El soltó un suspiro. Qué bien lo conocía.
– ¿Cómo podría no serlo? Otro, Helen -le contestó también en voz baja.
– Debes recordarlo. Eres un solo hombre.
– No lo soy. Tengo a mi cargo a más de treinta hombres y mujeres, y no hemos hecho una mierda para detenerle. El sí que es un solo hombre.
– No es cierto.
– ¿Qué parte?
– Ya sabes qué parte. Estás haciendo esto del único modo posible.
– Mientras, chicos, chicos jóvenes, Helen, niños que apenas son adolescentes, están muriendo en la calle. Da igual lo que hayan hecho, da igual cuáles sean sus delitos, si es que han cometido alguno, no se lo merecen. Siento que hemos perdido el tiempo.
– Lo sé -dijo ella.
Lynley veía el amor y la preocupación en el rostro de su mujer.
Por un momento, aquello lo reconfortó. Aun así, mientras se subía al coche, dijo con amargura:
– Dios santo, no pienses tan bien de mí, Helen, por favor.
– No puedo pensar otra cosa. Ve con cuidado, por favor.
– Y luego le dijo a Havers-: Barbara, ¿te encargarás de que coma en algún momento? Ya lo conoces. No comerá.
Havers asintió.
– Ya le encontraré alguna fritanga decente en algún sitio, con mucha grasa. Así se repondrá como Dios manda.
Helen sonrió. Acarició la mejilla de Lynley y luego se alejó del coche. Lynley la vio por el retrovisor; no se movió mientras se alejaban.
Llegaron bastante rápido cogiendo Park Lane y Edgware Road, en dirección noroeste al principio. Bordearon Regent's Park por la parte norte, a toda velocidad rumbo a Kentish Town. Estaban acercándose a Queen's Wood desde la estación de Highgate cuando la lluvia que el día había prometido al fin empezó a caer. Lynley juró. Lluvia y la escena de un crimen: la pesadilla de los forenses.
Queen's Wood era una anomalía en Londres: un bosque de verdad que, en su día, había sido un parque como cualquier otro, pero que se había dejado que creciera, floreciera o muriera a su aire desde hacía tiempo. El resultado eran hectáreas de naturaleza descontrolada en medio del crecimiento caótico de la ciudad.
A su alrededor había casas y, de vez en cuando, un bloque de pisos, pero, a tres metros de las vallas y muros de sus jardines traseros, el bosque salía de la tierra en una explosión de hayas, helechos, arbustos y malas hierbas, que luchaban entre sí para sobrevivir como lo harían en el campo.
No había césped, ni bancos, ni estanques con patos. No había cisnes flotando serenamente en un lago o un río. En su lugar, había senderos mal señalados, cubos de basura llenos hasta arriba de todo tipo de desechos, desde envases de comida para llevar hasta pañales, algún que otro poste que indicaba vagamente el camino a la estación de Highgate y una colina donde el bosque descendía hacia un terraplén de huertos al oeste.
El acceso más fácil a Queen's Wood estaba pasado Muswell Hill Road. Allí, Wood Lane giraba hacia el noreste y dividía la parte sur del parque. La policía local contaba con una importante presencia en la escena: habían bloqueado el final de la calle con caballetes, donde cuatro agentes de policía equipados con ropa de lluvia contenían a los curiosos que merodeaban por la zona con sus paraguas como una colección de setas móviles.
Lynley enseñó su placa a uno de los agentes, quien indicó a los otros que retiraran el control lo suficiente como para que pudiera pasar el Bentley.
– No dejes pasar a nadie que no sea del SOCO. A nadie -le había dicho antes Lynley al hombre-. No me importa quién sea o lo que le digan. No pasa nadie, a excepción que sea policía y te muestre la placa.
El agente asintió. Los flashes de las cámaras le mostraron a Lynley que la prensa ya estaba al corriente de lo sucedido.
El primer tramo de Wood Lane era de viviendas: una amalgama de edificios del XIX y del XX que consistían en casas restauradas, apartamentos y viviendas unifamiliares. Sin embargo, después de unos doscientos metros, los edificios desaparecían de repente y a cada lado de la calle, sin ningún tipo de cercado y totalmente accesible, se extendía el bosque que con este tiempo parecía inquietante y peligroso.
