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Barbara optó por el coche. Ideó una ruta que habría hecho justicia el propio Dédalo y logró llegar a Westminster con sólo once minutos y medio de retraso. Aun así, sabía que nada que no fuera puntualidad satisfaría a Hillier, así que dobló la esquina a toda prisa cuando llegó a Victoria Street y, en cuanto hubo aparcado, fue corriendo a los ascensores.

Se detuvo en la planta donde estaba el despacho temporal de Lynley, con la esperanza de que hubiera retenido a Hillier durante esos once minutos y medio extra que llevaba de retraso. Pero no lo había hecho, o al menos eso sugería su despacho vacío. Dorothea Harriman, la secretaria del departamento, le confirmó su conclusión.

– Está arriba con el subinspector, detective -le dijo-. Ha dicho que subiera y se reuniera con ellos. ¿Sabe que se le ha descosido el dobladillo de los pantalones?

– ¿Sí? Mierda -dijo Barbara.

– Tengo una aguja si quiere.

– No tengo tiempo, Dee. ¿Tienes un imperdible?

Dorothea fue hacia su mesa. Barbara sabía que era improbable que la mujer tuviera un imperdible. De hecho, Dee iba siempre tan perfecta que resultaba difícil imaginar que tuviera una aguja.

– No tengo ninguno, detective. Lo siento. Pero siempre le queda esto. -Le enseñó una grapadora.

– Adelante. Pero que sea rápido. Llego tarde -dijo Barbara.

– Lo sé. También se le está cayendo un botón del puño -observó Dorothea-. Y también… detective, tiene… ¿Eso del trasero es una pelusa?

– Oh, mierda, mierda -dijo Barbara-. Da igual. Tendrá que aceptarme tal como soy.

Y seguramente no sería con los brazos abiertos, pensó mientras pasaba al edificio de oficinas y cogía el ascensor para subir al despacho de Hillier. Llevaba cuatro años queriéndola echar, y sólo la intervención de terceras personas se lo había impedido.

La secretaria de Hillier, que siempre se refería a sí misma como Judi con i latina Macintosh, le dijo a Barbara que pasara directamente. Sir David, dijo, la estaba esperando. Llevaba esperando con el comisario en funciones Lynley unos cuantos minutos, añadió. Esbozó una sonrisa poco sincera y señaló la puerta.

Dentro, Barbara encontró a Hillier y Lynley terminando una conferencia con alguien que, a través de los altavoces del teléfono, hablaba de «prepararse para iniciar una campaña de lavado de imagen».

– Entonces, imagino que convocaremos una rueda de prensa -dijo Hillier-. Y tendrá que ser pronto, si no queremos que parezca que sólo lo hacemos para apaciguar a la prensa. ¿Para cuándo puedes organizarlo?

– Ahora mismo nos encargamos. ¿Hasta qué punto quieres involucrarte?

– Mucho. Y con el compañero adecuado cerca.

– Bien. Ya te llamaré, David.

«David y lavado de imagen», pensó Barbara. Era obvio que quien hablaba era un arrogante de la DAR

Hillier terminó la conversación y miró a Lynley.

– ¿Y bien? -dijo, y entonces vio a Barbara junto a la puerta-. ¿Dónde diablos se había metido, detective?

Al traste su oportunidad de hacerle la pelota, pensó Barbara.

– Lo siento, señor -dijo mientras Lynley giraba su silla-. Había un tráfico mortal.

– La vida es mortal -dijo Hillier-. Pero eso no nos impide vivirla.

Monarca absoluto de la maldita incongruencia, pensó Barbara. Miró a Lynley, quien levantó el índice aproximadamente un centímetro a modo de advertencia.

– Sí, señor -dijo Barbara, y se reunió con los dos policías en la mesa de conferencias a la que Lynley estaba sentado y hacia la que Hillier se había trasladado cuando había finalizado la conversación telefónica. Retiró una silla y se sentó en ella tan discretamente como pudo.

