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Es verdad, pensó ella. Podía ir y venir cuando le apeteciera, les había venido muy bien en el pasado cuando querían tener reuniones políticas. Planeaban estrategias antes de las reuniones con el personal y después de la jornada laboral. Aquí está mi problema, Griffin. ¿Qué hay de ti?

– Supongo que tienes razón -dijo ella-. Podrían tardar horas en volver.

– Aunque no pueden llegar muy tarde. Si oscurece y eso. Y en el río debe de hacer un frío de mil demonios. Que quede entre nosotros, no entiendo por qué los orientadores decidieron que esta vez la actividad en grupo fuera ir en kayak. Creo que habría sido mejor una caminata. Hacer senderismo en los Cotswolds o algo así. Caminar de un pueblo a otro. Podrían haber parado para cenar al final.

Y se dispuso a volver a guardar las camisetas y las sudaderas en el armario.

– ¿Es eso lo que tú habrías hecho? -le preguntó ella-. ¿Llevarlos de paseo? ¿A algún sitio seguro?

Él volvió la cabeza y la miró.

– Lo más seguro es que no tenga ninguna importancia, ya sabes.

– ¿Qué?

– Lo de Sean Lavery. A veces estos chicos se escapan.

A Ulrike le hubiera gustado preguntarle qué le hacía pensar que conocía mejor que ella a los chicos de Coloso. Pero la verdad era que seguramente él los conocía mejor, porque en los últimos meses ella había estado distraída. Los chicos habían venido y se habían ido de Coloso, pero ella tenía la cabeza en otro lugar.

Le costaría el puesto si llegaba a oídos del consejo de administración, que andaba buscando a quién culpar por lo que estaba sucediendo…, si estaba sucediendo algo. Todas esas horas, días, semanas, meses y años que había dedicado a la organización tirados a la basura de un solo golpe. Encontraría trabajo en otro sitio, pero no sería como Coloso, con todo el potencial que tenía este centro para hacer lo que ella creía fervientemente que había que hacer en Inglaterra: empezar el cambio por la base, que era el nivel en el que estaba la psique individual de los niños.

¿Qué había sido de todo eso? Había asumido su trabajo en Coloso creyendo que podría cambiar las cosas, y lo había hecho, hasta el preciso momento en que Griffin Charles Strong había plantado el curriculum en su mesa y sus hechiceros ojos negros en su rostro. Incluso entonces había conseguido mantener una apariencia de distante profesionalidad durante meses, consciente del riesgo que suponía tener una relación con alguien del trabajo.

Su determinación se había ido debilitando con el tiempo. Quizá bastaría sólo con tocarlo, había pensado. Ese pelo maravilloso, ondulado y espeso. O sus hombros anchos de remero bajo el jersey grueso de lana que, al parecer, era su favorito. O ese antebrazo con una trenza de piel en la muñeca. Tocarlo se había convertido hasta tal punto en una obsesión, que le pareció que el único modo posible de dejar de imaginar su mano acercándose a cualquier parte del cuerpo de Griff era, sencillamente, hacerlo. Era tan simple como, con el brazo sobre la mesa de reuniones, agarrarle la muñeca para demostrar que estaba de acuerdo con alguna apreciación que él había hecho durante la reunión de personal, y sintió que la embargaba la sorpresa cuando él cerró durante un instante su mano sobre la de ella y le dio un apretón. Se dijo a sí misma que no era más que un signo de que él apreciaba que le mostrara su apoyo. Pero hubo más signos.

– Cuando hayas terminado, asegúrate de que las puertas estén cerradas, ¿te acordarás? -le dijo a Robbie Kilfoyle.

– Lo haré -dijo él, y Ulrike sintió que su mirada se clavaba en ella.

En su despacho, abrió el archivador. Se arrodilló frente al cajón inferior, que había abierto antes en presencia de los detectives. Buscó con los dedos entre las carpetas de papel manila, sacó la que necesitaba y la guardó en la bolsa de lona para libros que utilizaba como portafolios. Hecho esto, cogió su ropa de ciclista y fue a vestirse para el largo camino de vuelta a casa.

Se cambió en el baño de señoras, tomándose su tiempo, y siempre atenta por si escuchaba la tan esperada vuelta de Griff Strong con los chicos del curso de orientación. Pero lo único que oyó fue que Robbie Kilfoyle se marchaba, y después se quedó sola en Coloso.