– Buena elección -dijo Havers entre dientes mientras ella y Lynley se bajaban del coche-. Es hábil, ¿verdad? Tenemos que reconocérselo. -Se subió el cuello del chaquetón para protegerse de la lluvia-. Esto parece el plato de una película de suspense.
Lynley no se lo discutió. En verano, la zona seguramente sería un paraíso, un oasis natural que ofrecía una evasión de la cárcel de cemento, piedra, ladrillo y asfalto que desde hacía tiempo envolvía el resto del entorno autóctono; pero, en invierno, era un lugar melancólico en el que reinaba la decadencia. Capas de hojas en descomposición cubrían el suelo y el lugar olía a turba. Las hayas que las tormentas habían volcado a lo largo de los años atravesaban distintas etapas de putrefacción justo allí donde habían caído, mientras que las ramas de los árboles que el viento había roto estaban esparcidas por la cuesta, donde crecían el musgo y los líquenes.
La actividad se centraba en el extremo sur de Wood Lane, donde el parque descendía hacia los huertos y luego volvía a subir hacia Priory Gardens, que era la calle que quedaba detrás. [In gran cuadrado de plástico traslúcido suspendido de unos postes creaba un refugio tosco para un área de quizá cincuenta metros al oeste de los huertos. Allí, un haya enorme había sido arrancada del suelo hacía menos tiempo que las demás, puesto que allí donde habían estado las raíces aún quedaba un agujero que el tiempo, la tierra, el viento, los bichos, los helechos y las malas hierbas aún no habían rellenado.
El asesino había colocado el cuerpo en ese agujero. En aquel preciso momento, un patólogo forense estaba examinándolo mientras un equipo del SOCO trabajaba con eficacia silenciosa en las inmediaciones. Debajo de una haya alta situada a unos treinta metros de distancia, un adolescente observaba toda aquella actividad, un pie apoyado en el tronco que tenía detrás y una mochila en el suelo. Un hombre pelirrojo que llevaba una gabardina estaba con él y les hizo un gesto a Lynley y a Havers con la cabeza para que se acercaran a él.
El pelirrojo dijo que era el detective Widdison de la comisaría de policía de Archway. Presentó a su compañero, un tal Ruff.
– ¿Ruff? -Lynley miró al chico, que lo miró frunciendo el ceño desde debajo de la capucha de su sudadera que estaba cubierta por un anorak gigantesco.
– No hay apellido por el momento. -Widdison se separó cinco pasos del chico y se llevó con él a Lynley y Havers-. Ha encontrado el cuerpo -dijo-. Es un crío fuerte, pero está afectado. Ha vomitado cuando iba a buscar ayuda. – ¿Adonde fue a buscarla? -preguntó Lynley. Widdison lanzó una pelota inexistente en dirección a Wood Lane.
– A Walden Lodge. Ahí dentro hay uno ocho o diez apartamentos. Ha llamado a los timbres hasta que alguien le ha abierto para dejarle llamar por teléfono.
– ¿Y qué hacía él aquí? -preguntó Havers. -Pintadas -le respondió Widdison-. No quiere que lo sepamos, claro, pero estaba afectado y nos ha dado su apodo por error, y por eso ahora no quiere decirnos su verdadero nombre. Llevamos intentando pillarle unos ocho meses. Ha puesto Ruff en todas las superficies libres de por aquí: señales, cubos de basura, árboles. Plata. – ¿Plata? -Es el color que utiliza para hacer las pintadas, color plata.
Lleva los botes de pintura en esa mochila de allí. No ha tenido el aplomo de esconderlos antes de llamarnos.
– ¿Qué les ha dicho? -preguntó Lynley.
– Nada. Pueden hablar con él si quieren, pero no creo que viera nada. No creo que hubiera nada que ver. -Ladeó la cabeza en dirección al intenso círculo de trabajo que rodeaba el cuerpo-. Estaré ahí cuando acaben. -Se marchó.
Lynley y Havers regresaron junto al chico. Havers se puso a hurgar en su bolso.