– Qué pena -dijo ella-, con el deber llamándote y todo eso. Y soy plenamente consciente de donde vives, Griffin. Como tú ya sabes.
– No quiero discutir. ¿Para eso me has hecho venir?
– ¿Qué te hace pensar eso? ¿Dónde has estado todo el día?
Griff miró hacia el techo, con uno de esos gestos de hombre martirizado que se pueden ver en los cuadros de santos cristianos antiguos.
– Ulrike, ya sabes cuál es mi situación -dijo-. Siempre lo has sabido. No puedes haberlo… ¿Qué querías que hiciera? ¿Ahora o después? ¿Dejar a Arabella cuando estaba embarazada de cinco meses? ¿Cuando estaba de parto? ¿Ahora que tiene una hija a la que cuidar? Nunca te he dado la más mínima esperanza…
– Tienes razón -respondió Ulrike con una sonrisa crispada. Sentía lo frágil que era, y se despreciaba a sí misma por reaccionar ante él. Lo saludó con la copa de vino en un simulacro de brindis.
– Nunca lo hiciste. Bravo por ti. Siempre has sido abierto y sincero. No le has puesto a nadie un pañuelo ante los ojos. Es un buen método para eludir las responsabilidades.
El dejó la copa de vino en la mesa, sin haberlo probado.
– De acuerdo, me rindo -dijo él-. Bandera blanca. Lo que tú quieras. ¿Para qué me has hecho venir?
– ¿Qué era lo que quería?
– Mira, hoy he llegado tarde porque fui al taller de estampación. Ya te lo he dicho. Y no es que sea asunto tuyo lo que Arabella y yo…
Ulrike río de un modo un tanto forzado. Una mala actriz en un escenario con demasiada luz.
– Ya me hago una idea aproximada de lo que quería Arabella y de lo que tú seguramente le has dado… los veinte centímetros enteros. Pero no me refiero a ti y a tu dulce esposa. Estoy hablando de la mujer policía. De la agente como se llame, la de los dientes partidos y el pelo desaliñado.
– ¿Intentas acorralarme?
– ¿De qué estás hablando?
– De tu modo de enfocar las cosas. Protesto, pido que dejes de comportarte así, digo basta, vete a la mierda, ya tienes lo que querías.
– Que es…
– Mi cabeza servida en una maldita bandeja, sin tener que pasar por la danza de los siete velos ni nada.
– ¿Es eso lo que crees? ¿Piensas de verdad que te he hecho venir por eso?
Se bebió la copa de vino y sintió sus efectos casi de inmediato.
– ¿Quieres decir que no me despedirás a la que tengas la menor oportunidad?
– Al instante -contestó ella-. Pero no es por eso que estamos hablando.
– ¿Y entonces?
– ¿De qué te ha hablado?
– Exactamente de lo mismo que tú pensabas que me hablaría.
– ¿Y?
– ¿Y tú que le has dicho?
– ¿Qué piensas que le he dicho? Kimmo era Kimmo. Sean era Sean. Uno era un travestido de espíritu libre con la personalidad de una reina del vodevil, un chico al que nadie que estuviera en su sano juicio querría hacer daño. El otro tenía pinta de querer desayunar clavos. Yo te avisé cuando Kimmo faltó un día al curso de orientación. Sean estaba fuera de mi órbita, haciendo otras cosas, así que yo no me habría enterado si hubiera dejado de venir.
– ¿Es todo lo que le has dicho? -Ulrike lo observó atentamente mientras se lo preguntaba, pensando qué grado de confianza podía existir entre dos personas que habían traicionado a otra.
Griff entrecerró los ojos.
– Teníamos un acuerdo -dijo sólo. Y mientras ella le sometía a un franco escrutinio, añadió-: ¿O es que no confías en mí?
Por supuesto que no. ¿Cómo quería que confiara en alguien que hacía de la traición su modo de vida? Pero había una forma de ponerlo a prueba, y no sólo eso, sino también de colocarlo en tal situación que tuviera que seguir fingiendo que colaboraba con ella, y eso sí era una ficción.
Cogió su bolsa de lona, sacó la carpeta que había cogido del despacho y se la entregó.
