Hadiyyah saltó de un pie a otro.
– Saqué buena nota en el examen de matemáticas -le confesó-. Papá me dijo que estaba orgulloso cuando lo vio.
Barbara miró a Azhar. Su rostro oscuro estaba sombrío.
– El colegio es muy importante -le dijo a su hija aunque mirando a Barbara mientras hablaba-. Hadiyyah, sigue desayunando, por favor.
– Pero ¿no puede Barbara…?
– Hadiyyah. -La voz era cortante-. ¿Qué acabo de decirte? ¿Y no te ha dicho Barbara que tiene que irse a trabajar? ¿Escuchas a los demás o simplemente deseas algo y haces oídos sordos a todo aquello que impida que tu deseo se cumpla?
Aquello parecía un poco cruel, incluso para los principios de Azhar. El rostro de Hadiyyah, radiante de felicidad, cambió al instante. Abrió mucho los ojos, pero no de sorpresa. Barbara vio que lo hacía para contener las lágrimas. Se retiró tragando saliva y se marchó a toda prisa hacia la cocina.
Azhar y Barbara se quedaron mirándose a los ojos. El parecía un testigo desinteresado de un accidente de tráfico; ella notó la señal de aviso de la ira que se filtraba en su estómago. En ese momento tendría que haber dicho: «Vale. Bien. Eso es todo, entonces. Tal vez nos veamos luego. Gracias», y haberse puesto en marcha, porque sabía que estaba adentrándose en terreno peligroso y metiéndose donde no la llamaban. Pero sostuvo la mirada a su vecino y se permitió sentir el ardor que le subía del estómago al pecho, donde formó un nudo que le quemaba. Cuando lo notó allí, Barbara habló.
– Te has pasado, ¿no te parece? Es sólo una cría. ¿Cuándo piensas darle un respiro?
– Hadiyyah sabe lo que tiene que hacer -contestó Azhar-. También sabe cuáles son las consecuencias cuando hace lo que le parece sin respetar las normas.
– De acuerdo. Muy bien. Entendido. Me lo grabaré a fuego. Me lo tatuaré en la frente. Lo que quieras. Pero ¿no crees que el castigo debería adecuarse al crimen? Y ya que estamos, ¿cómo la humillas de esa forma delante de mí?
– No la he…
– Sí -dijo Barbara entre dientes-. No has visto su cara. Y deja que te diga algo más porque me da la gana, ¿vale? La vida ya es bastante difícil, sobre todo para las niñas pequeñas. Lo último que necesitan es que sus padres se la compliquen más.
– Tiene que…
– ¿Quieres bajarle los humos? ¿Quieres meterla en cintura? ¿Quieres que sepa que no es la número uno en la vida de nadie y que nunca lo será? Pues deja que salga a la calle, Azhar, y captará el mensaje. No necesita oírlo de su padre, joder.
Barbara vio que había ido demasiado lejos. El rostro de Azhar -siempre sereno- se había cerrado por completo.
– Tú no tienes hijos -le contestó-. Si algún día tienes la suerte de ser madre, Barbara, pensarás lo contrario sobre cómo y cuándo debes castigar a tu hijo.
Fue la palabra «suerte» y todo lo que implicaba lo que permitió a Barbara ver a su vecino con otros ojos. Qué sucio, pensó. Pero ella también podía jugar a eso.
– No me extraña que se fuera, Azhar. ¿Cuánto tiempo tardó en ver cómo eras en realidad? Demasiado, supongo. Pero no sorprende mucho, ¿verdad? Después de todo, era inglesa y nosotras las inglesas jugamos con menos cartas de lo normal, ¿no?
Dicho esto, se dio la vuelta y lo dejó ahí, y se marchó disfrutando del breve triunfo que siente el cobarde al decir la última palabra. Pero era el simple hecho de haber oído aquella palabra lo que hacía que Barbara siguiera furiosa y mantuviera una conversación interna con un Azhar que no estaba presente, durante todo el tiempo que tardó en llegar hasta el centro de Londres. Así que después de dejar el coche en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard, seguía histérica y no se encontraba precisamente en el estado de ánimo adecuado para un día de trabajo productivo. También se sentía mareada por la nicotina y oía dentro de la cabeza un zumbido nítido que le aporreaba los glóbulos oculares.
Se detuvo en el baño de mujeres para echarse agua en la cara. Se miró al espejo y se odió a sí misma por rebajarse a examinar su imagen en búsqueda de las pruebas que Taymullah Azhar había visto durante todos aquellos meses que habían sido vecinos: una homo sapiens sin suerte, un ejemplar perfecto de las cosas que salen mal. Cero posibilidades de tener una vida normal, Barbara. Fuera lo que fuese eso.
