Ulrike no se permitió caer en una mala interpretación de la cortesía que había detrás de aquella solicitud, pero trató de ganar tiempo.
– Furzedown está al sur del río y como a nosotros se nos conoce bien por aquí, ¿detective…? -Esperó un nombre.
– Eyre -dijo él.
– Detective Eyre -repitió-, lo que digo es que es posible que este chico, Antón Reid, simplemente les dijera a sus padres que estaba viniendo a Coloso y dedicara ese tiempo a otra cosa. Eso pasa, sabe.
– Llegó a ustedes a través de Menores, según sus padres. Debería tener el expediente.
– ¿A través de Menores, dice? Entonces tendré que comprobarlo. Si me da su número, miraré en los archivos.
– Sabemos que se trata de uno de sus chicos, señora.
– Puede que usted lo sepa, ¿detective…?
– Eyre -dijo él.
– Sí, eso. Puede que usted lo sepa, detective Eyre. Pero en estos momentos, yo no. Tendré que mirar en nuestros archivos, así que si me da su número, le llamaré.
El policía no tenía elección. Podía conseguir una orden de registro, pero llevaría tiempo, y, de todos modos, la mujer estaba colaborando. Nadie podía decir lo contrario. Lo que sucedía era, simplemente, que colaboraba según sus propios planes y no según los de él.
El detective le dio su número de teléfono, y Ulrike lo anotó. No tenía ninguna intención de utilizarlo, pero quería tenerlo para mostrárselo a cualquiera que apareciera para recabar información sobre Antón Reid; porque no había duda de que alguien aparecería por Coloso. Su trabajo consistía en elaborar un plan para hacerse cargo de la situación cuando llegara el momento.
Después de colgar, se dirigió al archivador. Se arrepintió del sistema que empleaba: imprimir copias de los archivos del ordenador. Si se hubiera visto presionada, podría haber hecho algo con el material grabado en los discos duros, aunque hubiera tenido que reformatear todos y cada uno de los ordenadores del edificio. Pero los policías que habían ido a Coloso ya la habían visto consultar los archivos cuando buscó, aparentemente, documentación sobre Jared Salvatore, así que era muy improbable que creyeran que algunos chicos tenían informes electrónicos y otros no. Aun así, la carpeta de Antón podía seguir los pasos de la de Jared. El resto no iba a suponer mayor problema.
Casi había sacado la carpeta de Antón del archivador cuando oyó a Jack Veness por fuera de la puerta.
– ¿Ulrike? ¿Puedo hablar con…? -dijo, y abrió la puerta sin más preámbulos
– No hagas eso, Jack. Ya te lo he dicho.
– He llamado -protestó él.
– Sí, el paso uno, llamar. Muy bien. Ahora vamos a trabajar en el paso dos, que se trata de esperar a que te diga que puedes entrar.
Jack movió las aletas de la nariz, blancas en los bordes.
– Lo que tú digas, Ulrike -dijo, y se volvió para marcharse. Seguía siendo un adolescente manipulador y petulante a pesar de su edad. ¿Cuántos años tenía? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?
Maldita sea, en ese momento, no necesitaba aquello.
– ¿Qué quieres, Jack?
– Nada -dijo-, sólo que he pensado que quizá querrías saber algo.
Juegos, juegos, juegos.
– ¿Sí? Bueno, si querría saberlo, ¿por qué no me lo dices?
Jack se volvió.
– Ha desaparecido. Eso es todo.
– ¿El qué ha desaparecido?
– El libro de entradas de recepción. Creía que lo había cambiado de sitio al recoger anoche, pero he mirado en todas partes. Ha desaparecido.
– Desaparecido.
– Desaparecido, esfumado, perdido: se lo ha tragado la tierra.
Ulrike se levantó. Su mente repasó las posibilidades, y no le gustó ninguna.
– Podría ser que Robbie lo hubiera cogido por algún motivo -sugirió Jack amablemente-, o quizá lo tenga Griff. Él tiene llave para entrar cuando está cerrado, ¿verdad?
Aquello era demasiado.
– ¿Qué querrían hacer Robbie, Griff o cualquier otra persona con el libro de entradas?
Jack se encogió de hombros exageradamente y se metió los puños en los bolsillos de los vaqueros.
