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– Supongo que tiene razón, Barbara -dijo Lynley-. Imagino que tomar notas no…

– No busco la libreta -contestó ella, y le ofreció al chico su paquete arrugado de Players cuando se reunieron con él.

Ruff miró los cigarrillos, luego a ella, y otra vez los cigarrillos.

– Gracias -farfulló al fin, y cogió uno, que Barbara le encendió con un mechero de plástico.

– ¿Había alguien por aquí cuando encontraste el cuerpo? -le preguntó Lynley al chico después de que le diera, ansioso, una calada al cigarrillo. Tenía los dedos sucios, con mugre incrustada debajo de las uñas y las cutículas, y la cara llena de granos pero pálida.

Ruff negó con la cabeza.

– Había alguien en los huertos, es todo -dijo-. Un viejo que removía la tierra con una pala como si buscara algo. Le he visto al bajar por Priory Gardens, en el sendero. Ya está.

– ¿Estabas tú solo haciendo las pintadas? -le preguntó Lynley.

Al chico le brillaron los ojos.

– Eh, yo no he dicho…

– Lo siento. ¿Has venido solo al parque?

– Sí.

– ¿Has visto algo fuera de lo normal? ¿Un coche o una furgoneta que te llamaran la atención, arriba en Wood Lane? ¿Quizá cuando has ido a telefonear para pedir ayuda?

– No he visto una mierda -dijo Ruff-. De todos modos, de día siempre hay un montón de coches aparcados allí. Porque la gente de fuera viene a la ciudad y hace el resto del viaje en metro, ¿no? El metro queda ahí mismo, la estación de Highgate.

– Mire, ya le he contado todo esto al poli. Es como si yo hubiera hecho algo; y no dejan que me vaya.

– Puede que sea porque no quieres decirles cómo te llamas -le dijo Havers al chico-. Si quieren volver a hablar contigo, no sabrán dónde localizarte.

Ruff la miró con recelo, intentaba descubrir la trampa que se escondía en sus palabras.

– Nosotros somos de Scotland Yard -le dijo Barbara para tranquilizarlo-. No vamos a meterte en la trena por pintar tu nombre por todas partes. Tenemos peces más gordos que pescar.

El chico se sorbió la nariz, se la limpió con el dorso de la mano y cedió. Se llamaba Elliott Augustus Greenberry, los miraba con dureza como si esperara que una expresión incrédula asomara a su rostro.

– Dos eles, dos tes, dos es, dos erres. Y no me digan que es un nombre estúpido porque ya lo sé. Oiga, ¿me puedo ir ya?

– Dentro de un momento -dijo Lynley-. ¿Has reconocido al chico?

Ruff se apartó un mechón grasiento de la cara y lo metió debajo de la capucha de la sudadera.

– ¿Qué chico quiere decir? El…, ¿ése?

– El chico muerto, sí -dijo Lynley-. ¿Lo conoces?

– No -contestó Ruff-. No lo había visto nunca. Podría ser de por aquí, de allá arriba, la calle de detrás de los huertos, pero no lo conozco. Ya les he dicho que no sé una mierda. ¿Puedo irme?

– En cuanto nos des tu dirección -dijo Havers.

– ¿Por qué?

– Porque más adelante querremos que firmes una declaración y necesitamos saber dónde podemos encontrarte.

– Pero ya he dicho que yo no…

– Es rutina, Elliott -dijo Lynley.

El chico frunció el ceño, pero colaboró y lo dejaron marchar. Bajó por la cuesta, hacia el oeste en dirección al sendero que lo llevaría de vuelta a Priory Gardens.

– ¿Le han sacado algo? -les preguntó el detective Widdison cuando Lynley y Havers se reunieron con él.

– Nada -dijo Lynley, y le dio el anorak, que Widdison pasó a un agente empapado, que se lo puso agradecido-. Un hombre que cavaba en los huertos.

– Es lo mismo que me ha dicho a mí -dijo Widdison-. Hemos iniciado un interrogatorio puerta por puerta allí arriba.

– ¿Y en Wood Lane?

