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Cogió el ejemplar más reciente del Evening Standard y lo apartó. Repasó el fajo hasta que encontró el Mirror, que ofrecía una foto del túnel en el que había dejado el último cuerpo. Cogió la fotografía de la escena y bajó la mirada para abarcar las otras fotos de la página: policías, porque ¿quién podrían ser si no? Y aparecía el nombre de uno de ellos, así que ahora sabía quién quería frustrar sus planes, quién dirigía a todos los demás infructuosamente para apartarlo del rumbo que seguía. Lynley, comisario, sería fácil recordar el nombre.

Fu cerró los ojos y evocó la imagen de sí mismo y de ese tal Lynley enfrentándose. Pero no se enfrentaba a él solo, sino que la imagen mostraba un momento de redención en el que el detective observaba, incapaz de hacer nada para detener el ciclo de castigo y salvación mientras se desarrollaba ante sus ojos. Eso sí sería impresionante, pensó Fu. Sería una declaración que nadie, ni Brady ni Sutcliffe, ni West, había sido capaz de hacer nunca.

Fu asimiló el placer que le proporcionó aquel pensamiento, con la esperanza de que le acercara a la sensación embriagadora, lo que él llamaba la plenitud, de los momentos finales del acto de la redención. Quería hincharse de éxito, quería tener el conocimiento de ser pleno, quería, quería, quería sentir la explosión emocional y sensual que se producía con el impacto del deseo y del triunfo… Por favor.

Pero no pasó nada.

Abrió los ojos, todos sus nervios estaban despiertos. El gusano había estado profanando el lugar, y, por eso, no podía recuperar ninguno de los momentos en los que se había sentido más vivo.

No podía permitirse la desesperación que acechaba, así que la transformó en ira, y dirigió la ira al gusano. «Sal de aquí, mamón, sal. No te acerques.»

Pero aún sentía un hormigueo en los nervios, que le contaban un cuento que revelaba que así nunca encontraría la paz. La paz sólo podía alcanzarse con el acto que llevaba a otra alma a su redención. Haría lo que necesitaba hacer.

La lluvia cayó durante los siguientes cinco días, una copiosa lluvia invernal de esas que, por lo general, hace que pierdas la esperanza de volver a ver el sol. La sexta mañana, lo peor de la tormenta había pasado, pero, a medida que avanzaba el día, el cielo cubierto presagiaba la llegada de otra más.

Lynley no fue directamente a Scotland Yard como habría hecho normalmente, sino que condujo en la dirección contraria, abriéndose paso hacia la A4, para salir de Londres. Helen le había sugerido que realizara aquel viaje. Lo miró por encima del vaso de zumo de naranja del desayuno.

– Tommy, ¿has pensando en ir a Osterley? Creo que lo necesitas -le dijo.

– ¿Tan evidente se está volviendo mi desconfianza en mí mismo?

– Yo no lo llamaría desconfianza. Y creo que eres demasiado duro contigo mismo si lo llamas así, por cierto.

– ¿Cómo lo llamarías pues?

Helen se quedó pensando, con la cabeza ladeada mientras lo observaba. Aún no se había vestido, ni se había molestado en peinarse, y Lynley vio que le gustaba con el pelo alborotado. «Parece una esposa», pensó, aunque antes se cortaría la lengua que decírselo.

– Lo llamaría una arruga en la superficie de tu tranquilidad, por cortesía de los tabloides y del subinspector de policía. David Hillier quiere que fracases, Tommy. Ya deberías saberlo. Ruge para que obtengas resultados, pero eres la última persona del mundo que desea que los consiga.

Lynley sabía que tenía razón.

– Lo que hace que me pregunte por qué me ha colocado ahí.

– ¿De comisario en funciones o al frente de la investigación?

– Las dos cosas.

– Todo tiene que ver con Malcolm Webberly, por supuesto. El propio Hillier te dijo que sabe lo que Malcolm habría querido que hiciera, así que lo está haciendo. Es su… su homenaje a él, a falta de una palabra mejor. Es su forma de contribuir a asegurar que Malcolm se recupere. Pero su voluntad, la de Hillier, me refiero, se interpone en su intención de ayudar a Malcolm. Así que, mientras tengas el cargo de comisario en funciones y la misión de dirigir la investigación, Hillier también te deseará lo peor en ambos terrenos.

