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– ¿Qué pensó?

– Pues que era bueno que tuviera una válvula de escape. Estaba enfadado. Sentía que le habían tocado unas cartas pésimas en la vida y quería cambiar eso; pero ahora veo que quizá el gimnasio era el modo de intentar realizar ese cambio, ya sabe, a través de los hombres que iban allí.

Nkata agudizó el interés.

– ¿En qué sentido?

– No en el que está pensando -dijo Savidge.

– Entonces, ¿cómo?

– ¿Cómo? Como todos los chicos. Sean anhelaba estar con hombres a los que poder admirar. Es bastante normal. Sólo le ruego a Dios que no fuera eso lo que lo mató.

Hopetown Road se extendía al este de Brick Lane, y se adentraba en una poblada zona de Londres que había sufrido t res remodelaciones como mínimo durante la vida de Barbara Havers. El barrio aún tenía muchas tiendas de ropa al por mayor de aspecto mugriento y, al menos, una cervecería que llenaba el aire de olor a levadura, pero, a lo largo de los años, los habitantes judíos habían dejado paso a los caribeños y luego a los bengalíes.

Brick Lane intentaba sacar el mayor provecho a su más reciente componente étnico más reciente. Abundaban los restaurantes extranjeros y, en las aceras, las farolas tenían adornos suspendidos entre elementos decorativos de hierro afiligranado. «Esto no se ve en Chalk Farm», pensó Barbara.

Encontró la casa de Griffin Strong justo enfrente de un pequeño prado donde las lomas proporcionaban a los niños un espacio para jugar, asimismo, un banco de madera ofrecía a quienes los vigilaban un lugar donde sentarse. La residencia Strong era una de las sencillas casas adosadas de ladrillo rojo, cuya individualidad se expresaba a través de la elección de la puerta principal, de la valla de la entrada, y del aspecto del jardín de la parte delantera. Los Strong habían optado por un dibujo de tablero de ajedrez de grandes baldosas y lo habían cubierto con plantas vanadas que alguien cuidaba con devoción. La valla era de ladrillo, como la casa; y la puerta, de roble con una vidriera oval en el centro. «Todo muy bonito», pensó Barbara.

Cuando llamó al timbre, le abrió una mujer. Vestía un chándal morado y llevaba en brazos a un niño que lloraba.

– ¿Sí? -preguntó, hablando por encima de un programa de gimnasia que llegaba del interior de la casa. Barbara le enseñó la placa. Le dijo que le gustaría hablar con el señor Strong, si se encontraba en casa.

– ¿Es usted la señora Strong? -añadió. -Soy Arabella Strong -dijo la mujer-. Pase, por favor. Deje que me ocupe un segundo de Tatiana. -Y llevó al bebé llorón al interior de la casa, Barbara la siguió al interior.

En el salón, Arabella dejó a la niña en el sofá de piel, donde, encima de una mantita rosa, había un biberón rosa más pequeño de agua caliente. Puso a la niña boca arriba, le colocó unos cojines alrededor y le puso el biberón de agua caliente sobre el abdomen.

– Tiene cólicos -le dijo a Barbara por encima del ruido-. Parece que el calor funciona.

Resultó ser verdad. Al cabo de unos momentos, los gritos de Tatiana se convirtieron en gimoteos, así que el barullo restante de la sala ya sólo procedía de la tele. En ella, se podía ver a una mujer de formas imposibles decir entre jadeos «abdominales inferiores, vamos, abdominales inferiores, vamos», al tiempo que elevaba rítmicamente las piernas y las caderas tumbada en el suelo. Mientras Barbara miraba, la mujer de la televisión, de repente, se puso de pie de un salto y ofreció a la cámara una vista lateral de su abdomen. Era plano como una tabla de planchar. Obviamente, se trataba de alguien que desconocía lo bueno de la vida. Como los PopTarts, las patatas Kettle, el bacalao rebozado y las patatas fritas con litros de vinagre. Zorra estúpida.

Arabella utilizó el mando para apagar el televisor y el vídeo.

– Imagino que se dedicará a eso dieciséis horas al día. ¿Usted qué piensa? -preguntó.

– Rubens estará revolviéndose en su tumba, en mi opinión; y, a ésa, habría que sacrificarla.