Barbara echó un vistazo a la mesa y vio cuatro grupos de fotografías que mostraban cuatro cadáveres. Desde su posición, parecían ser chicos jóvenes, adolescentes, tumbados boca arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho a la manera de las efigies de las tumbas. Parecerían dormidos si no tuvieran el rostro cianótico y marcas de ataduras alrededor del cuello.

Barbara torció la boca.

– Dios santo -dijo-. ¿Cuándo los han…?

– Durante los últimos tres meses -contestó Hillier.

– ¿Tres meses? Pero ¿por qué nadie me…? -Barbara miró a Hillier y luego a Lynley. Vio que parecía muy preocupado; Hillier, siempre el animal más político, se mostraba cauto-. No he oído ni el más mínimo rumor sobre esto. Ni leído una palabra en los periódicos. Ni visto ningún reportaje en la tele.

– Cuatro muertes. El mismo modus operandi. Todas las víctimas son jóvenes. Todas las víctimas son hombres.

– Por favor, intenta reducir el tono de presentador de informativos histérico de la televisión por cable -dijo Hillier.

Lynley cambió de posición en la silla. Miró a Barbara. Sus ojos marrones le decían que se mordiera la lengua y no dijera lo que todos pensaban hasta que lograran quedarse solos en algún lugar.

Muy bien, pensó Barbara, lo haría.

– ¿Quiénes son entonces? -preguntó con voz prudente y profesional.

– A, B, C y D. No tenemos ningún nombre.

– ¿Nadie ha denunciado su desaparición? ¿En tres meses?

– Evidentemente, es parte del problema -respondió Lynley.

– ¿Qué quiere decir? ¿Dónde los encontraron?

Hillier señaló una de las fotografías mientras hablaba.

– El primero… en Gunnersbury Park. El 10 de septiembre. Lo encontró a las ocho quince de la mañana un tipo que hacía footing y al que le entraron ganas de hacer pis. Dentro del parque hay un viejo jardín, tapiado en parte, no muy lejos de Gunnersbury Avenue. Parece que accedieron por allí. Hay dos entradas cerradas con tablas que dan justo a la calle.

– Pero no murió en el parque -observó Barbara, señalando con la cabeza la foto en la que se veía al chico tendido en decúbito supino sobre un lecho de hierbajos que crecían en la intersección de dos paredes de ladrillo. En las inmediaciones no había indicios de forcejeo. Tampoco había, en todo el fajo de fotografías correspondientes a aquella escena del crimen, fotos de las pruebas que uno espera encontrar en el lugar donde se ha producido un asesinato.

– No. No murió allí. Y éste tampoco. -Hillier cogió otra pila de fotografías. Aquí, el cuerpo de otro chico delgado estaba sobre el capó de un coche, colocado tan cuidadosamente como el primer muerto de Gunnersbury Park-. A éste lo encontraron en un aparcamiento de pago al final de Queensway. Cuatro semanas después.

– ¿Qué dice la brigada de homicidios de la zona? ¿Hay algo en las cámaras de circuito cerrado?

– El aparcamiento no tiene cámaras -Lynley respondió la pregunta de Barbara-. Hay un cartel que advierte de que «puede» haber cámaras en las instalaciones. Pero es todo. Se supone que con eso cubren la seguridad.

– Éste fue en Quaker Street -prosiguió Hillier, señalando un tercer grupo de fotografías-. En un almacén abandonado cerca de Brick Lane. El 25 de noviembre. Y éste… -cogió el cuarto fajo y se lo entregó a Barbara- es el último. Lo encontraron en Saint George's Gardens. Hoy.

Barbara echó un vistazo a las últimas fotos. En ellas, el cuerpo de un adolescente yacía desnudo sobre una tumba cubierta de líquenes. La propia tumba descansaba sobre un césped no muy lejos de un sendero sinuoso. Más allá, una pared de ladrillo cercaba no un cementerio -como esperaría uno ante la presencia de la tumba-, sino un jardín. Después de la pared parecía haber una calle de casas bajas y detrás, un bloque de pisos.

– ¿Saint George's Gardens? -preguntó Barbara-. ¿Dónde está eso?