada. A Sean lo habían mandado los servicios sociales, por algo relacionado con la apropiación de una bicicleta de montaña.

Otra vez demostrando ser servicial. Strong guardó las carpetas y volvió a la mesa, se sentó y se frotó la frente. -Parece cansado -observó Barbara.

– Tengo un bebé que tiene cólicos -dijo-, y una esposa que tiene depresión posparto. Voy tirando, pero justito.

Eso explicaba, al menos en parte, lo que estuviera pasando entre Ulrike y él, pensó Barbara. Se trataba de un caso de pobre marido incomprendido y desatendido que tenía un lo que sea extramarital.

– Una mala época -dijo ella, mostrándose comprensiva. Él le dedicó una sonrisa deslumbrante, como era de prever, de dientes perfectos y blancos.

– Merece la pena. Saldré adelante.

Me apuesto lo que quieras, pensó Barbara. Le preguntó por Kimmo Thorne. ¿Qué sabía él del tiempo que pasó en Coloso? ¿Con qué gente se relacionaba? Sus amigos, mentores, conocidos y demás. Dado que lo había tenido en el curso de orientación (lo que le dio a entender que era la relación más profunda que tendrían los chicos en Coloso), seguramente sabría más sobre él que cualquier otra persona.

Un buen chaval, le dijo Strong. Cierto que se había buscado problemas, pero no tenía madera de delincuente. Lo hacía, simplemente, como medio para conseguir un objetivo, nunca porque sí, y tampoco como una forma de rebeldía social inconsciente. Y, de todos modos, había renunciado a ese modo de vida… Bueno, al menos eso parecía hasta el momento. Todavía era demasiado pronto para saber qué dirección acabaría tomando Kimmo, era lo normal durante las primeras semanas que los chicos estaban en Coloso.

– ¿Qué clase de chico era? -le preguntó Barbara a continuación.

De los que cae bien. Era agradable y afable. Era, precisamente, un chico que tenía muchas posibilidades de hacer algo con su vida. Tenía un potencial y un talento considerables. Era una verdadera pena que algún cabrón le hubiera señalado con el dedo.

Barbara tomó nota de toda esa información, aunque ya lo supiera casi todo, y a pesar de saber que todo aquello estaba preparado de algún modo. Eso le dio la oportunidad de apartar la vista del hombre que le estaba facilitando esos datos. Analizó su voz aprovechando que no la distraía su aspecto propio de la revista GQ. Parecía sincero. Muy comunicativo y todo eso. Pero nada de lo que le estaba contando indicaba que conocía a Kimmo mejor que cualquier otra persona, y resultaba ilógico. Se suponía que él tenía que conocerlo bien o que, al menos, empezaba a conocerlo bien. Y, aun así, no daba ningún indicio de ello, y no le quedó más remedio que preguntarse el motivo.

– ¿Tenía algún amigo especial aquí? -le preguntó.

– ¿Cómo? -le dijo, y añadió-: ¿De verdad cree que le puede haber matado alguien de Coloso?

– Es una posibilidad -contestó Barbara.

– Ulrike le podrá contar que se investiga a fondo a todos los candidatos antes de que empiecen a trabajar aquí. Resulta impensable que un asesino en serie…

– ¿Así que ha tenido una charla con Ulrike antes de vernos? -Barbara levantó la mirada de sus notas. Parecía un ciervo acorralado.

– Claro que me dijo que estaba aquí, cuando me contó lo de Kimmo y Sean. Pero me dijo que también estaba investigando otras muertes, con lo cual es imposible que tengan nada que ver con Coloso y, de todos modos, no se puede descartar que Sean simplemente haya desaparecido durante un día.

– Es cierto -dijo Barbara-. ¿Algún amigo especial?

– ¿Mío?

– Estábamos hablando de Kimmo.

– De Kimmo. Claro. Le caía bien a todo el mundo. Aunque, teniendo en cuenta cómo vestía y qué tipo de sentimientos despierta en la mayoría de chavales adolescentes la sexualidad, se podría pensar lo contrario.

– ¿Y cómo es eso, entonces?

– Pero no parecía que nadie rehuyera a Kimmo. El no lo permitía. Y, en cuanto a amistades especiales, tengo que decirle que no había nadie que lo prefiriera a él, ni nadie a quien él prefiriera por encima de los demás. De todos modos, eso no tiene que suceder en la fase de orientación. Se supone que los chicos tienen que relacionarse como grupo.

– ¿Y qué hay de Sean? -le preguntó ella. – ¿Qué hay de Sean? – ¿Algún amigo? Strong dudó.

– Para él fue más duro que para Kimmo, o al menos lo recuerdo así -dijo pensativamente-. No se sentía vinculado al grupo con el que hizo la orientación. Pero, en general, parecía más distante. Era introvertido. Tenía otras cosas en la cabeza.

– ¿Por ejemplo?

– Ni idea, sólo sé que estaba enfadado y que no intentaba ocultarlo.

– ¿Por qué?

– Supongo que por estar aquí. Por mi experiencia, la mayoría de chavales que nos mandan los de servicios sociales están enfadados. En general, se desmoronan en algún momento durante la semana de orientación, pero con Sean no fue así. ¿Cuánto tiempo hacía que Griffin Strong era orientador en Coloso?, preguntó Barbara.

A diferencia de Kilfoyle y de Greenham, que habían tenido que pararse a pensar cuánto tiempo hacía que colaboraban con la organización, Griff contestó de inmediato:

– Catorce meses.

– ¿Y antes de eso? -le preguntó Barbara. -Era asistente social. Empecé a estudiar medicina y pensaba ser patólogo, hasta que me di cuenta de que no soportaba ver un cuerpo muerto. Y entonces me pasé a la psicología. Y la sociología. Saqué matrícula de honor en ambas.

Eso resultaba tan impresionante como fácil de comprobar. – ¿Dónde ha trabajado? -le preguntó Barbara. Al ver que no respondía, Barbara levantó la cabeza de su libreta. Se lo encontró mirándola fijamente, y supo que su intención había sido que lo hiciera, y que le gustaba la sensación de haberlo logrado. Se limitó a repetir la pregunta.

– En Stockwell, durante un tiempo -contestó al fin. – ¿Y antes de eso?

– En Lewisham. ¿Acaso importa?

– Ahora mismo todo importa.

Barbara se tomó su tiempo para escribir «Stockwell» y «Lewisham» en su libreta.

– ¿De qué tipo, por cierto? -preguntó cuando terminó de añadir una fioritura a la última letra.