– No tenías derecho a…
– ¿Habrías preferido no saber cómo era esa mujer? ¿Qué bien hace eso, Yas? Y tú y yo sabemos que no eres bollera de todos modos.
Yasmin se apartó del mostrador.
– ¿Es todo? Porque si ya has acabado, tengo trabajo que hacer antes de irme a casa.
– No -le contestó-, no es todo. Lo que hice fue lo correcto y, en algún lugar de tu interior, lo sabes.
– Tú…
– Pero -añadió- la forma en la que lo hice estuvo mal. Y… -Había llegado a la parte complicada, la parte en que debía contar la verdad, cuando no quería reconocerse esa verdad ni a sí mismo. Pero se lanzó-. Y la razón por la que lo hice, Yasmin, también estuvo mal, de la misma manera que lo estuvo mentirme a mí mismo sobre por qué lo hice. Y lo siento. Lo siento muchísimo. Quiero hacer las cosas bien.
Ella no dijo nada. No había ni pizca de bondad en sus ojos. Un coche se detuvo en la acera; Yasmin apartó la mirada un momento hacia él y luego volvió a Nkata.
– Pues deja ya de utilizar a Daniel -dijo.
– ¿Utilizar a…? Yas, yo…
– Deja de utilizarlo para llegar a mí.
– ¿Es eso lo que crees?
– No quiero estar contigo. Ya tuve un hombre. Me casé con él y cada vez que me miro en el espejo veo lo que me hizo y pienso lo que yo le hice a él; no voy a pasar por eso nunca más.
Había empezado a temblar. Nkata quería alargar la mano por el mostrador que los separaba, para ofrecerle consuelo y la seguridad de que no todos los hombres… Pero sabía que no le creería y no estaba seguro de si se creía a sí mismo. Mientras intentaba pensar en qué decirle, se abrió la puerta, sonó el timbre y otro hombre negro entró en la tienda. Fijó su mirada en Yasmin, hizo una evaluación rápida y pasó a Nkata.
– Yasmin -dijo, y pronunció su nombre de forma distinta. Yasmin, había dicho con voz dulce y extranjera-. ¿Hay algún problema, Yasmin? ¿Estás sola?
Fue el modo de dirigirse a ella. Fue el tono y la mirada que lo acompañaron. Nkata se sintió estúpido.
– Ahora lo está -le dijo al otro hombre. Y los dejó a los dos juntos.
Barbara Havers decidió que lo indicado era fumarse un cigarrillo. Lo consideró una pequeña recompensa, el premio que había tenido delante de ella durante el largo y arduo trabajo en el ordenador, seguido de otros trabajos largos y arduos al teléfono. Había logrado salvar su ingrata tarea con buen talante, o eso quería creer, cuando lo que en realidad había deseado todo el rato era tener una tarea ardua de verdad en Elephant and Castle, para poder participar en la tarea sin duda más agradable de aclarar la situación en Coloso. Durante todo este tiempo, había hecho lo posible por no prestar atención a sus sentimientos: la indignación por las observaciones del detective Stewart, el disgusto por la tediosa tarea que le habían asignado, la envidia de colegiala al ver que Lynley había elegido a Winston Nkata para que le acompañara a batirse con el subinspector. Por lo tanto, por lo que a ella se refería, a estas horas de la tarde se merecía una palmadita en la espalda, y decidió que un cigarrillo sería un buen sustituto.
Por otro lado, tenía que admitir que, por mucho que le disgustara, en realidad, el trabajo con el ordenador y el teléfono le habían proporcionado más munición para utilizar la próxima vez que apareciera al otro lado del río. Así que reconoció a regañadientes que completar las actividades que le habían asignado había sido un acierto e incluso se planteó redactar su informe de forma oportuna para reconocer su error de juicio anterior. Pero cambió de idea y se decidió por un cigarrillo. Se dijo a sí misma que, si se lo fumaba a escondidas en las escaleras, estaría mucho más cerca del centro de coordinación y, por lo tanto, mucho más cerca de un lugar donde rellenar el papeleo adecuado… en cuanto recibiera la inyección de nicotina que su cuerpo le estaba pidiendo a gritos.
