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Barbara le escuchó, asintiendo y haciendo lo posible por parecer amable y abierta. Pero oyó que la voz de Barry Minshall sonaba cada vez más preocupada, y tuvo el mismo efecto en ella que el olor a zorro en una jauría. Le pareció que aquel tipo mentía como un bellaco. Era de los que decía algo y aparentaba quedarse fresco como una lechuga, que era justo lo que a ella le gustaba porque la lechuga siempre se ponía mustia enseguida.

– Tiene una furgoneta en alguna parte -le dijo-. Lo vi descargándola la última vez que estuve aquí. Me gustaría echarle un vistazo, si no le importa.

– ¿Por qué?

– Llamémoslo curiosidad.

– Creo que no estoy obligado a enseñársela, no sin una orden judicial, al menos.

– Tiene usted razón; pero, si toma ese camino, algo a lo que por supuesto tiene derecho, me preguntaré si tiene algo en esa furgoneta que no quiere que encuentre.

– Quiero llamar a mi abogado.

– Pues llámelo, Barry. Tome. Puede usar mi móvil.

Metió medio brazo en el amplio bolso y hurgó en él con entusiasmo.

– Tengo el mío -dijo Minshall-. Mire, no puedo dejar el tenderete. Tendrá que volver más tarde.

– No tiene por qué dejar el tenderete, amigo -dijo Barbara-. Déme las llaves de la furgoneta y le echaré una hojeada yo sola.

Minshall pensó en aquella posibilidad detrás de sus gafas de sol y bajo el gorro propio de un personaje de una novela de Dickens. Barbara imaginaba al hombre dándole vueltas a la cabeza mientras intentaba decidir qué camino seguir. Exigir un abogado y una orden de registro era lo sensato e inteligente. Pero rara vez la gente era sensata e inteligente cuando tenía algo que esconder, y la policía aparecía de forma inesperada haciendo preguntas y queriendo respuestas en el acto. Ahí era cuando la gente tomaba la decisión estúpida de tirarse un farol para salir de una situación difícil, ya que suponían erróneamente que el policía tonto había ido a verlos tras llegar a la conclusión de que no eran un simple sospechoso. Creían que si pedían ver a su abogado de inmediato, se marcarían para siempre con una «C» escarlata de culpable en el pecho. La verdad era que se marcarían con la «I» escarlata de inteligente. Pero pocas veces pensaban así bajo presión, y de eso dependía la suerte de Barbara. Minshall tomó una decisión.

– Está perdiendo el tiempo -dijo-. Peor, me está haciendo perder el tiempo a mí. Pero si cree que es necesario por la razón que sea… Barbara sonrió.

– Confíe en mí. Soy de las que sirven, protegen y no hace ningún mal.

– Bien, de acuerdo. Pero tendrá que esperar mientras cierro el tenderete; luego, la llevaré a la furgoneta. Tardaré unos minutos, me temo. Espero que tenga tiempo.

– Mr. Minshall -dijo Barbara-, es usted un tipo afortunado, porque hoy precisamente tengo todo el tiempo del mundo.

Cuando Lynley regresó a New Scotland Yard, descubrió que los medios ya estaban congregándose e instalándose en el pequeño parque que cubría la esquina de Victoria Street con Broadway. Allí, dos equipos de televisión distintos, reconocibles por los logotipos de las furgonetas y del material, estaban construyendo lo que parecía ser un plato de retransmisión mientras que debajo de los árboles empapados del parque, varios reporteros daban vueltas y se distinguían de los técnicos por cómo iban vestidos.

Lynley observó todo aquello con el corazón encogido. Sabía que era esperar demasiado que los medios estuvieran allí por algún otro motivo que no fuera el asesinato de un sexto adolescente. Un sexto asesinato garantizaba su atención inmediata. Y también era improbable que accedieran a cubrir la información como quería la DAP.

Superó la confusión de la calle y se detuvo en la entrada que lo llevaría abajo al aparcamiento. Allí, sin embargo, el agente de la garita no le saludó con un dedo y levantó la barrera para que pasara como hacía habitualmente, sino que se acercó con aire despreocupado al Bentley y esperó mientras Lynley bajaba la ventanilla.

