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– Viene por lo de Sean, querida -dijo Savidge-. No queremos interrumpir tus prácticas con la kora. ¿Por qué no sigues tocando aquí abajo mientras acompaño al policía a la habitación de Sean?

– Sí -asintió-, entonces estaré tocando. -Se sentó en el sofá y apoyó con cuidado la kora en el suelo. Cuando se disponían a dejarla sola, dijo-: Hoy no hay sol, ¿verdad? Pasa otro mes. Bram, descubro… No, no es descubrir, esta mañana aprender que…

Savidge vaciló. Lynley observó un cambio en él, como si soltara la tensión.

– Ya hablaremos después, Oni -dijo.

– Sí, ¿y lo otro también? ¿Otra vez? -dijo ella.

– Puede. Lo otro.

Acompañó a Lynley apresuradamente hasta las escaleras. Le precedió hasta una habitación que se encontraba al fondo de la casa. Una vez dentro, pareció sentir la necesidad de darle una explicación. Cerró la puerta tras de sí.

– Estamos intentando tener un hijo -dijo-. Hasta el momento, no ha habido suerte. A eso se refería.

– No debe de resultar fácil -dijo Lynley.

– Está preocupada. Le preocupa que yo pueda… no sé, deshacerme de ella o algo así. Pero su salud es perfecta. No tiene ninguna malformación. Ella… -Savidge se detuvo, como si se hubiera percatado de lo cerca que estaba de valorar el potencial reproductivo de una persona.

Decidió cambiar de tema.

– Volvamos a lo que íbamos -dijo-. Ésta es la habitación de Sean.

– ¿Le ha preguntado a su esposa si ha aparecido? ¿Si ha llamado por teléfono?

– No contesta al teléfono -respondió Savidge-. No habla muy bien. Se siente insegura.

– ¿Algo más?

– ¿A qué se refiere?

– Quiero decir que si le ha preguntado por Sean.

– No ha hecho falta. Me lo habría dicho. Sabe que estoy preocupado.

– ¿Qué tipo de relación tiene ella con el chico?

– ¿Qué tendrá eso que ver con…?

– Señor Savidge, tengo que preguntárselo -dijo Lynley con la mirada fija en él-. Es evidente que es mucho más joven que usted.

– Tiene diecinueve años.

– Su edad se acerca más a la de los chicos que ha acogido que a la suya, ¿no es verdad?

– El asunto no es mi matrimonio, mi esposa o mi situación, comisario.

«Sí, sí que lo es», pensó Lynley.

– ¿Cuántos años mayor que ella es? -dijo- ¿Veinte? ¿Veinticinco? ¿Y qué edad tenían los chicos?

Savidge pareció crecerse, su respuesta estaba teñida de indignación.

– El tema es la desaparición de un chico, un chico que ha desaparecido en las mismas circunstancias que otros chicos de su misma edad, si hay que creer en lo que dicen los periódicos. Así que si cree que voy a permitir que hagan que me preocupe por otras cosas porque han jodido la investigación, ya pueden ir cambiando de idea. -No esperó a obtener respuesta, sino que se acercó a una estantería que contenía un reproductor de CD pequeño y una serie de libros de bolsillo que parecían estar intactos. Del estante superior, cogió una fotografía en un sencillo marco de madera. Se la dio a Lynley.

Se veía al propio Savidge con su atuendo africano rodeando con el brazo a un chico de aspecto solemne que llevaba puesto un traje que le quedaba grande. De la cabeza del chico sobresalía una masa espesa de rastas y su expresión era de desconfianza, como un perro al que han devuelto demasiadas veces a su jaula de la perrera de Battersea tras sacarlo a pasear. Tenía la piel muy oscura, sólo un poco más clara que la esposa de Savidge. También era, sin temor a equivocarse, el chico cuyo cuerpo habían encontrado por la mañana.

Lynley levantó la vista. Por encima del hombro de Savidge, vio que de las paredes de la habitación colgaban pósters: Louis Farrakhan en una exhortación apasionada, Elijah Mohammed rodeado de pulcros y dulces miembros de la Nación. Un joven Muhammad Ali, probablemente el más famoso de los conversos.

– Señor Savidge… -dijo.

