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– Entonces, necesitaremos que Havers vea la cinta.

Stewart frunció el ceño.

– ¿Havers? ¿Por qué?

– Es la única persona que, hasta el momento, ha visto a todas las personas que nos interesan de Coloso.

– Entonces, ¿aceptas su teoría? -Stewart formuló la pregunta con naturalidad, y no era una pregunta ilógica, pero algo en el tono, así como en la atención que Stewart prestó de repente a un hilo de la costura de su pantalón, hizo que Lynley mirara con más dureza al detective.

– Acepto todas las teorías -contestó-. ¿Algún problema?

– Ninguno, no -dijo Stewart.

– ¿Entonces?

El detective se movió nervioso en la silla. Pareció plantearse cómo responder mejor y, al final, se decidió.

– Se comenta por lo bajo que hay favoritismo, Tommy… -Dudó, y Lynley pensó, por un momento, que Stewart iba a insinuar, ridículamente, que se rumoreaba que tenía algún tipo de interés personal en Barbara Havers. Pero, entonces, Stewart dijo-: Es la defensa que haces de ella lo que malinterpretan.

– ¿Todo el mundo? -preguntó Lynley-. ¿O sólo tú? -No esperó la respuesta. Sabía la aversión que el detective Stewart sentía por Havers. Dijo para quitarle importancia al asunto-: John, soy masoquista. He pecado y Barbara es mi purgatorio. Si puedo moldearla y convertirla en una policía que pueda trabajar en equipo, estoy salvado.

Stewart sonrió, a su pesar, al parecer.

– Es bastante lista, si no fuera tan exasperante. Eso lo reconozco. Y Dios sabe que es tenaz.

– Ahí está -dijo Lynley-. Se trata de que tenga más puntos buenos que malos.

– Aunque tiene un gusto horroroso para la ropa -señaló Stewart-. Creo que compra en Oxfam.

– Estoy seguro de que ella diría que hay sitios peores -dijo Lynley. Mientras hablaba, sonó el teléfono de la mesa y, mientras Stewart se levantaba para marcharse, descolgó el auricular. Hablando del rey de Roma…

– La furgoneta de Minshall -dijo Havers sin más preámbulos- es un sueño húmedo para el SOCO, señor.

Lynley se despidió de Stewart con un movimiento de cabeza cuando éste salió del despacho. Puso su atención en la llamada.

– ¿Qué tienes? -le preguntó a Havers.

– Un tesoro. Hay tantos trastos en la furgoneta que tardaremos un mes en clasificarlo todo, pero hay un artículo en concreto que le hará saltar de alegría. Estaba debajo del asiento del conductor.

– Pornografía infantil. Una foto chunga de un niño desnudo con dos tipos: recibiendo por un lado y dando por el otro. Ate cabos. Yo digo que consigamos una orden para registrar su casa, y otra para poner la furgoneta patas arriba. Mande un equipo del SOCO para aquí con lupas bien grandes.

– ¿Dónde está él? ¿Y tú?

– Aún estamos en Camden Town.

– Entonces, llévale a la comisaría de Holmes Street. Métele en una sala de interrogatorios y que te dé su dirección. Nos vemos en su casa.

– ¿Y las órdenes de registro?

– No va a haber problema.

La reunión duraba ya demasiado, y Ulrike Ellis notaba la tensión. Sentía un cosquilleo en todas las extremidades del cuerpo, con pequeños impulsos zumbantes en las terminaciones nerviosas que le subían y bajaban por los brazos y las piernas. Intentaba mantener la calma y la profesionalidad, ser el liderazgo, la inteligencia, la previsión y la sabiduría personificados. Pero, a medida que se alargaba la discusión entre los miembros del consejo, se mostraba más desesperada por salir de la habitación.

Esa era la parte que odiaba de su trabajo: tener que soportar a los siete samaritanos que integraban el consejo de administración y que, como se sentían culpables por poseer fortunas obscenas, lavaban sus conciencias culpables extendiendo un cheque de vez en cuando a la organización benéfica de su elección, Coloso, en este caso, y acorralando a sus amigos igualmente ricos para que hicieran lo mismo. Por este motivo, tendían a tomarse su responsabilidad más en serio de lo que a Ulrike le habría gustado. Así que sus reuniones mensuales en la torre Oxo se alargaban durante horas mientras se justificaba cada penique y se hacían planes tediosos para el futuro.

