– Winston… -Durante un momento no dijo nada, y Nkata esperó a que continuara. Cuando al fin lo hizo, fue para decir-: Gracias igualmente. -Soltó la puerta del ascensor y dejó que se cerrara. Sus ojos negros se encontraron con los de Nkata un instante, luego desaparecieron.
Estaba lloviendo cuando salió del aparcamiento subterráneo. El día oscurecía deprisa, y la lluvia intensificaba la penumbra. Los semáforos proyectaban su resplandor en las calles mojadas; las luces traseras de los vehículos parpadeaban en los prismas de las gotas que golpeaban el parabrisas. Nkata avanzó lentamente hacia Parliament Square y, luego, hacia el puente de Westminster detrás de una cola de taxis, autobuses y coches del Gobierno. Al cruzar el Támesis, la masa gris del río se movía debajo de él, salpicada por la lluvia y rizada por la marea entrante. Una única barcaza remontaba el río en dirección a Lambeth, y, en la cámara del timón, una figura solitaria mantenía la nave en rumbo.
Nkata aparcó en zona prohibida en el extremo sur de Gabriel's Wharf y puso un distintivo policial en la ventanilla. Mientras se subía el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia, entró en el muelle, donde las luces colgadas se entrecruzaban creando un dibujo alegre; por su parte, el propietario de la tienda de alquiler de bicicletas había tomado la sabia decisión de guardar la mercancía en el interior.
En La Luna de Cristal, esta vez era Gigi y no su abuela la que estaba sentada en un taburete, leyendo detrás de la caja. Nkata se acercó a ella y le mostró la placa. Sin embargo, ella no la miró.
– Mi abuela me dijo que seguramente volvería -dijo-. Se le dan bien estas cosas. Es muy intuitiva. En otra época la habrían quemado por bruja. ¿Funcionó la agrimonia?
– No estoy seguro de lo que tengo que hacer.
– Entonces ¿ha vuelto por eso?
Nkata negó con la cabeza.
– Quería hablar con usted de un tipo llamado Kilfoyle.
– ¿Rob? -dijo ella, y cerró el libro. Vio que era de Harry Potter-. ¿Qué pasa con Rob?
– ¿Lo conoce, entonces?
– Sí. -Pronunció la palabra con dos entonaciones, una mezcla de confirmación y pregunta. Parecía no fiarse.
– ¿Cómo de bien?
– No estoy segura de cómo tengo que tomarme eso -dijo-. ¿Ha hecho algo Rob?
– ¿Compra cosas aquí?
– De vez en cuando, pero igual que mucha otra gente. ¿De qué va todo esto?
– ¿Qué ha comprado?
– No lo sé. Hace tiempo que no viene. Y no anoto lo que compra la gente.
– Pero sabe que ha comprado algo.
– Porque lo conozco; también sé que dos de las camareras del restaurante Riviera me han comprado. Igual que el jefe de cocina de Pizza Express y diversos dependientes del muelle; sin embargo, con todos, incluido Rob, me pasa lo mismo: no recuerdo lo que han comprado; excepto el tipo de Pizza Express, que quería una poción de amor para una chica que había conocido. Me acuerdo porque hablamos del amor y todo eso.
– ¿Lo conoce mucho? -le preguntó Nkata.
– ¿A quién?
– Ha dicho que conoce a Kilfoyle. Me pregunto si lo conoce mucho.
– ¿Quiere decir si es mi novio o algo así? -Nkata vio que se le subían los colores alrededor de la garganta-. No, no lo es.
Bueno, una vez tomamos una copa, pero no fue una cita. ¿Se ha metido en algún lío?
Nkata no contestó. Siempre había sido una posibilidad remota que la propietaria de La Luna de Cristal recordara qué había comprado alguien. Pero el hecho de que Kilfoyle hubiera realizado una compra había supuesto un avance en la investigación, que era lo que necesitaban. Le dijo a Gigi que agradecía su ayuda, le dio su tarjeta y le dijo que lo llamara si recordaba algo en concreto sobre Kilfoyle que creyera que debía saber. Se dio cuenta de que había muchas probabilidades de que le entregara la tarjeta al mismo Kilfoyle la próxima vez que lo viera, pero no le pareció un problema. Si Kilfoyle era su asesino, que la policía fuera tras él sin duda haría que aflojara. Y, en este punto, eso era casi tan gratificante como pescarlo. Ya tenían suficientes víctimas a sus espaldas.