Arabella se rió. Se hundió en el sofá junto a su bebé y le señaló a Barbara una silla. Cogió una toalla y se la puso en la frente.

– Griff no está -dijo-. Está en la fábrica. Tenemos un negocio de estampación.

– ¿Dónde está exactamente? -Barbara se sentó y sacó su libreta del bolso. La abrió para anotar la dirección.

Arabella le mostró que estaba en Quaker Street, y Barbara se lo apuntó.

– Es por ese chico, ¿verdad? ¿El que fue asesinado? Griff me lo ha contado. Kimmo Thorne se llamaba; y por lo del otro chico que ha desaparecido, Sean.

– Sean también está muerto. Su padre de acogida lo ha identificado.

Arabella, ante aquellas palabras, reaccionó mirando al bebé.

– Lo siento. Griff está destrozado por lo de Kimmo. Se sentirá igual cuando sepa lo de Sean.

– Tengo entendido que no es la primera vez que muere alguien que está bajo su cuidado.

Arabella acarició la cabeza pelona de Tatiana y su semblante dulce antes de contestar.

– Como le he dicho, Griff está destrozado. El no tiene nada que ver con la muerte de ninguno de los dos chicos, ni con ninguna otra, ni en Coloso ni en ningún otro sitio.

– Pero le hace parecer un poco negligente, ya me entiende.

– Pues yo no lo veo así.

– O es negligente con la vida de los demás o tiene muy mala suerte. ¿Usted qué cree que es?

Arabella se levantó. Se acercó a una librería metálica que había en un lado de la sala y cogió un paquete de cigarrillos. Incendió uno nerviosa y le dio una calada igual. Arabella lo necesitaba: le iba a costar trabajo recuperar la forma. Era bastante guapa, tenía buen cutis, ojos bonitos, y un pelo oscuro y sedoso, pero parecía que había subido demasiados kilos durante el embarazo. Seguramente creyó que debía comer por dos.

– Si lo que busca son coartadas, que es lo que está buscando, ¿verdad?, Griff la tiene. Se llama Ulrike Ellis. Si ha estado en Coloso, la habrá conocido.

Aquel giro era realmente interesante. No la relación entre Ulrike y Griff, una probabilidad que Barbara ya había tenido en cuenta, sino el hecho de que Arabella tuviera conocimiento de ella, y que no pareciera afectarla. ¿De qué iba todo aquello?

Pareció que Arabella le leía el pensamiento.

– Mi marido es débil -dijo-, como todos los hombres. Cuando una mujer se casa, lo hace sabiéndolo y decide de antemano qué va a aceptar cuando al final esa debilidad aflore. Nunca sabe cómo va a manifestarse esa debilidad, pero supongo que eso forma parte del viaje de descubrimiento. ¿Será la bebida, la comida, el juego, el trabajo excesivo, otras mujeres, la pornografía, el fanatismo por el fútbol, la adicción a los deportes, a las drogas? En el caso de Griff, resultó ser la incapacidad de rechazar a una mujer; aunque tampoco me sorprende, teniendo en cuenta cómo se le echan encima.

– Debe de ser difícil estar casada con alguien tan… -Barbara buscó la palabra correcta.

– ¿Guapo? ¿Divino? -sugirió Arabella-. ¿Un apolo? ¿Un narciso? No, no es nada difícil. Griff y yo pensamos seguir casados. Los dos venimos de hogares rotos y no tenemos ninguna intención de que Tatiana viva eso. Lo que pasa es que he sido capaz de ver las cosas objetivamente. Hay cosas peores que un hombre que cede a las insinuaciones de las mujeres. Griff ya ha pasado por eso antes, detective. Y no le quepa duda de que volverá a pasar por ello.

Al oír esas palabras, Barbara quiso sacudir la cabeza para salir de su perplejidad. Estaba acostumbrada a que las mujeres lucharan por su hombre, a que buscaran venganza tras una infidelidad o a que se hicieran daño, a ellas mismas o a otros, cuando se enfrentaban a un marido adúltero; pero no podía evitar extrañarse ante aquella reacción. ¿Un análisis tranquilo, aceptación y c'est la vié Barbara no pudo decidir si Arabella Strong era una persona madura, desesperada, alguien que se tomaba las cosas con filosofía o, simplemente, una mujer que estaba como una cabra.