Lynley pensó en aquello. Tenía sentido, pero así era Helen. Si uno rascaba en la superficie de su indiferencia habitual, era una persona sensata e intuitiva hasta la médula.

– No tenía ni idea de que te hubieras convertido en una experta del psicoanálisis instantáneo -le dijo.

– Oh. -Le saludó con la taza de té-. Me viene todo de ver los programas de testimonios, cielo.

– ¿De verdad? Nunca habría pensado que eras una telespectadora encubierta de programas de testimonios.

– Me halagas. Me estoy aficionando a los americanos. Ya sabes: alguien se sienta en un sofá, abre su corazón al presentador y a quinientos millones de telespectadores, tras lo cual, le dan consejos y lo mandan a enfrentarse a sus demonios. Hay confesión, catarsis, resolución y renacimiento, todo en un bonito paquete de cincuenta minutos. Me encanta cómo resuelven los problemas de la vida en la televisión americana, Tommy. Así es como hacen la mayoría de las cosas los americanos, ¿no? Ese enfoque a lo pistolero: desenfundar, disparar y fuera dificultad, supuestamente.

– No me estarás recomendando que mate a Hillier, ¿verdad?

– Sólo como último recurso. Mientras tanto, sugiero que vayas a Osterley.

Así que siguió su sugerencia. Era una hora infame para ir de visita a una clínica de reposo, pero creyó que su placa de policía le bastaría para poder entrar.

Así fue. La mayoría de los pacientes aún estaban desayunando, pero la cama de Malcomí Webberly estaba vacía. Sin embargo, un camillero muy amable lo condujo a la sala de fisioterapia. Allí, Lynley encontró al comisario Webberly entre las dos barras paralelas esforzándose por caminar.

Lynley lo observó desde la puerta. Era un milagro que el comisario estuviera vivo. Había sobrevivido a una lista larguísima de lesiones, todas causadas por un conductor que lo atropello y se dio a la fuga. Tuvieron que extirparle el bazo y un buen trozo del hígado; se había fracturado el cráneo y le deshicieron un coágulo en el cerebro; había estado seis semanas en coma inducido, se rompió la cadera, un brazo y cinco costillas y sufrió un infarto mientras se recuperaba de todo lo demás. Era un verdadero guerrero en la batalla por recobrar las fuerzas. También era el único hombre de New Scotland Yard con quien Lynley sentía que podía ser sincero.

Webberly avanzaba lentamente por las barras, animado por la terapeuta, que insistía en llamarlo cielo a pesar de los gruñidos que Webberly mandaba en su dirección. Era del tamaño de un canario aproximadamente, y Lynley se preguntó cómo sostendría al corpulento comisario en caso de que perdiera el equilibrio. Pero parecía que Webberly no tenía ninguna intención de hacer otra cosa que no fuera llegar al final del aparato. Cuando lo logró, dijo sin mirar en dirección a Lynley:

– Creerás que me dejan fumarme un puto puro de vez en cuando, ¿verdad, Tommy? La idea que tienen aquí de celebrar algo es administrarte un enema mientras escuchas a Mozart.

– ¿Cómo está, señor? -le preguntó Lynley mientras entraba en la sala-. ¿Ha perdido unos kilitos?

– ¿Me estás diciendo que me hacía falta? -Webberly lo miró con astucia. Estaba pálido e iba sin afeitar y se lo veía bastante inseguro con su nueva cadera de titanio. Llevaba un chándal en lugar de la ropa del hospital. Las palabras Súper Poli decoraban la chaqueta.

– Sólo era una observación sin importancia -dijo Lynley-. Para mí usted nunca ha necesitado retoques.

– Qué chorrada. -Webberly gruñó al llegar al final de las barras e hizo el giro necesario para descender hasta la silla de ruedas que le trajo la terapeuta-. No me fío un pelo de ti.