– Un tipo blanco estuvo merodeando por el gimnasio poco antes de que Sean desapareciera -dijo Nkata-. Llamó la atención porque no hay muchos blancos que vayan por ahí. Parece ser que una noche estaba en el pasillo, justo por fuera de la sala de pesas y, cuando uno de los levantadores de pesas le preguntó qué quería, contestó que era nuevo en el barrio y que sólo buscaba un sitio para hacer ejercicio; pero nunca entró ni en el gimnasio, ni en el vestuario, ni en la sauna. No preguntó qué había que hacer para inscribirse ni nada por el estilo. Sólo apareció en el pasillo.
– ¿Tienes una descripción?
– He pedido un retrato robot por ordenador. El tipo del gimnasio cree que podría ayudarnos a hacer un dibujo del hombre; enseguida me ha dicho que era imposible que encajara allí, que no era un levantador de pesas, sino un tipo pequeñito y delgado, de cara alargada. Creo que tenemos una posibilidad, jefe.
– Bien hecho, Winnie -dijo Lynley.
– A eso llamo yo un buen trabajo -añadió John Stewart, lanzando una indirecta-. Te quiero en mi equipo siempre, Winston, y felicidades por tu ascenso. Creo que aún no te lo había dicho.
– John -Lynley intentó tener paciencia. Esperó a encontrarla antes de proseguir-, llevaos los malos rollos fuera, por favor. Llama a Hillier. Mira a ver si puedes conseguir personal para vigilancia. Winston, Kilfoyle trabaja en un lugar llamado Mr. Sándwich, en Gabriela Wharf. Intenta establecer una conexión entre él y La luna de Cristal.
Los hombres recogieron, se marcharon y dejaron a Havers atrás para que Lynley hablara con ella. El comisario esperó a que cerraran la puerta para hacerlo.
Ella habló primero, en voz baja, pero todavía furiosa.
– No tengo por qué coño aguantar que…
– Lo sé -dijo Lynley-, Barbara, ya lo sé. Se ha pasado. Tenías derecho a reaccionar; pero, por otro lado, quieras admitirlo o no, le has provocado.
– ¿Que le he provocado? ¿Que le he provocado para que diga…? -Pareció incapaz de terminar. Se arrellanó en una silla-. A veces no lo conozco.
– A veces -contestó Lynley-, ni yo me conozco.
– Entonces…
– No has provocado las palabras -dijo Lynley interrumpiéndola-, son inexcusables; pero has provocado que las dijera. -Se sentó con ella a la mesa. Estaba exasperado y no era buena señal. La exasperación significaba que pronto podían acabársele las ideas para conseguir que Barbara Havers recuperara su rango de sargento. También significaba que pronto podían acabársele las ganas de hacerlo-. Barbara, ya sabes cómo funciona esto. Es un trabajo de equipo, y se requiere responsabilidad: aceptar la tarea que te asignan y llevarla a cabo; entregar el informe; esperar la siguiente misión. Cuando hay una situación como ésta, en la que treinta personas y pico confían en que hagas lo que se te ha pedido que hagas… -Levantó una mano y la dejó caer.
Havers lo miró. Lynley la miró. Y, entonces, fue como si se levantara un velo entre ellos, y ella lo comprendió.
– Lo siento, señor -dijo-. ¿Qué puedo decir? No necesita más presión y yo se la añado, ¿verdad? -Se movió nerviosamente en la silla, y Lynley supo que estaba deseando fumarse un cigarrillo, hacer algo con las manos, estimular su cerebro con nicotina. Quería darle permiso para fumar; también quería que se explayara. Algo tenía que estallar en el interior de esa mujer o estaría pérdida para siempre-. A veces, me harto de que todo en esta vida cueste tanto esfuerzo, ¿sabe? – ¿Qué pasa en casa?
Ella se río. Estaba hundida en la silla e irguió la espalda.
– No, no entremos en eso. Ya tiene que hacer frente a demasiadas cosas, comisario.
– En realidad, una disputa familiar por dos conjuntos de ropa para un bautizo no es algo a lo que haya que hacer frente, precisamente -dijo Lynley secamente-. Y tengo una esposa que tiene la habilidad suficiente para negociar una tregua entre parientes políticos.
Havers sonrió a su pesar.
– No quería decir en casa y lo sabes. Le devolvió la sonrisa.
– Sí, lo sé.
– Imagino que los de arriba le están presionando de lo lindo.
