Выбрать главу

– ¿Es Davey? -preguntó.

– Tendremos que pedirle que vea el cuerpo. Es la única forma de estar absolutamente seguros. Lo siento muchísimo.

– ¿Es Davey? -preguntó otra vez.

– Señor Benton, puede que no sea Davey.

– Pero ustedes creen… Si no, ¿por qué se molestarían en venir hasta aquí para ver sus cosas?

– Señor… -Desde la guarida, Havers habló. Lynley se volvió y vio que tenía algo en la mano para que lo examinara. Eran unas esposas, pero no de las normales. No eran de metal, sino de plástico resistente y brillaban bajo la luz tenue del colchón de arriba-. ¿Podrían ser…? -dijo Havers, pero Max Benton la interrumpió severamente:

– Le dije que las devolviera. Me dijo que lo había hecho. Me lo juró porque no quería que yo lo llevara para asegurarme de que las había devuelto.

– ¿A quién? -preguntó Havers.

– Las cogió de un tenderete del mercado de Stables, en Camden Lock. Me dijo que eran un regalo del dependiente, pero qué dependiente regala cosas a los chicos que merodean por allí, digo yo. Así que creí que las había robado y le dije que las devolviera de inmediato. El muy granuja debió de esconderlas.

– ¿Qué puesto del mercado? ¿Se lo dijo? -preguntó Lynley.

– Uno de magia, no sé cómo se llama el tipo. No me lo dijo, y yo no pregunté. Sólo le ordené que devolviera las esposas y que no volviera a coger cosas que no fueran suyas.

– ¿Un puesto de magia? -preguntó Barbara-. ¿Está seguro, señor Benton?

– Es lo que me dijo.

Entonces, Barbara salió de la guarida.

– ¿Podemos hablar, señor? -le dijo a Lynley. No esperó a que le respondiera. Salió del dormitorio y fue al rellano.

– Maldita sea. Puede que me equivocara -le dijo lacónicamente y en voz baja-. Estrechez de miras, o como quiera llamarlo.

– Havers, no es momento de compartir tus revelaciones -dijo Lynley.

– Espere. He pensado desde el principio que se trataba de Coloso, pero nunca pensé en la magia. ¿A qué chico de quince años o menos no le gusta la magia? No, señor. Espere -dijo cuando Lynley iba a dejarla con su monólogo interior-. La Nube de Wendy está en el mercado de Camden Lock, justo al lado del Stables. Lo que pasa es que Wendy está colocada casi todo el tiempo y no sabe decir qué vende o cuándo lo vende. Pero ha tenido aceite de ámbar gris en el pasado, lo sabemos, y después de hablar con ella el otro día, volvía a mi coche y vi a un tipo en el Stables…

– ¿Qué tipo?

– Estaba descargando cajas. Las llevaba a un puesto de magia o algo parecido y era mago. Es lo que me dijo. No puede haber más de uno en el Stables, ¿verdad? Y escuche esto, señor: conducía una furgoneta.

– ¿Roja?

– Púrpura, pero a la luz de una farola a las tres de la mañana o cuando fuera… Estás junto a la ventana; ves algo fugazmente. Ni siquiera piensas en ello porque, después de todo, es una ciudad enorme y ¿por qué iba alguien a fijarse en una furgoneta que está en la calle a las tres de la madrugada?

– ¿Había letras en la furgoneta?

– Sí. Era un anuncio de un mago.

– No es lo que estamos buscando, Havers. No es lo que vimos en la grabación de la cámara de circuito cerrado de Saint George's Gardens.

– Pero no sabemos qué era esa furgoneta, la de Saint George's Gardens. Podía ser el vigilante que abría, o alguien que estaba reparando algo.

– ¿A las tres de la mañana? ¿Con una herramienta de aspecto sospechoso que podría haber partido perfectamente el candado de la verja? Havers…

– Espere, por favor. Por lo que sabemos, podría haber una explicación lógica que se aclarará en otro momento. Maldita sea, quizá el tipo tenía que realizar un trabajo legítimo en el parque y lo que usted creía que era una herramienta era algo que tenía que ver con ese trabajo. Podía estar haciendo cualquier cosa: reparando algo, meando, repartiendo temprano el periódico, probando un nuevo tipo de camioneta para el reparto de leche; cualquier cosa. Lo que digo es…

– Muy bien, sí, ya lo veo.

