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Havers verbalizó la dirección que estaban tomando sus pensamientos.

– Si eran chaperos, señor, chicos que se escaparon de casa y se metieron en la prostitución, digamos, quizá no haya ninguna denuncia de desaparición. Al menos, no en el mismo mes en que los asesinaron.

– Cierto -dijo Lynley-. Por eso trabajaremos hacia atrás en el tiempo si hace falta. Pero tenemos que empezar por algún sitio, así que por ahora lo dejaremos en tres meses.

Havers y Harriman se marcharon para ocuparse de sus tareas respectivas. Lynley se sentó a la mesa y buscó las gafas de lectura en el bolsillo de la chaqueta. Echó otro vistazo a las fotografías, dedicando la mayor parte del tiempo a las del último asesinato. Sabía que no podían describir con precisión la sobria atrocidad de aquel crimen tal como él mismo lo había visto aquella mañana.

Cuando llegó a Saint George's Gardens, en el área con forma de guadaña ya había una dotación de detectives, agentes de uniforme e investigadores de la escena del crimen. El patólogo forense aún estaba en la escena, bien abrigado con un anorak color mostaza para protegerse del día gris y frío, y el fotógrafo y el cámara de la policía acababan de terminar su trabajo. En el exterior de las altas puertas de hierro forjado del parque, empezaba a congregarse gente, y desde las ventanas de los edificios que había más allá del muro de ladrillo del parque y de la calle de casas bajas de detrás, más espectadores observaban la actividad que se desarrollaba: la búsqueda meticulosa y delicada de pruebas, el examen minucioso de una bicicleta abandonada cerca de una estatua de Minerva, la colección de objetos de plata desparramados por el suelo alrededor de la tumba.

Lynley no sabía qué esperar cuando mostró su identificación en la puerta y siguió el sendero que lo llevó hasta los profesionales. La llamada que había recibido había usado el término «posible asesinato en serie» y, por este motivo, mientras caminaba, se preparó para ver algo terrible: una carnicería al estilo de Jack el Destripador, quizá una decapitación o un descuartizamiento. Había supuesto que lo que presenciaría cuando llegara a ver la tumba en cuestión sería espantoso. Lo que no había imaginado era que sería siniestro.

Sin embargo, eso representaba para él el cadáver: algo siniestro, la mano izquierda del diablo. Era la impresión que le causaban siempre los crímenes rituales. Y no tenía ninguna duda de que este asesinato había sido un ritual.

La disposición a modo de efigie del cuerpo sirvió para reforzar esa deducción, pero también la marca de sangre en la frente: un círculo rudimentario atravesado por dos líneas, ambas con cruces arriba y abajo. Además, el elemento del taparrabos respaldaba aún más su conclusión: un trozo de tela con bordes de encaje sobre los genitales, un gesto que parecía encerrar cierta ternura.

Mientras Lynley se ponía los guantes de látex y se situaba a un lado de la tumba para observar más detenidamente el cuerpo, vio y conoció el resto de indicios que apuntaban a que el chico había sido sometido a algún tipo de rito arcano.

– ¿Qué tenemos? -le murmuró al patólogo forense, que se había quitado y guardado los guantes en el bolsillo.

– Hacia las dos de la mañana -respondió sucintamente-. Por estrangulación, como es obvio. Presenta heridas de incisión, todas infligidas después de la muerte. Un corte para la incisión principal que recorre el torso, sin vacilaciones. Luego… ¿Ve esta separación de aquí? ¿Justo en la zona del esternón? Parece como si nuestro carnicero hubiera metido las manos dentro y hubiera forzado una obertura mayor, como un curandero. No sabremos si falta algo hasta que le abramos nosotros mismos. Aunque no lo parece.

Lynley advirtió la inflexión que el patólogo había dado a la palabra «dentro». Miró rápidamente las manos entrelazadas de la víctima y los pies. Tenía todos los dedos.

– ¿Y en cuanto a la parte externa del cuerpo? ¿Falta algo?