Observó cómo bajaba la mirada y sus ojos se fijaban en la etiqueta del borde. Cuando acabó de leerla, la miró.
– He hecho lo que me has pedido. ¿Qué se supone entonces que tengo que hacer con esto? -le preguntó Griff.
– Lo que debes hacer -dijo ella-. Creo que ya sabes a qué me refiero.
Capítulo 12
Cuando la detective Barbara Havers entró en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard a la mañana siguiente, ya iba por el cuarto cigarrillo, sin contar el que había apurado mientras iba de la cama a la ducha. Llevaba fumando sin parar desde que había salido de casa, y el siempre exasperante trayecto desde el norte de Londres sólo había conseguido crisparle aún más los nervios y ponerla de mal humor.
Estaba acostumbrada a las riñas. Había tenido encontronazos con todas las personas con las que había trabajado e incluso había llegado a disparar a un superior, en la riña verdaderamente gorda que le había costado el rango y casi el trabajo. Pero nada de lo que había pasado antes en su irregular carrera, por no mencionar en su vida, la había afectado tanto como una conversación de cinco minutos que había mantenido con su vecino.
No fue su intención enfrentarse a Taymullah Azhar. Su objetivo era hacerle una simple invitación a su hija. Una investigación minuciosa -bueno, lo que para ella significaba una investigación minuciosa, que era comprar el What's On como un turista que venía a ver a la reina- le había informado de que un lugar llamado Museo Jeffrye ofrecía retratos de la historia social a través de maquetas de salones típicos de cada siglo. ¿No sería genial que Hadiyyah acompañara a Barbara al museo para cultivar su pequeña mente ávida de conocimiento con otro tipo de consideraciones que los piercings que llevaban en el ombligo actualmente las cantantes pop? Sería una excursión del norte al este de Londres. En resumen, sería tremendamente educativo. ¿Cómo podía Azhar, un sofisticado educador, oponerse a eso?
Pues resultó que con bastante facilidad. Cuando Barbara llamó a la casa al dirigirse al coche, le abrió la puerta y la escuchó educadamente como era su costumbre, con el aroma de un desayuno equilibrado y nutritivo flotando en el aire detrás de él como una acusación contra el ritual matutino de Barbara a base de Pop Tart y cigarrillos.
– Una especie de revés doble, podría llamarse -dijo Barbara para acabar la invitación, y justo cuando lo decía se preguntó de dónde diablos había salido eso del «revés doble»-. El museo se encuentra en una serie de antiguas casas de beneficencia, así que también se puede admirar la arquitectura histórica y social. El tipo de cosas que los niños ven al pasar sin saber qué están viendo, ya me entiendes. El caso es que pensé que podría ser… – ¿Qué?, se preguntó. ¿Una buena idea? ¿Una oportunidad para Hadiyyah? ¿Una forma de escapar a más castigos?
Era esto último, por supuesto. Barbara había pasado demasiadas veces por delante de la solemne carita castigada en la ventana. Ya era suficiente, joder, pensó. Azhar ya había dicho lo que quería decir. No tenía que seguir mortificando a la pobre niña con ello.
– Eres muy amable, Barbara -le dijo Azhar con su seria cortesía habitual-. Sin embargo, en la circunstancia en la que Hadiyyah y yo nos encontramos…
La niña apareció entonces detrás de él, al oír, al parecer, sus voces
– ¡Barbara! ¡Hola! -gritó, y sacó la cabeza por detrás del cuerpo delgado de su padre-. Papá, ¿puede entrar Barbara? Estamos desayunando, Barbara. Papá ha hecho tostadas y huevos revueltos. Es lo que estoy comiendo. Con sirope. El come yogur. -Arrugó la nariz, pero no porque su padre hubiera elegido desayunar eso, evidentemente, porque su siguiente frase fue-: Barbara, ¿ya has fumado? Papá, ¿no puede entrar Barbara?
– No puedo, amiguita -se apresuró a decir Barbara para que Azhar no tuviera que invitarla a pasar si quizá no quería-. Me voy a trabajar. Hay que mantener segura la ciudad para las mujeres, los niños y los animalitos peludos. Ya sabes cómo es esto.