Hoy la reunión era peor de lo normaclass="underline" estaban todos al borde del precipicio sin saberlo mientras ella intentaba ocultárselo. Ya que alcanzar el objetivo a largo plazo de recaudar el dinero suficiente para abrir otro centro de Coloso en el norte de Londres iba a quedar en agua de borrajas si asociaban la organización con algún escándalo. Y la necesidad de que Coloso estuviera presente al otro lado del río era verdaderamente desesperada. Kilburn, Cricklewood, Shepherd's Bush, Kensal Rise, allí, jóvenes sin derechos vivían vidas expuestas todos los días a las drogas, los tiroteos, los atracos y los robos. Coloso podía ofrecerles una alternativa a un estilo de vida que los condenaba a las adicciones, las enfermedades de transmisión sexual, la cárcel o una muerte prematura. Merecían la oportunidad de experimentar lo que Coloso tenía que ofrecerles.

Aunque, para que aquello se materializara, era esencial que no existiera ninguna conexión entre la organización y un asesino. Y no, no existía ninguna conexión, salvo por la coincidencia de que cinco chicos en situación de riesgo hubieran muerto al mismo tiempo que habían dejado de asistir a las clases y actividades cerca de Elephant and Castle. Ulrike estaba convencida, porque no podía coger otro camino y seguir viviendo consigo misma.

Así que fingió colaborar durante la interminable reunión. Asintió con la cabeza, tomó notas, murmuró cosas como «una idea excelente» y «me pondré a ello enseguida». De esta forma, logró sobrevivir a otro encuentro favorable con los miembros del consejo de administración hasta que uno de ellos por fin levantó la sesión.

Había ido a la torre Oxo en bicicleta, así que bajó corriendo a buscarla. No estaba lejos de Elephant and Castle, pero las calles estrechas y la oscuridad cada vez mayor hacían que fuera un trayecto peligroso. Con razón no debería haberse fijado en el cartel del quiosco al pasar por Waterloo Road. Pero la frase «¡ Sexto asesinato!» se le echó encima delante de un estanco; se detuvo en seco y subió la bicicleta a la acera.

Con el corazón en un puño, entró y cogió el Evening Standard. Lo leyó mientras sacaba unas monedas de la cartera y las entregaba en la caja.

Dios mío, Dios mío. No podía creerlo: otro cuerpo, otro chico; Queen's Wood, en el norte de Londres esta vez; lo habían hallado esta mañana. Aún no lo habían identificado, al menos la policía no había proporcionado ningún nombre, así que aún existía la esperanza de que fuera un asesinato casual que no tuviera ninguna relación con los otros cinco asesinatos… Pero Ulrike no podía acabar de creérselo. La edad era similar: el periódico utilizaba el término «joven adolescente» para referirse a la víctima, y era obvio que sabían que no había muerto por causas naturales, ni siquiera accidentalmente, puesto que lo llamaban asesinato. Pero aun así, ¿no era posible que…?

Necesitaba que este asesinato no estuviera relacionado con Coloso, desesperadamente. Y, si lo estaba, necesitaba que no hubiera ninguna duda de que estaba ayudando a la policía en todo lo posible. Esta situación no tenía en absoluto un punto de vista intermedio. Podía tratar de ganar tiempo o recurrir a evasivas descaradas, pero lo único que conseguiría con eso sería prolongar lo inevitable si había contratado a un asesino sin querer y, después, se negaba a actuar para descubrirle. Si así era, estaba perdida. Y, seguramente, también lo estaría Coloso.

De vuelta en Elephant and Castle, se fue directamente a la oficina. Hojeó el contenido del cajón de arriba de su mesa buscando la tarjeta que le había dado el detective de Scotland Yard. Tecleó el número, pero le dijeron que estaba en una reunión y que no podían interrumpirle. Le preguntaron si quería dejar algún mensaje o si podía ayudarla alguien.

«Sí», le dijo al agente al otro lado del hilo telefónico. Se identificó. Mencionó Coloso. Quería las fechas en las que habían encontrado cada uno de los cuerpos. Se trataba de relacionar a los chicos muertos con actividades en Coloso, y las personas que dirigían esas actividades. Quería proporcionar al comisario Lynley un informe más completo que el que le había dado anteriormente, y esas fechas eran clave para cumplir con esa obligación autoimpuesta.