Se dirigió hacia la puerta, donde se detuvo e hizo otra pregunta a Gigi.
– ¿Cómo tengo que usarla, entonces?
– ¿El qué?
– La agrimonia.
– Ah -dijo-. Se quema o se unge.
– ¿Lo que significa?
– Tiene que quemarla en su presencia o ungir el cuerpo de ella con el aceite, bueno, supongo que hablamos de una mujer.
Nkata se quedó pensando y luego descartó la posibilidad de ser capaz de llevar a cabo ninguna de las dos cosas. Pero también pensó en el asesino en serie: quemar y ungir. Estaba haciendo ambas. Le dio las gracias a Gigi y se marchó de la tienda. Fue al local de al lado, Mr. Sandwich.
El pequeño restaurante estaba cerrado, y el cartel decía que el horario era de diez a tres. Miró por las ventanas, pero no pudo distinguir nada en la penumbra, aparte del mostrador y, en la pared de detrás, una lista de sándwiches con los precios. Decidió que, como no había nada más que hacer allí, era el momento de irse.
Pero no se marchó a casa, sino que sintió la obligación de conducir otra vez hacia el Oval, y cruzó a Kennington Park Road en cuanto pudo. Volvió a aparcar en Braganza Street, pero, en lugar de esperarla o entrar en Doddington Grove Estate para ver si ya estaba en casa, fue hacia el césped desolado de Surrey Gardens. De ahí, entró en Manor Place, una calle que seguía intentando decidirse por la decrepitud o el renacimiento.
No había ido a su tienda desde noviembre, pero era imposible que hubiera olvidado dónde estaba. La encontró dentro, igual que la última vez que había ido allí. Estaba en la mesa del fondo, con la cabeza inclinada sobre lo que parecía un libro de cuentas. Tenía un lápiz en la boca, lo que la hacía parecer vulnerable, como una colegiala con problemas para resolver una suma. Sin embargo, cuando alzó la mirada al entrar Nkata, su aspecto era de adulta, a la par que antipático. Dejó el lápiz y cerró el libro. Se acercó al mostrador y pareció asegurarse de que el mueble hacía de baluarte entre ellos.
– Esta vez han matado a un chico negro -dijo-. Dejaron el cuerpo cerca de la estación de London Bridge. También hemos identificado a otro de los chicos. Era mestizo, de Furzedown. Ya son dos chicos al sur del río, Yas. ¿Dónde está Daniel?
– Si crees… -comenzó a decir.
Nkata la interrumpió con impaciencia.
– Yas, ¿tiene algo que ver Daniel con un grupo de chicos que se reúne en Elephant and Castle?
– Daniel no está en ninguna banda -protestó.
– No es una banda, Yas. Es un grupo de ayuda a la comunidad. Ofrece actividades a los chicos, a chicos en situación de riesgo. -Se apresuró a continuar-. Ya lo sé. Ya sé que dices que Dan no tiene problemas, y no he venido a discutírtelo. Pero el grupo se llama Coloso y necesito saberlo. ¿Alguna vez has hablado con ellos para que se ocupen de Dan cuando sale del colé? ¿Mientras estás trabajando? ¿Para que tenga un sitio adonde ir?
– No dejo que Dan vaya a Elephant and Castle.
– ¿Y nunca te ha mencionado Coloso?
– Nunca… ¿Por qué haces esto? -le exigió saber-. No queremos que te acerques a nosotros. Ya has hecho suficiente.
Se estaba poniendo nerviosa. Lo veía porque, al respirar, le subían y bajaban los pechos bajo el jersey. Era corto como todos los jerséis que le había visto, y dejaba al aire su suave barriga, lisa como una tabla de planchar. Vio que se había hecho un piercing en el ombligo. Un trocito de oro brillaba en su piel.
Nkata tenía la garganta seca, pero sabía que tenía que decirle algunas cosas, independientemente de cómo fuera a tomárselas.
– Yas -dijo, y pensó: «¿Qué tendrá el sonido de su nombre?»-. Yas, ¿habrías preferido no saber qué estaba pasando? Te estaba engañando, lo había hecho desde el principio y tienes que reconocerlo pienses lo que pienses de mí.