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Mientras miraban, la figura volvió a aparecer, demasiado lejana e, incluso en la ampliación, demasiado granulada como para poder distinguirla. Subió a la furgoneta, y ésta avanzó sin problemas. Antes de desaparecer tras el muro, Stewart detuvo la cinta.

– Echa un vistazo a esta bonita imagen, Tommy. -Parecía satisfecho.

Bien podía estarlo, pensó Lynley, puesto que la imagen había logrado captar las letras del lateral de la furgoneta. El milagro habría sido tener una identificación completa, que era más de lo que tenían; pero medio milagro serviría.

Eran visibles tres líneas parciales de letras despintadas: «ciña», «vil», y «waf».

Debajo, figuraba un número: 87361.

– Esto último parece parte de un número de teléfono -dijo Nkata.

– Yo digo que el resto es el nombre de un negocio -añadió Stewart-. La pregunta es: ¿lo sacamos en Alerta criminal?.

– ¿A quiénes tienes trabajando ahora en la furgoneta? -preguntó Lynley-. ¿Qué están haciendo?

– Intentan que la British Telecom les dé algo sobre ese número incompleto de teléfono, comprueban licencias de negocios para ver si podemos encontrar una coincidencia para las letras que vemos en el nombre, verifican otra vez los datos con Tráfico.

– Tardarán siglos -señaló Nkata-. Pero ¿cuántos millones de personas verán esto si lo sacamos en la tele?

Lynley pensó en las consecuencias de pasar el vídeo en Alerta criminal. Millones de personas veían el programa y había servido en muchas ocasiones para acelerar una investigación. Pero emitir la grabación a escala nacional conllevaba riesgos, el más grave de los cuales era que revelarían sus intenciones al asesino; porque existía la posibilidad real de que su asesino estuviera viendo la tele y limpiara la furgoneta tan a fondo que todas las pruebas de que cualquiera de los chicos muertos hubiera estado en ella desaparecerían para siempre. Y existía la posibilidad adicional de que su hombre se deshiciera de la furgoneta inmediatamente, llevándola a uno de los cientos de lugares de fuera de Londres donde tardarían años en encontrarla; o podía encerrarla en algún sitio con el mismo resultado.

La decisión era de Lynley. Decidió aplazarla.

– Quiero pensármelo -dijo, y, dirigiéndose a Winston-: Diles a los de Alerta criminal que podríamos tener algo para su programa, pero que estamos trabajando en ello.

Nkata parecía inquieto, pero se dirigió al teléfono. Al regresar a su mesa, Stewart parecía satisfecho.

Lynley hizo una seña a Havers con la cabeza y le lanzó una mirada que decía «te veo ahora». Ella cogió lo que parecía una libreta prístina y lo siguió fuera del centro de coordinación.

– Buen trabajo -le dijo. Observó que ese día iba vestida de un modo más adecuado, con un traje de chaqueta de tweed y zapatos bajos de cuero. El traje tenía una mancha en la falda y no había sacado brillo a los zapatos, pero, por lo demás, era un camino significativo en una mujer que normalmente era partidaria de los pantalones de chándal y las camisetas con juegos de palabras que siempre despertaban algún gruñido.

Barbara se encogió de hombros.

– Soy capaz de captar las indirectas cuando me dan con ellas en la cara, señor.

– Me alegra oírlo. Coge tus cosas y ven conmigo.

Le cambió la cara. La alegría esperanzada traicionó a Barbara tanto como emocionó a Lynley, que quiso decirle que no se colgara su corazón profesional en la solapa, pero se frenó. Havers era quien era.

No le preguntó adonde iban hasta que estaban en el Bentley dirección a Vauxall Bridge Road.

– ¿Estamos huyendo, señor? -dijo luego.

– Créeme -le dijo-, no sería la primera vez que lo pienso; pero Webberly dice que hay una forma de lidiar con Hillier. Sólo que aún no la he descubierto.

– Debe de ser como buscar el Santo Grial. -Se miró los zapatos y pareció ver lo desgastados que estaban. Se humedeció los dedos con la lengua y frotó un arañazo en vano-. ¿Y cómo está?

– ¿Webberly? Evoluciona lentamente, pero evoluciona.

– Bueno, eso está bien, ¿verdad?

– Lo único malo es que sea una evolución tan lenta. Necesitamos que vuelva antes de que Hillier se autodestruya y nos arrastre a todos con él.

– ¿Cree que llegará a tanto?

