Aquello sonaba relativamente esperanzados Barbara le preguntó si recordaba a alguien que le hubiera pedido aceite de ámbar gris últimamente.
Wendy frunció el ceño. Entonces, puso los ojos en blanco mientras, al parecer, desaparecía en los recovecos de su mente para encontrar una respuesta.
– ¿Hola? -dijo Barbara-. Eh. Wendy. ¿Sigue aquí?
– No te molestes, cielo -dijo una voz cercana-. Lleva treinta y pico años drogándose. Ya no tiene muchos muebles en la cabeza, ya me entiende.
Barbara miró a su alrededor y vio que la persona que le había hablado estaba sentada frente a la caja registradora de una tienda mayor dentro de la cual Wendy tenía su puesto. Como la propia Wendy desapareció en dirección al pub una vez más, Barbara se acercó a la otra mujer, que se presentó como la sufrida hermana de Wendy, Pet. Era el diminutivo de Petula, le explicó. Llevaba toda la vida dejando que Wendy montara su puesto en la tienda, pero que apareciera o no un día determinado era algo que dependía del azar.
Barbara le preguntó qué sucedía los días que Wendy no aparecía. ¿Qué pasaba si alguien quería comprar algo del tenderete? ¿Se ocupaba Pet de hacer la venta por su hermana?
Pet negó con la cabeza, tenía el pelo gris como el de Wendy, pero llevaba una permanente tan fuerte que los rizos parecían virutas de acero. Le explicó que Wendy podía tener su espacio en la tienda siempre que pagara, pero que si quería ganar dinero y seguir alejada de la cloaca en la que, al parecer, residió durante una década o dos antes de La nube de Wendy, tenía que vestirse, aparecer, abrir y ocuparse de las ventas. Su hermana pequeña no iba a hacerlo por ella.
– Así que, si alguien ha estado comprando aceite de ámbar gris, ¿usted no lo sabría? -dijo Barbara.
Pet contestó que no. Le dijo que, en el mercado de Camden Lock, la gente iba y venía todo el tiempo; los fines de semana eran una locura; había gente de todo tipo: turistas, adolescentes, parejas, familias con niños pequeños que buscaban una forma económica de pasar el rato, clientes habituales, carteristas, ladrones. En parte para disculparse, continuó diciendo que no podía esperarse que uno recordara quién había comprado qué en su propia tienda, menos aún quién había realizado una compra en el tenderete de su hermana; y concluyó afirmando que si alguien podía decirle a la detective quién había comprado en La nube de Wendy, sería la propia Wendy. Pero, lamentablemente, según le dijo su propia hermana, Wendy se pasaba la mayor parte del tiempo en las nubes.
Barbara sabía que no iba a sacar nada más de su inútil viaje al otro lado de la ciudad. Se despidió de Pet, pero le dejó su número de móvil por si se daba el caso improbable de que Wendy bajara a la tierra el tiempo suficiente como para recordar algo pertinente, y luego se largó.
Para que la aventura no fuera una absoluta pérdida de tiempo, Barbara realizó dos paradas más. La primera fue en un tenderete que había en uno de los pasillos. Su colección de camisetas con mensaje siempre necesitaba incrementarse, así que inspeccionó las creaciones de Pig & Co. Descartó «Princesa en forma» y «Mi mamá y mi papá fueron al mercado de Camden Lock y lo único que me trajeron fue esta horrible camiseta» y se decidió por una que ponía «Me paro a mirar a los alienígenas» impreso debajo de una caricatura del primer ministro atrapado bajo las ruedas de un taxi londinense.
Pagó la compra y decidió que necesitaba una comida rápida. Una parada en el puesto de patatas asadas sirvió. Escogió un relleno de ensalada de repollo, zanahoria y cebolla con mayonesa, gambas y maíz y, con un tenedor de plástico, se la llevó fuera del mercado, donde comió mientras iniciaba la excursión de regreso al coche.
