Lynley la estudió y Havers miró por encima de su hombro. En la foto, vio el moratón del que hablaba St. James. Pudo distinguir que, en realidad, era más un dibujo que un hematoma, y vio que era más visible en el cuerpo de Kimmo Thorne al tratarse del único adolescente blanco. En Kimmo, había una zona central pálida rodeada de piel oscura con aspecto de moratón. En el centro de la zona pálida, había dos pequeñas marcas que parecían quemaduras. Con variaciones que se debían a la pigmentación propia de cada chico, esa marca distintiva era la misma en todas las fotografías que St. James fue entregándoles sucesivamente. Lynley alzó la mirada en cuanto las hubo visto todas.
– ¿Al S07 se le ha pasado esto por alto? -preguntó. Aunque lo que pensó era que habían metido la pata.
– Lo mencionan en las autopsias. El problema fue el término que utilizaron para referirse a ello. Lo llaman moratón.
– ¿Tú qué crees que es? Parece algo entre un moratón y una quemadura.
– Se me ocurrió una buena idea, pero no estaba del todo seguro al principio. Así que escaneé las fotos y se las mandé a un compañero de Estados Unidos para que me diera una segunda opinión.
– ¿Por qué a Estados Unidos? -Havers había cogido una de las fotografías y la miraba con el ceño fruncido, pero, en ese momento, alzó la vista con curiosidad.
– Porque, como casi todas las otras cosas que podrían considerarse armas, en Estados Unidos son legales.
– ¿El qué?
– Las pistolas eléctricas. Creo que es así como está paralizando a los chicos, antes de hacer el resto. -St. James prosiguió explicándoles las características de las heridas, y las comparó punto por punto con el tipo de moratón que aparecía como resultado de recibir una descarga de entre 50.000 y 200.000 voltios con un arma como ésa-. Agredió a los chicos en el mismo lugar del cuerpo, en la parte izquierda del torso. Eso nos indica que el asesino está utilizando el arma del mismo modo cada vez.
– Si tienes algo que funciona, por qué jugártela -dijo Havers.
– Exacto -asintió St. James-. La descarga de la pistola eléctrica altera el sistema nervioso del cuerpo, y deja a la víctima literalmente paralizada, incapaz de moverse aunque quiera. Los músculos trabajan deprisa, pero sin eficacia. El azúcar de la sangre se convierte en ácido láctico, lo que le deja sin energía. Los impulsos neurológicos quedan interrumpidos. Está débil, confundido y desorientado.
– Mientras se encuentra en este estado, el asesino tiene tiempo de inmovilizarlo -añadió Lynley.
– ¿Y si comienza a volver en sí…? -dijo Havers.
– El asesino utiliza otra vez el arma. Cuando vuelve a estar normal, el asesino ya lo tiene amordazado y atado, y puede hacer lo que le plazca con él. -Lynley le devolvió las fotografías a St. James-. Sí, creo que eso es exactamente lo que está pasando. -Excepto que… -Havers le devolvió su foto a St. James aunque se dirigió a Lynley-. Estos chicos son espabilados. Cabe pensar que advertirían que alguien va a enchufarles un arma en las costillas, ¿no?
– En cuanto a eso, Barbara… -St. James sacó unas hojas de una bandeja que había encima del archivador. Le entregó a Lynley lo que al principio parecía un anuncio. Sin embargo, al examinarlo más detenidamente, Lynley vio que el documento estaba sacado de internet. En una página llamada PersonalSecurity.com, se vendían pistolas eléctricas. Pero eran totalmente distintas al arma con forma de pistola que uno asociaría con el nombre. En realidad, no parecían armas en absoluto, lo cual seguramente era la razón para tener una. Algunas estaban fabricadas para que parecieran teléfonos móviles, otras parecían linternas. Sin embargo, todas funcionaban de manera idéntica: quien las utilizaba tenía que establecer contacto físico con la víctima para que la descarga eléctrica pasara de la pistola al cuerpo de la víctima.
Havers soltó un silbido flojo.
