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– Dios santo -dijo Lynley-. Otro Damilola Taylor, pero no puede decirse que fuera culpa de Strong, ¿no?

– Teniendo en cuenta que fue el hermano de acogida el que le hizo el corte…

Lynley alzó la cabeza al cielo. Parecía destrozado.

– ¿Cuántos años tenía el hermano de acogida?

Barbara consultó sus notas.

– Once -dijo.

– ¿Qué le pasó?

Siguió leyendo.

– Internamiento en un centro psiquiátrico hasta que cumpla los dieciocho. -Echó el tubo de ceniza del cigarrillo al suelo-. Todo esto me ha hecho pensar…

– ¿En?

– El asesino. Me parece que se ve guiando a un rebaño de ovejas negras, parece que sea algo religioso para él. Si pensamos en todos los aspectos de ritual que tienen los asesinatos… -Dejó que Lynley acabara el pensamiento por sí mismo.

Lynley se frotó la frente y se apoyó en el pasamanos de las escaleras.

– Barbara, no me importa qué piensa este tipo. Estamos hablando de niños, no de mutaciones genéticas. Los niños necesitan a alguien que los oriente cuando se equivocan, y necesitan protección el resto del tiempo. Fin de la historia.

– Señor, yo pienso igual -dijo Barbara-, de principio a fin. -Tiró la colilla del cigarrillo a las escaleras y lo pisó para apagarlo. Para tapar el rastro del delito, cogió la colilla y la guardó con sus notas en el bolso-. ¿Problemas arriba? -le preguntó en referencia a su reunión con Hillier.

– No más de los habituales -dijo Lynley-. Pero Winston no está resultando ser el niño bueno que creía el subinspector.

– Eso sí que es gratificante -dijo Barbara.

– Sí, hasta cierto punto. -La examinó. Un breve silencio flotó entre ellos durante el cual Barbara apartó la mirada, y se puso a toquetear una bola de pelusa que tenía que quitar del brazo de su jersey ancho-. Barbara -dijo Lynley al fin-, yo no lo haría así.

Ella alzó la mirada.

– ¿Qué?

– Creo que ya lo sabes. ¿Has pensado alguna vez que te rehabilitarían más deprisa si trabajaras con alguien menos… menos molesto para la gente que tiene el poder?

– ¿Como quién, por ejemplo? ¿John Stewart? Sería muy agradable.

– MacPherson, seguramente, o Philip Hale, e, incluso, en otro departamento, en una de las comisarías de distrito; porque, mientras estés a mis órdenes, por no mencionar a las de Hillier, sin Webberly aquí para hacer de parachoques entre nosotros. -Hizo un gesto con el que quería decir: «Acaba la idea de manera lógica».

No le hizo falta. Se colocó bien el bolso en el hombro y comenzó a subir de vuelta al centro de coordinación.

– Las cosas no van a ser así. Yo sé lo que es importante y lo que no -dijo ella.

– ¿Lo que significa?

Barbara se paró en la puerta del pasillo. Le ofreció la respuesta que le había dado él.

– Creo que ya lo sabe, señor, buenas noches. Tengo trabajo que hacer antes de irme a casa.

Capítulo 15

Con su mente, puso un cuerpo delante de éclass="underline" tumbado en el suelo, crucificado por las ataduras y la tabla. Era un cuerpo silencioso, pero no exánime, y que, cuando recobraba la conciencia, sabía que estaba ante un poder del que no había esperanzas de huir. Así que el miedo disminuía disfrazado de ira y, al ver ese miedo, el corazón de Fu crecía. La sangre congestionaba sus músculos, y se sentía superior. Era la clase de éxtasis que sólo proporcionaba ser un dios.

Después de haber vivido eso, quería repetir. Una vez que había experimentado la sensación de quién era él en realidad, y tras desprenderse de la crisálida de quien sólo aparentaba ser, no podía olvidarlo: era para siempre.

Después de que muriera el primer chico, había intentado aferrarse a la sensación el mayor tiempo posible. Se quedaba a oscuras una y otra vez y revivía todos los momentos que lo habían llevado de la selección al juicio, y de ahí a la admisión, y luego al castigo y, por último, a la liberación. Pero aun así, el mero júbilo de la experiencia se había desvanecido, como pasa con todo. Para recuperarlo, sólo podía realizar otra selección, actuar de nuevo.