– Que le den -susurró. ¿Quién era él, de todas formas? ¿Quién coño se creía que era?
Se pasó los dedos por el pelo corto, se enderezó el cuello de la camisa y se dio cuenta de que debería haberlo planchado… si tuviera plancha. Iba hecha casi un adefesio, pero era algo inevitable y no importaba. Tenía cosas que hacer.
En el centro de coordinación, descubrió que la reunión informativa de la mañana ya había comenzado. El comisario Lynley miró en su dirección mientras escuchaba algo que decía Winston Nkata, y no pareció muy contento mientras su mirada viajaba por detrás de ella hacia el reloj de la pared.
– … ceremonias de ira o venganza -estaba diciendo Winston-, según lo que me contó la señora de La Luna de Cristal. Lo buscó en un libro. Me dio un registro de visitantes de la tienda que querían recibir su boletín y también tiene recibos de tarjetas de crédito y códigos postales de los clientes.
– Comparemos los códigos postales con los lugares donde se hallaron los cuerpos -le dijo Lynley-. Haz lo mismo con el registro y los recibos. Quizá tengamos suerte. ¿Qué hay del mercado de Camden Lock? -Lynley miró a Barbara-. ¿Qué tienes sobre ese tienda, detective? ¿Has pasado esta mañana? -Que era su forma de decir: «Confío en que ése sea el motivo de que hayas llegado tarde».
Dios santo, pensó Barbara. El roce con Azhar había borrado de su mente cualquier otro tema. Buscó en su cabeza una excusa, pero la acción de la sabiduría la hizo recapacitar en el último momento. Optó por decir la verdad.
– He metido la pata -admitió-. Lo siento, señor. Cuando acabé en Coloso ayer, yo… No importa. Me pondré a ello enseguida.
Vio el intercambio de miradas a su alrededor y que los labios de Lynley se tensaban durante un instante, así que prosiguió a toda prisa en un intento de suavizar la situación.
– De todos modos, señor, creo que debemos avanzar en la dirección de Coloso.
– Eso crees. -La voz de Lynley era imperturbable, demasiado, pero decidió no hacer caso.
– Sí -contestó-. Tenemos posibles sospechosos y habrá más por investigar. Aparte de Jack Veness, que parece saber algo sobre todo el mundo, hay un tipo llamado Neil Greenham, que estuvo más servicial de lo que se podría esperar. Tenía un Evening Standard que me enseñó muy contento, por cierto. Y ese tal Robbie Kilfoyle, ¿el que estaba jugando a las cartas con el chico?, hace de voluntario en el cuarto de material. Reparte almuerzos como segundo trabajo…
– ¿En una furgoneta? -preguntó Lynley.
– En bicicleta. Lo siento -dijo Barbara con pesar-. Pero reconoció que su objetivo es conseguir un trabajo de verdad en Coloso si abren otro centro al otro lado del río. O sea que tiene un motivo para hacer que otra persona parezca…
– Ir matando a los usuarios no parece que vaya a proporcionárselo, ¿verdad, Havers? -la interrumpió John Stewart mordazmente.
Barbara no hizo caso a la indirecta,
– Su competencia podría ser un tipo llamado Griff Strong -prosiguió-, quien ha perdido sus dos últimos trabajos en Stockwell y Lewisham porque, según él, no se llevaba bien con las mujeres que trabajaban con él. Son cuatro posibles sospechosos y todos están en la franja de edad del perfil, señor.
– Los investigaremos -asintió Lynley. Y justo cuando Barbara creía que se había redimido, Lynley le pidió a John Stewart que asignara esa tarea a alguien y le dijo a Nkata que indagara en los antecedentes del reverendo Savidge y que, mientras tanto, se ocupara de los entresijos del gimnasio Square Sour en Swiss Cottage y de un taller de reparación de coches en North Kensington. Luego asignó más tareas relacionadas con el taxista que había llamado al 112 para informar del cuerpo del túnel de Shand Street y el coche abandonado donde habían dejado el cadáver. Recogió un informe sobre escuelas de cocina de Londres (no tenían inscrito a ningún Jared Salvatore antes de volverse hacia Barbara y decir-: Te veo en mi despacho, detective. -Se marchó del centro de coordinación con un «A trabajar, pues» para el resto del equipo, dejando a Barbara que lo siguiera. Advirtió que nadie la miraba mientras desfilaba detrás de Lynley.