Así que se largó hacia la escalera, se dejó caer, encendió el cigarrillo y dio una calada. Qué felicidad. Aunque no era la lasaña con patatas que habría preferido a esa hora, era una buena alternativa.
– Havers, ¿qué estás haciendo exactamente?
Maldita sea. Barbara se levantó deprisa. Lynley acababa de cruzar la puerta, antes de subir o bajar las escaleras. Llevaba el abrigo colgado de un hombro, así que Barbara supuso que bajaba. Ir al aparcamiento era todo un viaje, pero las escaleras siempre le daban a uno tiempo para pensar, que seguramente era lo que había planeado a menos que su intención hubiera sido escapar sin que lo vieran, lo que también era una opción que ofrecían las escaleras.
– Estoy ordenando mis pensamientos -contestó-. He hecho lo de Griffin Strong y estaba revisando cómo presentar mejor la información. -Le dio las notas que había sacado del ordenador y de las llamadas telefónicas. Había comenzado a garabatearlas en la libreta de espiral, pero, por desgracia, se había quedado sin hojas. Se había visto obligada a utilizar lo primero que encontró, que resultaron ser dos sobres usados de la papelera y una servilleta de papel que había encontrado en el bolso.
Lynley levantó la vista de todo aquello y la miró.
– Eh, antes de que me suelte el rollo…
– Lo tengo superado -dijo-. ¿Qué has averiguado?
Barbara se puso cómoda para una charla, el cigarrillo oscilaba en sus labios mientras hablaba.
– En primer lugar, según su mujer, Griffin Strong comparte cama con Ulrike Ellis. Arabella, la mujer, lo sitúa con Ulrike los días de todos los asesinatos, fueran cuando fuesen. No se lo ha pensado ni un segundo. Yo no sé usted, pero a mí eso me dice que está desesperadísima porque siga llevando a casa los garbanzos mientras cuida al bebé y se pasa todo el día dando botes delante de la tele. Bien. Es comprensible, supongo. Pero resulta que en el historial de infidelidades de nuestro Griff está liarse con mujeres que trabajan con él, profundiza demasiado en las relaciones laborales; si me perdona el juego de palabras, luego se relaja, deja de atender sus responsabilidades y mete la pata.
Lynley se apoyó en la barandilla de la escalera mientras escuchaba con paciencia su mezcla de metáforas. Tenía los ojos clavados en ella, así que jugueteó con la idea de que quizá iba a lograr resucitar parte de su reputación, por no mencionar su carrera. Hablaba extasiada sobre lo que había descubierto.
– Resulta que lo echaron de los servicios sociales de Lewisham por falsificar informes.
– Un giro interesante.
– Supuestamente, comprobaba cómo les iba a los chicos que estaban en acogida, pero en realidad sólo le hacía el seguimiento a uno de diez.
– ¿Por qué?
– Obvio. Estaba demasiado ocupado tirándose a su compañera de despacho. Le advirtieron una vez y lo expedientaron dos, antes de darle la patada al final, y parece que la única razón por la que lo contrataron en Stockwell fue porque su negligencia no afectó negativamente a ninguno de los chicos que tenía a su cargo en Lewisham.
– En estos tiempos y con esa edad, ¿no hubo repercusiones?
– Ni el más mínimo rumor. He hablado con su supervisor en Lewisham, al que alguien convenció, y apuesto a que fue el propio Griffin Strong, de que Griff fue mucho más perseguido que perseguidor. Intentó durante meses y meses sacarse a esa tía de encima con un palo lleno de pinchos, por cómo cuenta la historia el jefe de Strong. «Cualquiera habría acabado sucumbiendo», ha dicho literalmente.
– Su supervisor era un hombre, asumo.
– Naturalmente. Y tendría que haberle escuchado hablar de esa tía. Parecía que fuera el equivalente sexual de la peste bubónica.
– ¿Qué hay de Stockwell? -preguntó Lynley.
– El niño que murió estando a cargo de Strong sufrió una agresión.
– ¿De quién?
– De una banda con un rito de iniciación que consistía en perseguir a chicos de doce años y hacerles cortes con botellas rotas. Lo cogieron mientras cruzaba Angelí Park y lo que debía limitarse a ser un corte en el muslo alcanzó una arteria y murió desangrado antes de que pudiera llegar a casa.