Выбрать главу

Robson se dejó caer hacia atrás. Miró la calle, donde una ambulancia había subido por Wood Lane hacia la barrera levantada por la policía. Las luces no giraban y la sirena no ululaba. Uno de los agentes salió a la calle y detuvo el tráfico, que la curiosidad ya había ralentizado de todos modos, el tiempo suficiente para que la ambulancia pasara. Lo hizo sin prisas; no urgía llevar a nadie al hospital. Aquello dio tiempo a los fotoperiodistas para inmortalizar el momento para los periódicos. Quizá verlos provocó la siguiente pregunta de Robson:

– ¿Me dejará ver las fotografías entonces?

Lynley se lo pensó. El fotógrafo de la policía había completado su trabajo cuando él y Havers llegaron a la escena; el cámara había grabado el cuerpo, el lugar y la actividad posterior que se había originado alrededor del cadáver y de la zona cuando descendían por la cuesta. La caravana de investigaciones no estaba lejos de donde se encontraban en aquel momento. Sin duda, en aquella caravana ya habría un registro visual de la escena del crimen apropiado para que Robson lo viera.

Ahora no sería perjudicial permitir al psicólogo ver lo que tenían: las imágenes de vídeo, las fotografías digitales o cualquier otro material que la brigada de homicidios hubiera generado hasta el momento. También funcionaría como solución intermedia entre lo que quería Hillier y lo que Lynley estaba decidido a no darle.

Por otro lado, el psicólogo no era bienvenido. Nadie de la escena lo había requerido; el único motivo por el que Robson estaba allí era la intromisión de Hillier y su deseo de dar algo a la prensa. Si Lynley cedía ante Hillier ahora, seguramente, lo próximo que haría el subinspector sería llamar a un parapsicólogo. Y, después de eso, ¿qué? ¿Alguien que leyera las hojas del té? ¿O las entrañas de un cordero? Aquello no podía consentirse. Alguien tenía que hacerse con el control del tren desbocado en que se había convertido esa situación, y aquél era el momento de hacerlo.

– Lo siento, doctor Robson -dijo Lynley.

Robson se quedó abatido.

– ¿Es su última palabra? -dijo.

– Sí.

– ¿Está seguro de que es lo más inteligente?

– No estoy seguro de nada.

– Eso es lo peor de todo, ¿verdad?

Entonces, Robson se bajó del coche. Regresó hacia la barricada. Se cruzó con el detective Widdison, pero no hizo ningún intento por hablar con él. Por su parte, Widdison vio el coche de Lynley y levantó la mano como para evitar que se marchara de la escena. Lynley bajó la ventanilla mientras el detective se acercaba corriendo.

– Hemos recibido una llamada de la comisaría de Hornsey Road -dijo Widdison cuando llegó al coche-. Ha desaparecido un chico, sus padres lo denunciaron anoche. La descripción general encaja con nuestra víctima.

– Nos encargamos -dijo Lynley mientras Havers vaciaba su bolso en el suelo para encontrar la libreta y anotar la dirección.

Estaba en Upper Holloway, en una pequeña urbanización de viviendas subvencionadas que daba a Junction Road. Allí, a la vuelta de la esquina de la funeraria William Becket y el supermercado Yildiz, encontraron un camino de asfalto lleno de curvas, y con el espléndido nombre de Bovingdon Cióse. Era una zona peatonal, así que dejaron el Bentley en Hargrave Road, donde un vagabundo con barba, una guitarra en una mano y que arrastraba un saco de dormir mojado por la acera se ofreció a echarle un ojo al coche por el precio de una pinta, o una botella de vino, si así lo deseaban; le aseguró que hacía un buen trabajo impidiendo que la chusma del barrio se acercara. Utilizaba una gran bolsa de basura verde de impermeable para la lluvia y hablaba como un personaje de un drama de época, alguien que había pasado demasiado tiempo de su juventud viendo la BBC1.

– Por aquí hay mucho extranjero -les informó-; no se puede dejar nada por aquí porque a todo le echan el guante, señor. -Pareció que buscaba vagamente en su cabeza algo con lo que ofrecer una reverencia respetuosa mientras concluía. Cuando habló, el aire se cargó de hedor a podrido que emanaba de su aliento.