Se dijo a sí mismo que él no era como los otros que le habían precedido: cerdos como Brady Sutcliffe y West. Ellos buscaban emociones baratas, eran asesinos de sangre fría que atacaban a los vulnerables sólo para mantenerse a flote. Gritaron su insignificancia al mundo a través de actos que no se olvidarían nunca. Pero para Fu las cosas eran distintas. Para él no eran chicos inocentes jugando, prostitutas elegidas al azar por las calles, mujeres autoestopistas que tomaban una decisión mortal al subirse a un coche con un hombre y su esposa…

En estos asesinos, la posesión, el terror y el sacrificio lo eran todo; pero Fu iba por un camino distinto, y por eso su estado actual era más difícil de sobrellevar. Si estuviera dispuesto a unirse a los cerdos, sabía que descansaría más tranquilo: sólo tendría que dar una batida por las calles y, en unas horas, alcanzaría otra vez el éxtasis. Como ése no era él, Fu buscó la oscuridad para encontrar consuelo.

Pero una vez allí, percibió la intrusión. Cogió aire y lo retuvo. Todos sus sentidos estaban alerta. Escuchó; pensó que era imposible. Pero su cuerpo no lo engañaba.

Disipó la penumbra. Buscó las pruebas. La luz era tenue como él la prefería, pero suficiente para mostrarle que no había señales obvias de intrusión en su casa. Sin embargo, lo sabía. Había aprendido a confiar en las terminaciones nerviosas de la nuca, y éstas le murmuraban que tuviera cuidado.

Junto a la silla, en el suelo, había un libro. Una revista con la portada arrugada. Un fajo de periódicos entrecruzados uno encima del otro. Palabras. Palabras. Palabras sobre palabras. Todas cotorreaban, todas acusaban. Un gusano, coreaban. Aquí, aquí.

Fu reparó en el relicario. Eso era lo que quería. Ya que, sólo a través del relicario, el gusano podría hablar otra vez. Y lo que diría…

«No me digas que no has comprado salsa agridulce, estúpida. ¿En qué más tienes que pensar todo el día? Cariño, por favor. El niño… ¿Acaso intentas decirme…? Mueve el culo hasta la tienda y compra la salsa. Y deja al niño. He dicho que lo dejes. ¿Te funcionan mal los oídos además del cerebro? Cariño…»

Como si el tono y las palabras pudieran influir en el caminar ligero y el miedo, ambas cosas regresarían si perdía el relicario o su contenido.

Sin embargo, vio que el relicario estaba donde lo había dejado, en su escondite, que no lo era en absoluto. Y, cuando levantó la tapa con cuidado, vio que el contenido parecía estar como siempre. Incluso el contenido dentro del contenido, que había enterrado, conservado y guardado con cuidado, estaba como lo había dejado. O eso parecía.

Se dirigió a la pila de periódicos entrecruzados. Los miró desde arriba, pero sólo le dijeron lo que podía ver: un hombre con atuendo africano. Un titular declaraba «La agonía de un padre de acogida», y el artículo que acompañaba el titular explicaba el resto: después de las muertes por todo Londres, al fin, habían caído en la cuenta de que se trataba de un asesino en serie.

Fu sintió que se relajaba. Notó las manos calientes, y las náuseas comenzaron a alejarse mientras pasaba las páginas del fajo de tabloides. «Quizá baste», pensó.

Se sentó. Se acercó toda la pila, como Papá Noel abrazando a un niño. «Qué raro es que sólo con el último chico, Sean, que ha mentido, negado y acusado y perdido todo derecho a redimirse y liberarse por rehusar tercamente a reconocer su culpa, la policía se haya dado cuenta de que se enfrenta a algo mayor y más importante de lo que están acostumbrados», pensó. Les había estado dando pistas desde el principio, pero se habían negado a ver. Ahora, sin embargo, lo sabían. No su propósito, claro, sino que él era una fuerza de la justicia única y singular. Siempre iba un paso por delante de aquellos que lo buscaban. Supremo y supremo.