– Basta con decir que estoy aprendiendo lo mucho que Malcolm Webberly tenía que aguantar para que Hillier y el resto nos dejaran en paz todos estos años.
– Hillier sabe que le pisa los talones -dijo Havers-. Unos peldaños más de la escalera y será usted quien dirija la Met y él quien deba inclinarse a su paso.
– Yo no quiero dirigir la Met -dijo Lynley-. A veces… -Miró el despacho que había accedido a ocupar temporalmente: los dos ventanales que indicaban absurdamente un ascenso de categoría, la mesa de reuniones a la que estaban sentados Havers y él, losetas de moqueta en el suelo en lugar de linóleo, y fuera, tras la puerta, los hombres y mujeres que, en aquel momento, estaban bajo sus órdenes. Al fin y al cabo, no significaba nada, en realidad, y era mucho menos importante que el caso al que tenía que enfrentarse ahora-. Havers, creo que tienes razón.
– Claro que tengo razón -contestó-. Cualquiera que vea…
– No me refiero a Hillier, sino a Coloso. Está eligiendo a los chicos que van allí, así que tiene que tener algún tipo de relación con ese sitio. No se ajusta al tipo de asesino en serie que conocemos; pero, por otro lado, ¿tan distinto es, en realidad, de Peter Sutcliffe que escogía a prostitutas, o de los West, que recogían a chicas que hacían auto-stop? ¿O de alguien cuyo objetivo sean las mujeres que sacan a pasear al perro por un parque o un prado? ¿O de la persona que siempre elige una ventana abierta por la noche y una anciana que sabe que vive sola? Nuestro hombre hace lo que le ha funcionado. Y, si tenemos en cuenta que lo ha logrado cinco veces sin que lo pillaran, sin que nadie se fijara en él, por el amor de Dios, ¿por qué tendría que dejar de hacerlo?
– ¿Así que cree que el resto de chicos también son de Coloso?
– Sí -contestó-. Y como los chicos que hemos identificado hasta ahora eran desechos humanos para todo el mundo menos para sus familias, nuestro asesino no tiene que preocuparse porque lo descubran.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Recopilar más información. -Lynley se levantó y se quedó mirándola; tenía un aspecto desastroso y una testarudez absoluta. Era capaz de sacarle de quicio; pero también era rápida, razón por la que había aprendido a valorar tenerla a su lado-. Lo irónico es esto, Barbara.
– ¿El qué? -dijo ella.
– John Stewart está de acuerdo con tu valoración. Había dicho lo mismo que tú antes de que llegaras. También cree que es probable que sea Coloso. Lo habrías descubierto si…
– Si hubiera cerrado el pico. -Havers echó hacia atrás la silla, antes de ponerse en pie-. Entonces, ¿se supone que tengo que arrastrarme? ¿Tratar de ganarme su favor? ¿Qué?
– Trata de no meterte en líos por una vez -dijo Lynley-. Trata de hacer lo que te dicen.
– ¿Que es qué ahora?
– Griffin Strong y el chico que murió mientras Strong trabajaba en los servicios sociales de Stockwell.
– Pero los otros cuerpos…
– Havers. Nadie te discute lo de los otros cuerpos, pero no vamos a saltarnos ningún paso de la investigación por mucho que sea lo que te gustaría hacer. Has ganado un asalto. Ahora ocúpate del resto.
– Bien -dijo, aunque parecía dudar mientras cogía el bolso para volver al trabajo. Se dirigió hacia la puerta, luego se detuvo y se volvió para mirarlo-. ¿Qué asalto ha sido? -le preguntó.
– Ya lo sabes -respondió-, ningún chico está a salvo si acaban enviándolo un tiempo a Coloso.
Capítulo 14
– Clinton, ¿qué? -dijo Ulrike Ellis al teléfono-. ¿Podría deletrearme el apellido, por favor?
Al otro lado del hilo telefónico, el detective, cuyo nombre Ulrike se había impuesto olvidar, se lo deletreó. Añadió que los padres de Antón Reid, que había desaparecido de Furzedown y que, al final, había sido identificado como la primera víctima del asesino en serie que, por el momento, había matado a cinco chicos en Londres, habían incluido Coloso en la lista de lugares que su hijo frecuentó durante los meses anteriores a su muerte. Le pidió a la directora que se lo confirmara, y una lista de toda la gente relacionada con Antón Reid en Coloso.