– A veces, no sé qué creer -contestó.

Al llegar a su destino, aparcar fue la pesadilla de siempre. Metió el Bentley delante de la entrada del bar Kings Head and Eight Bells, justo debajo de una señal de NO BLOQUEAR LA ENTRADA, a la que habían añadido O TE MATO. Havers levantó una ceja.

– ¿Qué es la vida sin riesgos? -preguntó Lynley. Por si acaso, colocó un distintivo policial en el salpicadero de manera que se viera bien.

– Eso sí que es vivir peligrosamente -observó Havers.

Subieron los pocos metros de Cheyne Row hasta la casa de la esquina con Lordship Place, donde encontraron a St. James agasajado por Deborah y Helen, que estaban hojeando revistas mientras charlaban. Todos se encontraban en el laboratorio.

– Lógica -contestó Deborah-, sólo es eso. -Alzó la vista y vio a Lynley y a Havers en la puerta. Justo a tiempo -dijo-, mirad quién ha llegado. No tendrás ni que ir a casa para convencerle, Helen.

– ¿Convencerme de qué? -Lynley se acercó a su esposa y le echó la barbilla hacia arriba para estudiar su rostro-. Pareces cansada.

– No seas tan protector -le reprendió ella-. Te están saliendo arrugas en la frente de tanto preocuparte.

– Todo depende de Hillier -dijo Havers-. Dentro de un mes, pareceremos todos diez años más viejos.

– ¿No tiene que jubilarse ya? -preguntó Deborah.

– Los subinspectores no se jubilan, mi amor -le dijo St. James a su esposa-. No hasta que pierden toda esperanza de que los nombren inspectores. -Miró a Lynley-. Por lo que veo, no es probable que pase pronto, ¿no?

– Ves bien. ¿Tienes algo para nosotros, Simón?

– Espero que quieras decir información y no whisky -dijo St. James. Añadió-: Fu.

– ¿Fu? -inquirió Havers-. Como… ¿qué? ¿Fumanchú? ¿Corfú?

– Como las letras F y U. -En una pizarra, St. James había estado trabajando en un diagrama con manchas de sangre falsa, pero lo dejó y se dirigió a su mesa. Del cajón de arriba, sacó un papel en el que estaba dibujado el mismo símbolo que figuraba al pie de la nota que habían recibido en Scotland Yard, afirmando que era del asesino en serie-. Es un símbolo chino -les explicó St. James-. Significa autoridad, poder divino y capacidad de juzgar. De hecho, representa la justicia, y se pronuncia Fu.

– ¿Os sirve, Tommy? -dijo Helen.

– Encaja con el mensaje de la nota que envió. Y, hasta cierto punto, también con la marca de la frente de Kimmo Thorne.

– ¿Porque sí que es una marca? -preguntó Havers.

– Supongo que eso diría el doctor Robson.

– ¿Aunque la otra marca sea un símbolo alquímico?

Deborah hizo la última pregunta a su marido.

– Es el hecho de marcar en sí mismo, diría yo -contestó St. James-. Dos símbolos bien diferenciados con interpretaciones que se pueden conseguir fácilmente. ¿Te refieres a eso, Tommy?

– Hum, sí. -Lynley examinó el trozo de papel en el que habían reproducido la marca y figuraba una explicación de la misma-. Simón, ¿de dónde has sacado la información?

– De Internet -dijo-. No ha sido difícil.

– Así que nuestro chico también tiene acceso a un ordenador -observó Havers.

– Eso reduce la lista a la mitad de la población de Londres -dijo Lynley con gravedad.

– Creo que puedo eliminar al menos a una parte de ese grupo. Hay algo más. -St. James había ido a una mesa de trabajo, donde extendió una hilera de fotografías. Lynley y Havers se reunieron con él mientras Deborah y Helen se quedaban en la otra mesa de trabajo, con un surtido de revistas abiertas entre ellas.

– He conseguido esto del S07 -dijo St. James, refiriéndose a las fotos, que, como Lynley pudo ver, eran de cada uno de los chicos muertos, junto con las ampliaciones correspondientes de una pequeña parte del torso de cada chico-. ¿Recuerdas los informes de las autopsias, Tommy? ¿Recuerdas que todos mencionaban una contusión específica que describían como un moratón con aspecto de herida en cada uno de los cuerpos? Bueno, mira esto. Deborah me hizo las ampliaciones anoche. -Cogió una de las fotos mayores.