Condujo en dirección a su propia casa, hacia el noroeste por Chalk Farm Road. Sin embargo, se había alejado casi cien metros de la entrada del mercado de Camden Lock cuando oyó que el móvil le sonaba en el fondo del bolso, lo que la obligó a detenerse, mantener en equilibrio la patata asada encima de un cubo de basura en la primera esquina y sacar el teléfono. Quizá Wendy había vuelto en sí y le había dado a su hermana una información útil que Pet deseaba transmitirle… De esperanzas vive el hombre.
– Havers -dijo Barbara animada, y alzó la mirada justo a tiempo para ver pasar una furgoneta, que aparcó en zona prohibida en la entrada lateral del mercado de Stables, un antiguo establo para caballos de artillería que hacía ya tiempo que se había dedicado a usos comerciales justo en la calle de Camden Lock. Barbara la observó despreocupadamente mientras Lynley le hablaba.
– ¿Dónde estás, detective?
– En Camden Lock, como me ordenó -dijo Barbara-. Ningún resultado, me temo. -Delante de ella, un hombre se bajó de la furgoneta. Iba vestido raro, incluso para el frío que hacía, con un gorro rojo con una borla, gafas de sol, mitones y un grueso abrigo negro que le llegaba a los tobillos. «Un abrigo demasiado grueso», pensó Barbara, y lo observó con curiosidad. Era la clase de abrigo bajo el que podrían esconderse explosivos. Examinó más detenidamente la furgoneta mientras el hombre se dirigía a la parte de atrás. Era púrpura con letras blancas en el lateral. Barbara se situó para verla mejor. Lynley seguía hablándole al oído.
– Así que ponte con ello enseguida -estaba diciendo-. Puede que, después de todo, tengas razón acerca de Coloso.
– Lo siento -dijo Barbara a toda prisa-. Le he perdido un momento, señor. Mala cobertura, estos malditos móviles… ¿Me lo repite?
Lynley le dijo que alguien del Equipo Dos del detective Stewart había dado con una información sobre Griffin Strong. Al parecer, el señor Strong podría haber sido más comunicativo acerca de su marcha de los servicios sociales antes de entrar a trabajar en Coloso. Mientras Strong trabajaba de asistente social en su último empleo en Stockwell, había muerto un niño en acogida que se encontraba bajo su responsabilidad. Era momento de investigar un poco más a Strong. Lynley le dio la dirección del hombre y le dijo que empezara por ahí. Vivía en una urbanización de viviendas subvencionadas en Hopetown Street. «El», le dijo Lynley. Continuó diciendo que ya sabía que había un buen trecho en coche. Insinuó que podía mandar a otro, pero, inmediatamente, le recordó que ella había sido la que más había insistido en lo de Coloso.
Barbara no sabía si estaba arrepentido, si intentaba reparar el daño causado, o si se había dado cuenta, de repente, de que su mal día no tenía que convertirse en un mal día para todo el mundo. De todos modos, eso ya no importaba. Le aseguró que cogería lo que pudiera, y que, de hecho, mientras hablaban, iba de regreso a su coche.
– Bien -dijo Lynley-, a ello, pues. -Colgó antes de que Barbara pudiera contarle lo que había pensado mientras observaba la furgoneta púrpura que tenía delante y al hombre en la parte de atrás que estaba descargando unas cajas.
Se acercó a la furgoneta y le echó un vistazo. Las letras del lateral indicaban que el vehículo era de Mr. Magic, y tenía un número de teléfono de Londres. «Sería el hombre del abrigo», pensó Barbara, porque, además de para ocultar explosivos, la prenda sin duda era perfecta para esconder de todo, desde palomas a un perro salvaje.
Mientras Barbara se aproximaba, todavía con la patata asada en mano, el hombre cerró las puertas traseras de la furgoneta pegando un portazo con el pie. Había dejado encendidas las luces de emergencia, sin duda con la esperanza de que aquello evitara que un guardia urbano lo multara.
– Disculpe -le dijo a Barbara al verla-. ¿Podría pedirle…? Sólo estaré dentro un minuto. Es para llevar esto… -dijo, señalando con la cabeza las dos cajas que sostenía en los brazos- a la tienda. ¿Puede echar un vistazo? Por aquí son unos despiadados con el aparcamiento.
– Claro -dijo Barbara-. ¿Es usted Mr. Magic?
El hombre torció el gesto.