– El ombligo. Se lo ha cortado. Mira.

– Dios santo.

– Sí. Ope tiene un caso peliagudo entre manos.

Opc resultó ser una mujer de pelo gris con orejeras rojas y mirones a juego. Se acercó a Lynley dando grandes zancadas tras hablar con un grupo de agentes de uniforme que, cuando el comisario llegó a la escena, estaban enfrascados en algún tipo de discusión. Se presentó como la inspectora jefe Opal Towers, de la comisaría de policía de Theobald's Road, en cuya jurisdicción se encontraban en aquellos momentos. Había echado un solo vistazo al cadáver y había llegado a la conclusión de que tenían a un asesino que «sin duda podría ser en serie». Había pensado erróneamente que el chico de la tumba era la desdichada primera víctima de alguien al que podrían identificar con rapidez y detener antes de que volviera a matar.

– Pero luego el agente Hartell, que está ahí -Ope señaló con la cabeza a un agente con cara de niño que mascaba chicle compulsivamente y los miraba con los ojos nerviosos de alguien que espera una reprimenda-, me dijo que había visto un asesinato parecido a éste hace un par de meses en Tower Hamlets cuando trabajaba en la comisaría de Brick Lane. He llamado a su ex jefe y hemos hablado un poco. Creemos que en ambos casos nos enfrentamos al mismo asesino.

En ese momento Lynley no había preguntado por qué la jefa de la comisaría había llamado a la policía metropolitana. Hasta que se reunió más tarde con Hillier no supo que había más víctimas. No sabía que tres pertenecían a minorías raciales. Y no sabía que la policía no había identificado a ninguna. Todo eso se lo contó luego Hillier. En Saint George's Gardens simplemente llegó a la conclusión de que necesitarían refuerzos y que alguien tendría que coordinar una investigación que iba a comprender un territorio con dos zonas de la ciudad radicalmente distintas: Brick Lane en Tower Hamlets era el centro de la comunidad bangladesí, y aún quedaba población de las Antillas, que había sido mayoría en el pasado, mientras que la zona de Saint Paneras donde Saint George's Gardens formaba un oasis verde entre distinguidas casas restauradas de estilo georgiano era decididamente monocromática, siendo el blanco el color en cuestión.

– ¿En qué punto de la investigación están en Brick Lane? -le preguntó a la inspectora Towers.

Ella meneó la cabeza y miró hacia las puertas de hierro forjado por las que había entrado Lynley. Este siguió su mirada y vio que empezaban a congregarse miembros de la prensa y la televisión, que se distinguían por las libretas, las grabadoras y las furgonetas de las que descargaban cámaras de vídeo. Un agente encargado de la prensa los dirigía hacia un lado.

– Según Hartell, Brick Lane no ha hecho una mierda, razón por la cual quiso marcharse de allí. Dice que es un problema endémico. Ahora bien, podría ser que tuviera un interés personal en manchar la reputación de su ex jefe, o podría ser que esos tipos se echaran a la bartola. En cualquier caso, tenemos que investigar. -Encorvó los hombros y se metió las manos enguantadas en los bolsillos del anorak. Señaló con la cabeza a la gente de la prensa-. Ni que decir tiene que esos de ahí van a hacer su agosto si se enteran de todo esto… Entre usted y yo, he pensado que sería mejor que pareciera que hay policías por todas partes rastreándolo todo.

Lynley la miró con cierto interés. Era evidente que no le interesaba la política, pero también estaba claro que era rápida de reflejos.

– Entonces, ¿está segura de lo que afirma el agente Hartell? -le pareció prudente preguntar a pesar de todo.

– Al principio no -admitió-. Pero me ha convencido bastante deprisa.

– ¿Cómo?

– No ha visto el cadáver tan de cerca como yo, pero me ha llevado aparte y me ha preguntado por las manos.

– ¿Las manos? ¿Qué pasa con las manos?

La inspectora lo miró.

– ¿No lo ha visto? Será mejor que venga conmigo, comisario.