– También. Me parece que lo mejor será ir a Walden Lodge. -Una vez más, Widdison señaló un bloque de pisos moderno y de aspecto sólido que se alzaba justo donde acababa el bosque. Era el último edificio de Wood Lane antes del parque y tenía balcones en todos los lados. La mayoría estaban vacíos, pero en alguno había una barbacoa y muebles de jardín tapados para el invierno, y, en cuatro, había personas mirando. Una sostenía unos prismáticos-. No creo que el asesino haya traído el cuerpo hasta aquí abajo sin una linterna -opinó Widdison-. Puede que alguien de allá arriba lo haya visto.

– A no ser que lo trajera justo después de que amaneciera -señaló Havers.

– Demasiado arriesgado -dijo Widdison-. Los trabajadores que vienen de fuera de Londres aparcan en la calle y cogen el metro para ir a la ciudad. El asesino debía de saberlo y obraría en consecuencia. Pero aun así correría el riesgo de que lo viera alguien que decidiera desplazarse más temprano de lo normal.

– Pero hace los deberes -señaló Havers-. Lo sabemos por los lugares en los que ha dejado el resto de cuerpos.

Widdison no parecía convencido. Los llevó debajo del refugio para enseñarles el cuerpo. Estaba de costado, pero, por lo demás, lo habían dejado cuidadosamente en el agujero dejado por las raíces desenterradas del haya caída. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, y los brazos extendidos como alguien que se hubiera quedado congelado haciendo una señal.

Lynley vio que aquel chico parecía más joven que el resto, aunque no mucho más. También era blanco: rubio y de piel extremadamente clara, pequeño y poco desarrollado. A primera vista, Lynley concluyó aliviado que no se trataba de uno de los suyos, que no había hecho falta que él y Havers cruzaran todo Londres porque se le hubiera antojado a alguien. Sin embargo, cuando se agachó para inspeccionar mejor el cadáver, vio la incisión post mórtem que recorría el pecho del chico y desaparecía en el pliegue de la cintura, mientras que en la frente tenía dibujado con sangre un símbolo rudimentario, del mismo tipo que el símbolo encontrado en el cuerpo de Kimmo Thorne.

Lynley miró al patólogo forense, que estaba hablando al micrófono de una grabadora de mano.

– Me gustaría ver las manos -dijo.

El hombre asintió.

– Yo ya estoy. Estamos listos para meterlo en la bolsa. -Y uno de los miembros del equipo se acercó para proceder. Empezarían poniéndole bolsas de papel en las manos, para proteger cualquier rastro del asesino que pudiera quedar debajo de las uñas del chico. Después harían el resto y, cuando movieran el cuerpo, Lynley pensó que podría examinarlo mejor.

Así lo hizo. El rigor ya estaba presente, pero, al sacar el cuerpo del agujero, quedaba visible suficiente superficie de las manos como para que Lynley pudiera ver que las palmas estaban oscurecidas por quemaduras. También faltaba el ombligo, que habían cortado rudamente del cuerpo.

– La Z del Zorro -farfulló Havers.

Tenía razón. Eran, en efecto, las firmas de su asesino, a pesar de las diferencias que Lynley veía en el cuerpo: no había marcas de ataduras en las muñecas y en los tobillos y, en esta ocasión, el estrangulamiento había sido con las manos, lo que había dejado moratones oscuros alrededor del cuello del chico. También había otros moratones, en la parte alta de los brazos que bajaban hasta los codos, y a lo largo de la médula, los muslos y la cintura. El mayor moratón coloreaba la piel que iba de la sien hasta la barbilla.

Lynley se dio cuenta de que, a diferencia del resto, este chico no le había puesto las cosas fáciles, lo que demostraba que el asesino había cometido su primer error al elegir a la víctima. Lynley sólo podía esperar que el error de cálculo dejara tras él un montón de pruebas.

– Se resistió -murmuró Lynley.

– ¿No hay pistola eléctrica esta vez? -preguntó Havers.

Examinaron el cuerpo en busca de la marca dejada por el arma.

– Parece que no -dijo Lynley.

– ¿Qué crees que significa? ¿Se le gastaría la batería? Esas cosas se agotarán, ¿no?

– Quizá -dijo-. O quizá no tuvo oportunidad de usarla. Parece que las cosas no han salido según el plan. -Lynley se levantó, hizo una señal con la cabeza a los que esperaban meter el cuerpo en la bolsa y regresó con Widdison-. ¿Algo por la zona? -le preguntó.