Barbara siguió hablando como si Lynley aún no estuviera convencido.

– Y yo hablé con el tipo. Con el mago. Lo vi. Así que si el cuerpo de Queen's Wood es el de Davey y si el tipo al que vi es a quien Davey le mangó las esposas… -Dejó que Lynley acabara el pensamiento.

Y así lo hizo, rápidamente.

– Será mejor que tenga coartada para anoche. Sí, muy bien, Barbara. Ya veo cómo lo relacionas todo.

– Y es él, señor. Es Davey. Lo sabe.

– ¿El cuerpo? Sí, creo que sí; pero no podemos saltarnos los trámites. Yo me ocuparé.

– ¿Y yo voy…?

– Ve al mercado de Stables. Establece la conexión entre Davey y el mago si puedes. En cuanto lo hagas, llévalo a Scotland Yard para interrogarlo.

– Creo que nuestra suerte acaba de cambiar, señor.

– Espero que tengas razón -contestó Lynley.

Capítulo 17

Barbara Havers se llevó las esposas que brillaban en la oscuridad al mercado de Stables, que era, como su nombre indicaba, una antigua cuadra de artillería enorme de ladrillo mugriento. Se extendía a lo largo de una parte de Chalk Farm Road, pero Barbara entró por Camden Lock Place y, en la primera tienda, preguntó dónde estaba el puesto de magia. Era un local que vendía muebles y tejidos del subcontinente indio. El olor acre a pachulí llenaba el aire, y la música de sitar resonaba a través de unos altavoces insuficientes para soportar aquel volumen.

La dependienta no sabía nada de una tienda de magia, pero le pareció que Tara Powell, del estudio de piercings, podría indicar a Barbara.

– Trabaja muy bien Tara -dijo la dependienta. Ella misma tenía un piercing de plata debajo del labio inferior.

Barbara encontró el taller de piercings sin problemas. Tara Powell resultó ser una chica alegre de veintitantos años con una dentadura horrorosa. Su dedicación a su trabajo consistía en media docena de agujeros que iban del lóbulo hasta la parte superior de su oreja derecha, así como un aro delgado dorado que le atravesaba la ceja izquierda. Estaba en el proceso de introducir una aguja en el tabique de la nariz de una adolescente mientras su novio estaba junto a ella con la joya elegida en la palma de la mano. Era un arete grueso no muy distinto de los que se les ponen a las vacas. «Qué atractiva va a estar», pensó Barbara.

De entre todos los temas del mundo, Tara había elegido cotorrear sobre las entradas capilares del primer ministro. Al parecer, había investigado en profundidad la relación entre el poder y la responsabilidad, y los efectos que éstos tenían en la caída del cabello. Sin embargo, al parecer, gran parte de su teoría no era aplicable a la señora Thatcher.

Resultó que Tara, en efecto, sabía dónde estaba la tienda de magia. Le dijo a Barbara que la encontraría en el callejón. Cuando Barbara preguntó qué callejón, ella le contestó que en «el callejón» y puso los ojos en blanco como para darle a entender que esa información debería bastarle. Luego se volvió hacia su dienta.

– Te va a doler un poco, cielo -dijo y, con una estocada hábil, introdujo la aguja en la nariz de la chica.

Barbara se batió en retirada cuando la chica gritó y se desplomó.

– ¡Sales aromáticas! ¡Rápido! -gritó Tara a alguien. «Un trabajo inquietante», pensó Barbara.

Aunque no vivía lejos de Camden High Street y sus mercadillos, y, aunque había estado en el Stables muchas veces, Barbara no sabía que el pasaje estrecho en el que al fin encontró la tienda de magia tenía nombre. En realidad, era más bien un desfiladero que un callejón, flanqueado a un lado por el muro de ladrillo de uno de los edificios de la antigua artillería y por el otro por una larga hilera de puestos donde los tenderos vendían su mercancía: cualquier cosa, desde libros a botas.