– Estoy impresionada -dijo-, y me parece que podremos averiguar cómo entran estas cosas en el país.
– No será una gran proeza entrarlas clandestinamente en el Reino Unido -asintió St. James-. No es lo que parece.
– Y de ahí al mercado negro -dijo Lynley-. Bien hecho, Simón. Gracias. Avances. Me siento razonablemente animado. -Pero no podemos darle esto a Hillier -señaló Havers-. Lo sacará en Alerta criminal. O se lo entregará a la prensa antes de que puedas reaccionar. No se lo tome literalmente, señor -se apresuró a decir.
– Y ya me gustaría decírselo -dijo Lynley-; aunque normalmente prefiero algo un poco más sutil.
– Entonces, puede que nuestro plan tenga una pega. -Helen habló desde la mesa donde ella y Deborah estaban hojeando revistas. Levantó una y Lynley vio que mostraba ropa para bebés y niños pequeños-. Tengo que decir que no es nada sutil -dijo-. Deborah me ha sugerido una solución, Tommy, para el problema del bautizo.
– Ah. Eso.
– Sí. Ah, eso. ¿Te la contamos? ¿O espero a después? Podrías tomártelo como un descanso de las realidades desalentadoras del caso, si quieres.
– Y ¿cambiarlas por las realidades desalentadoras de nuestras familias? -preguntó Lynley-. Eso sí que es divertido.
– No te burles -dijo Helen-. Francamente, yo bautizaría a nuestro Jasper Félix vestido con un paño de cocina si de mí dependiera. Pero, como no es así, porque se me echarían encima doscientos cincuenta años de historia de los Lynley, he querido llegar a un arreglo que satisfará a todos.
– Lo cual es poco probable que suceda si tu hermana Iris alinea al resto de las chicas en su bando a favor de la historia familiar de los Clyde -dijo Lynley.
– Bueno, sí, por supuesto, Iris intimida bastante cuando se le mete algo entre ceja y ceja, ¿verdad? Precisamente de eso hablábamos Deborah y yo cuando me ha sugerido la cosa más obvia del mundo.
– ¿Puedo preguntar qué es? -Lynley miró a Deborah.
– Ropa nueva -dijo.
– Pero no sólo ropa nueva -añadió Helen-, y no el vestidito, la mantita, el chal, o lo que sea, típicos. Mi idea consiste en conseguir algo que anuncie que estamos instaurando una tradición nueva, tú y yo. Así que, naturalmente, eso va a suponer un esfuerzo un poco mayor. No cogeremos lo primero que veamos en Peter Jones y ya está.
– Vaya, lo pasarás fatal, cielo -dijo Lynley.
– Está siendo sarcástico -dijo Helen al resto, y luego, a Lynley-: Te das cuenta de que es la respuesta, ¿verdad? Algo nuevo, algo distinto, algo que podamos pasar a nuestros hijos, o, al menos, decir que vamos a pasarles, para que ellos también puedan usarlo. Y sabes que lo que estamos buscando está ahí lucra. Deborah se ha ofrecido a ayudarme a encontrarlo.
– Gracias -le dijo Lynley a Deborah.
– ¿Te gusta la idea? -le preguntó.
– Me gusta cualquier cosa que nos pueda llevar a la paz -contestó-, aunque tan sólo sea de forma momentánea. Ahora, si pudiéramos resolver…
Le sonó el móvil. Mientras metía la mano en el bolsillo superior del abrigo para cogerlo, el teléfono de Havers también sonó.
Los demás se quedaron mirándolos mientras, desde New Scotland Yard, Lynley y Havers recibían la información simultáneamente. No eran buenas noticias: en Queen's Word, en el norte de Londres, alguien había encontrado otro cuerpo.
Capítulo 16
Helen bajó al coche con ellos. Retuvo a Lynley.
– Tommy, cariño, escúchame, por favor -le dijo antes de que se subiera. Miró hacia Havers, que ya estaba abrochándose el cinturón del asiento del pasajero y luego le dijo en voz baja a Lynley-: Lo resolverás, Tommy. Por favor, no seas tan duro contigo mismo.