– ¿Y cómo funciona la coartada de Ulrike?
– Compare las fechas de los asesinatos con sus ausencias de casa. Habrá estado con ella.
– ¿Toda la noche?
– El tiempo suficiente.
Eso era verdaderamente oportuno. Barbara se preguntó cuántas veces se habrían llamado entre los tres para tramar algo así. También se preguntó hasta qué punto la reacción de Arabella era aceptación plácida y hasta qué punto era, en realidad, el resultado de la vulnerabilidad de una mujer que tenía un bebé al que cuidar. Arabella necesitaba que su hombre se ganara los garbanzos si ella quería quedarse en casa y cuidar a Tatiana.
Barbara cerró la libreta y le dio las gracias a Arabella por dedicarle su tiempo y hablarle abiertamente de su marido. Sabía que si tenía que sacar algo más de su viaje al este de Londres, no sería allí.
De vuelta en su coche, sacó el callejero y buscó dónde estaba Quaker Street. La suerte se alió con ella por una vez. Vio que quedaba justo debajo de las vías del tren que llevaban a la estación de Liverpool Street. Parecía que era una calle corta de único sentido que conectaba Brick Lane con Commercial Street. Podía ir a pie y quemar, al menos, un bocado del Pop Tart que se había comido por la mañana. La patata asada que había inferido en Camden Lock tendría que esperar.
– No damos abasto para atender las llamadas, Tommy -dijo John Stewart. El detective había dejado un documento perfectamente grapado justo delante de él. Mientras hablaba, alineaba las esquinas del informe con la curva de la mesa de reuniones. Se enderezó la corbata, se miró las uñas y paseó la mirada por la sala como para evaluar en qué condiciones estaba, recordándole a Lynley, como hacía siempre, que la mujer de Stewart seguramente tenía más de una razón para pedirle el divorcio-. Tenemos padres histéricos por todo el país -prosiguió-. Doscientos chicos desaparecidos por el momento. Necesitamos más ayuda con los teléfonos.
Estaban en el despacho de Lynley, intentando ver cómo podían realizar cambios en el despliegue del personal. No disponían de los hombres suficientes y Stewart tenía razón. Sin embargo, Hillier se había negado a darles más si no obtenían algún resultado. Lynley pensaba que eso era lo que habían logrado al identificar otro cadáver: Antón Reid, de catorce años, la primera víctima de su asesino cuyo cuerpo había aparecido en Gunnersbury Park. Antón, un chico mestizo, había desaparecido de Furzedown el ocho de septiembre. Era miembro de una banda y contaba con detenciones por agravio malicioso, allanamiento de morada, hurto menor y agresión, delitos que había comunicado a New Scotland Yard aquel día la comisaría de Mitcham Road, donde admitían haber pensado que Antón era otro chico que se había escapado de casa la primera vez que sus padres denunciaron su desaparición. «Los periódicos van a liarla cuando conozcan ese dato», le había dicho Hillier a Lynley por teléfono al darle la noticia. Así que ambos se preguntaban cuándo iba el comisario a tener algo para presentar al departamento de prensa que no fuera una maldita identidad para otro cuerpo.
– Ponte con ello -dijo el subinspector para despedirse-. Supongo que no necesitáis que baje a limpiaros el culo. ¿O sí?
Lynley se había mordido la lengua y contenido el genio. Había llamado a Stewart a su despacho y estaban sentados, revisando los informes de actuación.
Definitivamente, Antivicio no tenía nada acerca de los chicos identificados, exceptuando a Kimmo Thorne. Aparte de Kimmo, ningún otro había participado en actividades sexuales ilícitas como chapero, travestido o prostituto callejero. Y, a pesar de sus accidentadas historias, no podían asociar a ninguno con la venta o la compra de drogas.
El interrogatorio al taxista que había descubierto el cuerpo de Sean Lavery en el túnel de Shand Street no les había aportado nada. Comprobaron los antecedentes del hombre y habían dado con un historial impecable, sin una multa de aparcamiento que manchara su reputación.