Y entonces, durante un instante, no supo muy bien cómo continuar. Un cadáver en un túnel resulta demasiado humano en cuanto lo sitúas en un hogar. En ese momento deja de ser un cuerpo para convertirse en una persona cuya muerte no puede dejar de suscitar el deseo de vengarse, la necesidad de hacer justicia, o la obligación de expresar la forma más simple de pesar.

– Lo siento -dijo-. Tenemos un cadáver que tendrá que venir a identificar. Lo encontraron esta mañana al sur del río.

– ¡Dios mío! -Savidge exclamó-. Es…

– Espero que no lo sea -dijo Lynley, a pesar de saber que sí lo era. Cogió al otro hombre del brazo para mostrarle su apoyo. Tendría que acabar preguntándole algunas cosas, pero, por ahora, no había más que decir.

Ulrike logró esperar con impaciencia en el despacho hasta que Jack Veness desconectó los teléfonos y ordenó la recepción para el día siguiente. Tras desearle buenas noches y escuchar que la puerta se cerraba, salió a buscar a Griff.

Pero a quien se encontró fue a Robbie Kilfoyle. Estaba en el pasillo de entrada, vaciando dos bolsas de basura de camisetas y sudaderas de Coloso y guardándolas en el armario de debajo de la vitrina. Al menos, por lo que vio, Griff no le había mentido en eso. Era cierto que hoy había pasado varias horas en el negocio de estampación.

Lo había puesto en entredicho. Cuando se habían encontrado en el Charlie Chaplin, lo primero que le dijo fue:

– ¿Dónde te has metido todo el día, Griff? -Y su propio tono de voz la hizo estremecer, porque sabía qué impresión había dado, y él sabía que ella lo sabía, y por ese motivo él había dicho que no, antes de contárselo.

Había que arreglar una pieza en el taller de estampación y había tenido que ocuparse.

– Ya te dije que hoy pasaría por el taller. Querías que trajera más camisetas, ¿recuerdas?

Era una respuesta típica de Griffin. «Estaba haciendo lo que tú me pediste», decía.

– ¿Has visto a Griff? Tengo que hablar con él -preguntó Ulrike a Robbie Kilfoyle.

Robbie, que estaba agachado en el suelo, se apoyó sobre los talones y se echó la gorra hacia atrás.

– Ha ido a ayudar a llevar al nuevo grupo de orientación al río -dijo-. Se fueron en furgoneta… hará unas dos horas. La expresión de Robbie le estaba diciendo que, en su opinión, ella, como directora que era, tendría que estar al corriente de esa información.

– Ha dejado esto aquí -dijo, señalando con la cabeza las bolsas de basura-, en el cuarto del material. Supuse que sería mejor que lo guardara todo aquí. ¿Puedo ayudarte en algo?

– ¿Ayudarme?

– Bueno, si necesitas a Griff y no está aquí, quizá yo pueda… -dijo, encogiéndose de hombros.

– He dicho que quería hablar con él, Robbie. -Ulrike se dio cuenta de repente de lo cortante que había sido-. Lo siento -dijo-. He sido un poco brusca. Estoy hecha polvo. La policía, primero Kimmo y ahora…

– Sean -dijo Robbie-. Sí, lo sé. Pero no está muerto, ¿verdad? ¿Sean Lavery? Ulrike le miró con dureza.

– Yo no he dicho el nombre, ¿cómo sabes lo de Sean? Robbie parecía desconcertado.

– Esa policía me preguntó si lo conocía, Ulrike. Esa mujer policía. Entró en el cuarto del material. Dijo que Sean estaba en uno de los cursos de informática, de modo que en cuanto tuve la oportunidad, le pregunté a Neil qué pasaba. Me dijo que hoy Sean Lavery no se había presentado. Eso es todo. ¿Estás bien, Ulrike? -añadió en el último momento, pero no lo dijo con deferencia.

No lo podía culpar.

– Mira, no quería ser tan…, no sé, tan desconfiada -dijo-. Estoy al límite. Primero Kimmo y ahora Sean. Y la policía. ¿Sabes a qué hora volverán Griff y los chicos?

Robbie no contestó enseguida, parecía estar valorando la disculpa que le había dado ella antes de contestar. Ella pensó que exageraba un poco. Después de todo, no era más que un voluntario.

– No sé, seguramente se pararán a tomar un café antes de volver -dijo él-. ¿Quizá a las seis y media? ¿A las ocho? Él tiene copia de las llaves, ¿verdad?