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– Cerca de Russell Square.

– ¿Quién encontró el cuerpo?

– El vigilante que abre el parque todos los días. Nuestro asesino accedió por la verja de Handel Street. Estaba debidamente cerrada con una cadena, pero la rompió con unas tenazas. Abrió, entró en un vehículo, depositó el cuerpo en la tumba y se marchó. Se detuvo a enrollar la cadena en la verja para que quien pasara por delante no lo advirtiera.

– ¿Hay huellas de neumáticos en el jardín?

– Dos bastante buenas. Están sacando los moldes.

– ¿Testigos? -Barbara señaló los pisos que flanqueaban el jardín justo detrás de la calle de casas bajas.

– Hay agentes de la comisaría de Theobald's Road realizando el interrogatorio puerta por puerta.

Barbara se acercó todas las fotografías y colocó las de las cuatro víctimas en fila. Apreció al momento las diferencias -todas las importantes- entre el último chico muerto y los tres primeros. Todos eran jóvenes adolescentes que habían sido asesinados de forma idéntica, pero al contrario que las tres primeras, la última víctima no sólo estaba desnuda sino que llevaba una cantidad abundante de maquillaje: pintalabios, sombra de ojos, delineador y rímel embadurnaban su rostro. Además, el asesino había marcado su cuerpo rajándolo del esternón a la cintura y dibujándole con sangre un extraño símbolo circular en la frente. Sin embargo, el detalle político potencialmente más delicado tenía que ver con la raza: sólo la última víctima era blanca. De las tres primeras, una era negra y las otras dos eran claramente mestizas: negro y asiático, quizá, negro y filipino, negro y una mezcla de sabe Dios qué.

Al ver esa última característica, Barbara entendió por qué ni las portadas de los periódicos ni las televisiones habían cubierto la historia y, lo peor de todo, por qué no había oído hablar del caso en New Scotland Yard. Levantó la cabeza.

– Racismo institucionalizado. Es lo que van a decir, ¿no es así? Nadie en todo Londres, en ninguna de las comisarías implicadas, ¿verdad?, se ha dado cuenta siquiera de que esto es obra de un asesino en serie. Nadie ha cambiado impresiones. Este chico… -Barbara levantó la fotografía del joven negro-, quizá denunciaron su desaparición en Peckham. Quizá en Kilburn. O en Lewisham. O en cualquier otro lado. Pero no se deshicieron de su cuerpo donde vivía y de donde desapareció, ¿verdad?, así que la pasma de su distrito determinó que se había largado de casa, lo dejaron ahí, y no compararon su caso con un asesinato del que se informó en la jurisdicción de otra comisaría. ¿Es eso lo que ha pasado?

– Te harás cargo de la necesidad de actuar con delicadeza y de inmediato -dijo Hillier.

– Asesinatos baratos que apenas valía la pena investigar, sólo por la raza de la víctima. Así describirán los tres primeros casos cuando la historia salga a la luz. Los tabloides, los informativos de televisión y radio, todos los medios, joder.

– Queremos estar un paso por delante de esa descripción. A decir verdad, los tabloides, los periódicos serios, la radio y los informativos de las televisiones, si hubieran sabido lo que está pasando y no se preocuparan sólo de perseguir escándalos relacionados con famosos, el Gobierno y la maldita familia real, podrían haber destapado esa historia ellos mismos y habernos crucificado en sus portadas. Tal como están las cosas, no podrán afirmar que se trata de racismo institucionalizado porque hayamos sido incapaces de ver lo que ellos podrían haber visto y no han visto. Ten la seguridad de que cuando los responsables de prensa de cada comisaría emitieron la noticia de que se había hallado un cadáver, los medios consideraron que la historia no interesaba por la víctima: otro chico negro muerto más. Una noticia que no interesa. No valía la pena informar de ella. Provocaba indiferencia.

– Con todos los respetos, señor -señaló Barbara-, eso no va a impedir que ahora se pongan a rajar.

– Ya lo veremos. Ah. -Hillier esbozó una gran sonrisa cuando la puerta de su despacho volvió a abrirse-. Aquí está el caballero que esperábamos. ¿Ya te han arreglado todo el papeleo, Winston? ¿Ya podemos llamarte oficialmente sargento Nkata?