No podían relacionar el Mazda del túnel con nadie que tuviera que ver con la investigación, ni siquiera tangencialmente. Al no tener matrícula, ni motor, y como la carrocería estaba quemada, era imposible saber a quién había pertenecido, y ningún testigo podía certificar cómo había acabado en el túnel en primer lugar o, ni siquiera, cuánto tiempo llevaba allí.
– Es un callejón sin salida -dijo Stewart-. Será mejor que empleemos nuestros recursos humanos en otra cosa. También sugiero que reconsideremos la vigilancia de las escenas del crimen.
– ¿No tenemos nada?
– Nada.
– Dios mío, ¿cómo puede ser que nadie haya visto nada de lo que merezca la pena informar? -Lynley sabía que su pregunta se consideraría retórica y así fue. También conocía la respuesta. Era una ciudad grande. En el metro y en la calle, la gente evitaba mirarse a los ojos. La filosofía del «yo no he visto nada, yo no he oído nada, déjeme en paz» era el cáncer del trabajo de policía-. Cabría pensar que, como mínimo, alguien habría visto que incendiaban un coche o el coche ardiendo, por el amor de Dios.
– En cuanto a… -Stewart hojeó sus papeles pulcramente ordenados-. Hay alguna que otra alegría en cuanto a los antecedentes; por el momento, Robbie Kilfoyle y Jack Veness, dos de los tipos de Coloso.
Resultó que estos dos hombres de Coloso tenían antecedentes juveniles. El tema de Kilfoyle no tenía mucha importancia. Stewart leyó una lista de problemas de absentismo escolar, vandalismo denunciado por los vecinos, y miraditas en ventanas que no eran las suyas. Todas las incidencias le parecieron tonterías, excepto que fue dado de baja con deshonor del ejército.
– ¿Por?
– Por ausentarse sin permiso continuamente.
– ¿Qué conexión estableces?
– Estaba pensando en el perfil. Problemas disciplinarios, incapacidad para obedecer órdenes: parece encajar.
– Superficialmente -dijo Lynley. Antes de que Stewart pudiera ofenderse, añadió-: ¿Qué más? ¿Hay algo más sobre Kilfoyle?
– Trabaja repartiendo sándwiches en bicicleta a la hora de comer, para una empresa que se llama… -dijo, a la vez que consultaba sus notas-, Mr. Sándwich. Así acabó en Coloso, por cierto. Les entregaba pedidos, los conoció y comenzó a trabajar de voluntario después del reparto de sándwiches. Lleva allí unos años.
– ¿Dónde está eso? -preguntó Lynley.
– ¿Mr. Sándwich? En Gabriel's Wharf. -Cuando Lynley alzó la mirada al oír aquello, Stewart sonrió-. Así es; donde está La luna de cristal.
– Bien hecho, John. ¿Qué hay de Veness?
– Aún más alegrías. Fue un chico Coloso. Está allí desde los trece años. Era un pequeño pirómano, el tío. Empezó con pequeños fuegos por el barrio, pero la cosa se intensificó al quemar varios vehículos y luego una casa. Por ésa lo pillaron, pasó un tiempo en el reformatorio y luego entró en Coloso. Es su ejemplo más brillante. Lo llevan a los actos para recaudar dinero. Suelta el rollo sobre cómo Coloso le salvó la vida, tras lo cual pasan la gorra o lo que sea.
– ¿Dónde vive?
– Veness… -Stewart consultó sus notas-. Tiene una habitación en Bermondsey. Da la casualidad de que no está lejos del mercado donde Kimmo Thorne vendía la plata robada y todo eso, ¿recuerdas? En cuanto a Kilfoyle, tiene un piso en Granville Square, en Islington.
– Una zona elegante para un chico que reparte sándwiches -observó Lynley-. Verifícalo. Investiga también al otro tipo, Neil Greenham. Según el informe de Barbara…
– ¿Realmente ha hecho un informe? -preguntó Stewart-. ¿Qué milagro lo ha provocado?
– Daba clase en una escuela de primaria en el norte de Londres -siguió diciendo Lynley-. Tuvo un desacuerdo de algún tipo con su superior por un tema de disciplina, al parecer. Acabó dimitiendo. Que alguien lo investigue.