Lynley le dijo al hombre que podía echarle un ojo al coche tranquilamente. El vagabundo se sentó en las escaleras más próximas de una de las casas adosadas y se puso a puntear las cuerdas que le quedaban a la guitarra. Agriamente, pasó revista a un grupo de niños negros con mochilas en la espalda que caminaban por la acera de enfrente.

Lynley y Havers dejaron al hombre con sus cosas y se dirigieron a Bovington Cióse. Entraron por una apertura con forma de túnel que había en los edificios de ladrillo de color canela que configuraban la propia urbanización. Buscaban el número 30 y lo encontraron a poca distancia de la única zona de recreo de la urbanización: un césped triangular con rosales aletargados que languidecían en cada una de las tres esquinas y un pequeño banco contra un lateral. Aparte de los cuatro árboles jóvenes que luchaban por vivir en el trozo de césped verde, en Bovingdon Cióse no había más vegetación, y las casas que no daban a la minúscula zona de recreo estaban una frente a la otra, separadas por una extensión de asfalto que no medía más de cinco metros. En verano, cuando las ventanas estaban abiertas, no cabía la menor duda de que todo el mundo metía las narices en la vida del resto de vecinos.

Cada una de las casas había recibido una parcela de tierra enana delante de sus puertas que los habitantes más optimistas trataban como si fuera un jardín. Delante del número 30, el terreno en cuestión era un triángulo desigual de césped moribundo donde la bicicleta de un niño descansaba de lado, junto a una silla de jardín de plástico verde. Cerca, había un volante de bádminton destrozado que, según parecía, un perro había estado mordiendo. Las raquetas que lo acompañaban estaban apoyadas en la pared de la puerta principal y tenían la mayoría de las cuerdas rotas.

Cuando Lynley llamó al timbre, un hombre en miniatura abrió la puerta. No llegaba ni siquiera a la altura de los ojos de Havers y tenía el físico corpulento de alguien que hace pesas para compensar su corta estatura. Tenía los ojos rojos e iba sin afeitar; desvió la mirada de ellos al asfalto de detrás como si esperara a alguien más.

– Polis -dijo en respuesta a una pregunta que nadie había formulado.

– Es lo que somos. -Lynley hizo las presentaciones de rigor, y esperó a que el hombre, del que sólo sabían que se apellidaba Benton, les pidiera que pasaran. Detrás de él, Lynley vio la puerta de un salón oscurecido y las sombras de gente sentada. La voz quejumbrosa de un niño preguntó por qué no podían descorrer las cortinas y por qué no podía jugar, y una mujer le hizo callar.

– Porque lo digo yo -dijo Benton con dureza girando la cabeza en esa dirección. Luego centró su atención de nuevo en Lynley-. ¿Por qué no llevan uniforme?

Lynley dijo que no formaban parte de la patrulla uniformada, sino que trabajaban en un departamento distinto y que eran de New Scotland Yard.

– ¿Podemos pasar? -preguntó-. ¿Es su hijo el que ha desaparecido?

– No volvió a casa anoche. -Benton tenía los labios secos y cortados. Se los humedecía con la lengua.

Se apartó de la puerta y los condujo al salón, que estaba al final de un pasillo de no más de cinco metros de longitud. Allí, en la penumbra, cinco personas estaban repartidas en sillas, un sofá, un taburete y el suelo. Se trataba de dos chicos jóvenes, dos chicas adolescentes y una mujer. Esta última les dijo que era Bev Benton; que el marido se llamaba Max, y que aquellos cuatro eran sus hijos. Su Davey era el que había desaparecido.

Todos ellos, según pudo observar Lynley, eran particularmente bajitos. De un modo u otro, todos se parecían al cuerpo de Queen's Wood.

– Los chicos tendrían que estar en el colegio; las chicas, trabajando en los puestos de comida del mercado de Camden Lock; y Max y Bev, atendiendo a los clientes de su furgoneta de pescado en Chapel Street. Pero nadie saldrá de esta casa hasta que sepan algo de Davey -les dijo Bev.