Aquella pregunta fue un mazazo inesperado para Barbara. Miró a Lynley pero éste se había levantado para saludar a Winston Nkata, que se detuvo tras cruzar la puerta. A diferencia de ella, Nkata se había vestido con el cuidado que lo caracterizaba normalmente: era todo pulcritud. Ante su presencia -ante la presencia de todos ellos, en realidad-, Barbara se sintió como Cenicienta antes de recibir la visita del Hada Madrina. Se puso en pie. Estaba a punto de hacer lo peor para su carrera, pero no vio otra salida… excepto salir de ahí, y eso decidió hacer.

– Winnie. Genial. Felicidades. No lo sabía -le dijo a su compañero, y luego a los otros dos policías de rango superior-: Acabo de recordar que debía devolver una llamada.

Y se marchó.

El comisario en funciones Thomas Lynley sintió una inequívoca necesidad de seguir a Havers. Al mismo tiempo, reconoció que sería más sabio permanecer donde estaba. Sabía que, a la larga, seguramente el mejor favor que podía hacerle era que al menos uno de los dos siguiera teniendo buenas relaciones con el subinspector Hillier.

Lo cual, por desgracia, no era fácil. El estilo de dirigir del subinspector se situaba, por lo general, en la frontera entre el maquiavelismo y el despotismo, y las personas racionales lo evitaban, si podían. El superior inmediato de Lynley, Malcolm Webberly, que llevaba algún tiempo de baja, había intercedido en favor de Lynley y Havers desde el día en que les asignó su primer caso. Ahora que Webberly no estaba en New Scotland Yard, le correspondía a Lynley reconocer qué era lo más conveniente.

La situación actual ponía a prueba la determinación de Lynley para ser imparcial en sus relaciones con Hillier. Hacía justo un momento, el subinspector podría haberle comunicado fácilmente el ascenso de Winston Nkata: en el mismo momento en que se había negado a restituir a Barbara Havers en su cargo.

– Quiero que dirijas esta investigación, Lynley -le había dicho Hillier con brusquedad-. Comisario en funciones… No puedo dársela a nadie más. Malcolm habría querido que te encargaras tú, de todos modos, así que reúne al equipo que necesites.

Lynley había atribuido erróneamente el laconismo del subinspector a la aflicción. El comisario Malcolm Webberly era cuñado de Hillier, después de todo, y la víctima de un intento de asesinato. No cabía duda de que Hillier se preocupaba por cómo se recuperaba del atropello y fuga que casi lo había matado.

– ¿Cómo evoluciona el comisario, señor? -le preguntó por ese motivo.

– No es momento ahora para hablar de cómo evoluciona el comisario -fue la contestación de Hillier-. ¿Vas a hacerte cargo de la investigación, o debo pasársela a uno de tus compañeros?

– Me gustaría que Barbara Havers volviera a estar en mi equipo como sargento.

– Ya. Bueno, esto no es una mesa de negociaciones. O dices: «Sí, me pondré a trabajar enseguida, señor», o: «Lo siento, voy a tomarme unas largas vacaciones».

Así que Lynley no tuvo más remedio que quedarse con el «Sí, me pondré a trabajar enseguida» y sin la posibilidad de interceder por Havers. Pero ideó un plan rápido que suponía asignar a su compañera ciertos aspectos de la investigación que sin duda destacarían sus puntos fuertes. Seguro que, dentro de pocos meses, podría enmendar las injusticias que se habían cometido con Barbara desde el mes de junio pasado.

Luego, por supuesto, vio que Hillier le tenía reservada una sorpresa. Winston Nkata llegó -recién nombrado sargento, lo cual impedía que Havers fuera ascendida en un futuro próximo- y sin saber cuál iba a ser su papel en el drama que se desataría a continuación.

Lynley estaba furioso, pero se mantuvo impasible. Sentía curiosidad por ver cómo iba a negar Hillier lo obvio cuando designara a Nkata para ser su mano derecha. Porque Lynley no tenía ninguna duda de lo que pretendía el subinspector Hillier. Como los padres de Nkata eran uno jamaicano y el otro de Costa de Marfil, él era decidido, magnífica y apropiadamente negro. Y en cuanto saltara la noticia de que se habían producido una serie de asesinatos raciales que no se habían relacionado entre sí cuando debieron relacionarse, la comunidad negra iba a estallar. No era un Stephen Lawrence, sino tres. No había excusa que valiera excepto la más obvia, la que ya había planteado la propia Barbara Havers con su estilo habitual y políticamente incorrecto: racismo institucionalizado, consecuencia de que la policía no había perseguido enérgicamente a los asesinos de unos jóvenes mestizos y negros. Sólo eso.