Se inclinó hacia el interior.

– Tiene un mensaje -dijo-. Debe ir directamente al despacho del subinspector. No pase de largo ni nada por el estilo, ya me entiende. El subinspector ha llamado personalmente. Para asegurarse de que no había peros, dudas o condiciones. También tengo que llamarle para decirle que ha llegado. El tema es: ¿cuánto tiempo quiere? Podemos acordar el que sea, pero no quiere que pase antes a hablar con su equipo.

– Dios santo -dijo entre dientes. Luego, después de pensarlo un momento, ordenó-: Espera diez minutos.

– Como usted diga. -El policía se retiró y dejó pasar a Lynley al aparcamiento. En la luz tenue y el silencio, Lynley utilizó los diez minutos para cerrar los ojos y quedarse en el Bentley con la cabeza apoyada en el respaldo.

«Nunca es fácil», pensó. Creías que al final sí podría serlo si te exponías lo suficiente al horror y a sus secuelas, pero, justo cuando creías que estabas inmunizado, pasaba algo que te recordaba que seguías siendo del todo humano, daba igual lo que hubieras pensado con anterioridad.

Es lo que le había sucedido estando al lado de Max Benton cuando el hombre identificó el cuerpo de su hijo mayor. No le serviría una polaroid, ni mirar desde detrás de un cristal, una distancia segura desde la cual siempre habría ciertos aspectos de la muerte del chico que no sabría o, al menos, que no vería de primera mano. Pero insistió en verlo todo, negándose a decir si se trataba de su hijo desaparecido hasta ser testigo de todo lo que indicaba la manera en la que Davey había encontrado la muerte.

– Se defendió -fue lo que dijo en ese momento- como tenía que hacer, como le enseñé. Se defendió de ese cabrón.

– ¿Es su hijo, señor Benton? -preguntó Lynley. El trámite no era sólo una pregunta automática, sino también un modo de evitar la embestida de la emoción contenida que sentía que intentaba explotar en el otro hombre.

– Le dije desde el principio que no se podía confiar en el mundo -contestó Benton-. Le dije desde el principio que es un lugar cruel, pero nunca quiso escucharme como intenté que me escuchara, no. Y esto es lo que pasa, esto. Quiero que los demás vengan aquí; quiero que lo vean. -Entonces, se le rompió la voz y prosiguió angustiado-: Haces todo lo posible para enseñar a tus hijos qué hay ahí fuera. Vives para hacerles comprender que deben tener cuidado, estar alerta, saber qué podría pasarles… Es lo que le dije a nuestro Davey. Y Bev tampoco los mimó, porque tenían que ser duros. Cuando tienes ese físico, debes ser duro, debes ser consciente, debes saber que… Debes comprender… Escúchame, granujilla. ¿Por qué no ves que es por tu bien, maldita sea? -Entonces, sollozó, y se derrumbó contra una pared y luego dio un puñetazo a esa pared-. Maldita seas -dijo con la voz rota mientras los sollozos retenían las palabras en su garganta.

No había consuelo, y Lynley honró el dolor de Max Benton no ofreciéndoselo.

– Lo siento mucho, señor Benton -dijo simplemente antes de acompañar al hombre destrozado afuera.

En el aparcamiento, Lynley se tomó el tiempo que necesitaba para recuperarse, sabiendo que nunca se había quedado tan afectado al ver a un padre ante la pérdida de su hijo porque pronto él también pertenecería a la categoría de hombres con hijos en los que sus padres a veces depositaban sus sueños imprudentemente. Benton tenía razón, y Lynley lo sabía. El deber de un hombre es proteger a sus vástagos. Al fracasar en aquel deber, el sentimiento de culpa era casi tan grande como el dolor. Había matrimonios que se rompían; familias bien avenidas que se hacían añicos. Y todo lo que en su día era amor y seguridad quedaba destrozado por la llegada de un mal que todos los padres temían que pudiera fijarse en su hijo, pero que nadie podía prever.

Era imposible recuperarse de algo así. Era imposible despertarse una mañana en el futuro y haber nadado tranquilamente toda la noche en el Lete. Eso no les pasaba nunca a los padres de un hijo cuya vida había arrebatado un asesino.