– ¿Cuándo te has dado cuenta de que no estaba?
– No lo he echado en falta hasta que han llegado los primeros chicos hoy. He ido a coger el libro, pero no estaba. Como te he dicho, he pensado que lo había cambiado de sitio anoche cuando recogí todo. Así que he comenzado otro hasta que encontrara el que falta. Pero no lo he encontrado. Creo que alguien se lo ha llevado del mostrador.
Ulrike pensó en el día anterior.
– Los polis -dijo-. Cuando viniste a buscarme, ¿los dejaste solos en la recepción?
– Sí. Es lo que yo he pensado. Sólo que no imagino por qué quieren nuestro libro de registros, ¿y tú?
Ulrike dio la espalda a su expresión petulante y comprensiva.
– Gracias por informarme, Jack -le dijo.
– ¿Quieres que…?
– Gracias -repitió con firmeza-. ¿Hay algo más? ¿No? Pues ya puedes volver al trabajo.
Cuando Jack se marchó, después de un saludo militar de broma y un taconazo que ella tenía que considerar divertido, Ulrike guardó la documentación sobre Antón Reid en su sitio. Cerró de golpe el archivador y fue hacia el teléfono. Marcó el número del móvil de Griffin Strong. Tenía reunión con un nuevo grupo de orientación; era su primer día juntos y les tocaba hacer actividades para romper el hielo. No le gustaba que lo interrumpieran cuando los chicos estaban «en círculo» como lo llamaban; pero esta interrupción no podía evitarse y lo sabría cuando oyera lo que tenía que decirle.
– ¿Sí? -contestó Griff con impaciencia.
– ¿Qué has hecho con el archivo? -le preguntó.
– Lo que… me pediste.
Ulrike vio que había elegido la palabra intencionadamente, tan burlona como el saludo sarcástico de Jack. Aún no había captado quién era el que estaba en peligro ahí; pero lo sabría enseguida.
– ¿Es todo? -dijo Griff.
Un silencio absoluto de fondo le dijo que todos los miembros del grupo de orientación de Griff estaban pendientes de las palabras de éste. Encontró una satisfacción amarga en ello. «Bien, Griffin, veamos cómo reaccionas ahora», pensó Ulrike.
– No -le dijo-. La policía lo sabe, Griff.
– ¿Qué sabe exactamente?
– Que Jared Salvatore era uno de los nuestros. Ayer se llevaron el libro de entradas. Habrán visto su nombre.
Silencio.
– Mierda -dijo después resoplando. Luego, susurró-: Maldita sea, ¿por qué no pensaste en eso?
– Yo podría preguntarte lo mismo.
– ¿Qué se supone que quiere decir eso?
– Antón Reid -dijo Ulrike.
Silencio de nuevo.
– Griffin -le dijo-, tienes que entender una cosa. Has sido un polvo excepcional, pero no permitiré que nadie destruya Coloso.
Colgó el teléfono, con cuidado y sin hacer ruido. «Que se quede con eso», pensó.
Se volvió hacia el ordenador. Accedió a la información electrónica que tenían sobre Jared Salvatore. No era tan amplia como los documentos de la carpeta, pero serviría. Dio la orden para imprimir. Luego, cogió el número que el detective Eyre le había dado hacía tan sólo unos minutos.
– Eyre -contestó éste de inmediato.
– Detective, he encontrado una información -dijo-. Seguramente querrá transmitirla.
Nkata dejó que el ordenador trabajara con los códigos postales recopilados por la propietaria de La Luna de Cristal. Mientras que Gigi, la propietaria de la tienda, podía utilizarlos para demostrar la necesidad que tenía su negocio de abrir una segunda tienda en otro punto de Londres, Nkata tenía la intención de usarlos para encontrar una coincidencia entre los clientes de La Luna de Cristal y los sitios donde habían aparecido los cuerpos. Después de reflexionar sobre lo que había dicho Barb Havers acerca de estos sitios, decidió, sin embargo, ampliar la búsqueda para incluir una comparativa entre los códigos postales recopilados por La Luna de Cristal y los códigos postales de todos los empleados de Coloso. Aquello le llevó más tiempo del que se había imaginado. En Coloso, dar los códigos postales a la policía no era una idea que entusiasmara de inmediato a nadie.