Esta vez no podía arriesgarse a llamar al móvil de Griff, puesto que sabía que estaba con un grupo. No le quedaba otra opción que escribirle una nota. Aunque sería mejor no dejarla en su mesa, ya que podría utilizar la excusa de que no la había visto, de modo que se la llevó al aparcamiento y la fijó al limpiaparabrisas de su coche, en el lado del conductor. Hasta la pegó con cinta adhesiva para asegurarse de que no se la llevaba el viento. Después, fue a recoger su bicicleta, la desató, y se marchó hacia Saint George's Road, en la primera parte del tortuoso recorrido que la llevaría desde Elephant and Castle hasta Paddington.

Pedaleó casi una hora entera bajo un frío glacial. La mascarilla que llevaba filtraba los gases del tráfico más nocivos, pero no tenía nada para protegerse del ruido constante. Llegó a Gloucester Terrace más cansada de lo habitual, pero al menos estaba contenta porque el trayecto en sí -junto con la necesidad de estar alerta con el tráfico- le había mantenido la mente ocupada.

Encadenó la bicicleta a la verja enfrente del número 258, abrió la puerta principal y notó como siempre el olor a comida que subía de la planta baja: comino, aceite de sésamo, pescado, coles de Bruselas recocidas, cebollas podridas. Contuvo la respiración y empezó a subir la escalera. Cuando estaba en el quinto escalón, escuchó tras de sí que el timbre de la puerta sonaba con brusquedad. En la parte superior de la puerta había una ventanilla de cristal a través de la cual vio la sombra de su cabeza. Bajó deprisa a abrirlo.

– Te he llamado al móvil -dijo Griff con irritación-. ¿Por qué no me has contestado? Joder, Ulrike. No me puedes dejar una nota así y luego…

– Iba en bicicleta -le dijo-, me es difícil contestar al teléfono cuando vengo hacia aquí. Lo apago. Ya lo sabes.

Dejó la puerta abierta y se dio la vuelta. A él no le quedaría más remedio que seguirla hasta arriba.

En el primer piso, le dio al interruptor de la luz automática y abrió la puerta de su piso. Ya dentro, tiró su bolso de lona encima del sofá lleno de bultos y encendió una sola lámpara.

– Espera aquí -le dijo.

Y se fue a la habitación, donde se quitó la ropa de ciclista, se olisqueó bajo los brazos y no se quedó satisfecha. Solucionó el problema con una toallita húmeda y se miró al espejo para constatar con satisfacción que pedalear por Londres había dado color a sus mejillas. Se puso una bata y se ató el cinturón. Volvió al salón.

Griff había encendido las luces de techo más intensas. Decidió hacer caso omiso. Se fue a la cocina, donde guardaba la botella de Borgoña blanco en la nevera. Cogió dos copas y el sacacorchos.

– Ulrike, acabo de llegar del río -dijo Griff al ver esto-. Estoy muerto y de ningún modo…

Ella se dio la vuelta.

– Eso no habría sido ningún impedimento hace un mes. En cualquier momento, en cualquier lugar. El hombre torpedo y a la mierda las consecuencias. Es imposible que lo hayas olvidado.

– Y no lo he olvidado.

– Muy bien.

Sirvió el vino y le dio una copa.

– Me gusta pensar que estás eternamente a punto.

Le rodeó el cuello con el brazo y lo acercó hacia ella. Griff se resistió un momento, pero luego puso su boca sobre la de ella. Lenguas, más lenguas, una caricia prolongada, tras la cual su mano subió desde la cintura hasta el costado de su pecho. Dedos buscando su pezón. Exprimiéndolo. Arrancándole un gemido. Calor bajando hacia sus genitales. Sí, muy bien, Griff. Se soltó con brusquedad y se apartó.

Él tuvo la delicadeza de parecer nervioso. Se fue a una silla, no al sofá, y se sentó.

– Dijiste que era urgente. Una emergencia. Una citación de una página entera. Una crisis. El caos. Por eso he venido aquí. Que está exactamente en la dirección opuesta a mi casa lo que, por cierto, significa que sabe Dios a qué hora llegaré.