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– Que no sabe cómo ha llegado allí -dijo Havers-; que no fue él quien la puso allí; que es totalmente inocente; que se trata de un error. Bla, bla, bla y más bla. -Quizá dice la verdad. -Lo dirá de broma. Lynley miró el piso.

– Por ahora, aquí no hay pornografía infantil. -Por ahora -dijo Havers. Señaló el vídeo y las cintas que lo acompañaban-. No creerá que esas cintas son de Disney, señor.

– Lo reconozco. Pero dime algo: ¿por qué tendría una foto en la furgoneta y ninguna donde es infinitamente más seguro para él, aquí, en su piso? ¿Y por qué todos los indicios de sus preferencias sexuales hacen referencia a mujeres?

– Porque con eso no lo mandamos a la cárcel. Y es lo bastante listo como para saberlo -contestó ella-. En cuanto al resto, necesito diez minutos para encontrarlo en ese ordenador, como mucho.

Lynley le dijo que se pusiera a ello. Él atravesó un pasillo que había después del salón y encontró un baño mugriento y, después, una cocina. Más de lo mismo en ambos lugares. Un equipo del SOCO tendría que examinarlos. Iba a haber huellas a patadas, además de otras pruebas depositadas por cualquier persona que hubiera estado allí.

Dejó a Havers con el ordenador y salió afuera, siguiendo el caminito que había delante de la casa. Allí, subió los escalones del porche y llamó a cada uno de los timbres de los pisos. Sólo en uno le respondieron. El piso C del primer piso estaba ocupado, y la voz de una mujer india le dijo que subiera, y que estaría encantada de hablar con la policía siempre que tuviera una identificación que deslizara por debajo de la puerta cuando llegara.

Eso le bastó para acceder a un piso con vistas a la calle. Una mujer de mediana edad que vestía un sari le hizo pasar, y le devolvió la placa con una leve reverencia formal.

– Nunca se tiene demasiado cuidado, creo yo -le dijo la mujer-. Así es la vida. -Se presentó como la señora Singh. Era viuda, no tenía hijos, pasaba apuros económicos y tenía pocas posibilidades de volverse a casar-. Lástima, se me ha pasado la edad de procrear. Ahora ya sólo serviría para cuidar de los hijos de otros. ¿Le gustaría tomarse un té conmigo, señor?

Lynley lo rechazó. El invierno era largo, y la mujer se sentía sola y, en otras circunstancias, se hubiera quedado el tiempo suficiente como para obsequiarla con una media hora agradable. Pero la temperatura en el piso era tropical y, aunque no hubiera sido así, lo que necesitaba de ella era una conversación de pocos minutos, y no podía permitirse más que eso. Le dijo que estaba allí para preguntarle por el caballero del piso del sótano, de nombre Barry Minshall.

– ¿El hombre raro del gorro? Oh, sí -contestó la señora Singh-. ¿Lo han detenido?

Hizo la pregunta como si la expresión «al fin» quedara sobrentendida.

– ¿Por qué lo pregunta? -dijo Lynley.

– Por los chicos -contestó ella-, entraban y salían de ese sótano. Día y noche. Llamé a la policía tres veces. Les dije que debían investigar a ese hombre. Es evidente que algo pasa; pero me temo que pensaron que era una entrometida por meterme donde no me llamaban.

Lynley le enseñó la foto de Davey Benton que le había dado el padre del chico.

– ¿Era este chico uno de ellos?

La mujer la examinó. La llevó hasta la ventana que daba a la calle y mire') el terreno de abajo, como si tratara de ver a Davey Benton en su memoria entrando al jardín y bajando los peldaños del caminito que llevaba al piso del sótano.

– Sí, sí -dijo-. He visto a este chico. Un día ese hombre lo recibió en la calle. Lo vi. Llevaba una gorra, pero le vi la cara. Sí.

– ¿Está segura?

– Sí, sí. Estoy convencida. Es por los auriculares que lleva en la foto, sabe. También los llevaba, son de algún tipo de reproductor. Era bastante bajito y muy guapo, igual que el chico de la foto.

– ¿Él y Minshall entraron en el piso del sótano?

Le contó que bajaron las escaleras y fueron hacia la parte lateral de la casa. No los había visto entrar en el piso, pero podía darse por sentado. No tenía ni idea de cuánto tiempo habían estado dentro. «No me pasé todo el rato en la ventana», le dijo con una carcajada de disculpa.

Pero lo que le dijo bastaba, y Lynley le dio las gracias. Rechazó otro té y bajó por las escaleras exteriores hacia el piso del sótano una vez más. Se encontró con Havers en la puerta.

– Lo tenemos -dijo, y llevó a Lynley hasta el ordenador. En la pantalla, había una lista de las páginas web que Barry Minshall había visitado. No hacía falta ser licenciado en criptología para leer los títulos y saber de qué trataban.

– Que venga el SOCO -dijo Lynley.

– ¿Qué hacemos con Minshall?

– Que se pudra en comisaría hasta mañana. Quiero que nos imagine hurgando por su piso, descubriendo el rastro baboso de su existencia.

Capítulo 19

Winston Nkata no tenía ninguna prisa por llegar al trabajo a la mañana siguiente. Sabía que sus compañeros iban a gastarle bromas sobre su aparición en Alerta criminal, y aún no le apetecía enfrentarse a ello. Tampoco tenía por qué, ya que, de hecho, Alerta criminal había generado un posible avance en el caso e iba a rastrearlo antes de dirigirse al otro lado del río.

Desde el salón, la habitual cuota de televisión matutina de su madre, Desayunos con la BBC, abordaba su espacio de reciclado de noticias, tráfico, tiempo y reportajes especiales cada treinta minutos. Habían llegado a la parte en la que informaban a la gente sobre las portadas de todos los periódicos serios y tabloides nacionales. De este modo, Nkata pudo evaluar la temperatura de la prensa en relación con los asesinatos en serie.

Según Desayunos con la BBC, los tabloides estaban sacando el máximo partido al cuerpo de Queen's Wood, que al menos había apartado a Bram Savidge y sus acusaciones de racismo institucionalizado de las portadas. Pero Savidge aún tenía su lugar y parecía que aquellos periodistas que no intentaban descubrir más datos sobre el cuerpo del bosque dirigían sus entrevistas allí donde pudieran encontrar gente que se quejara de la policía. Navina Cryer compartía espacio con el cuerpo de Queen's Wood en la portada del Mirror, donde contaba que nadie le había hecho caso cuando denunció la desaparición de Jared poco después de que se esfumara. Cleopatra Lavery se las había apañado por mantener una entrevista telefónica desde la cárcel de Holloway con News of the World, y tenía mucho que decir sobre el sistema de justicia penal y lo que éste le había hecho a «su querido Sean». El Daily Mail había entrevistado a Savidge y a su esposa africana en su casa, y traía fotos a media página de la mujer tocando algún tipo de instrumento bajo la afectuosa mirada de su marido. Y, por lo que pudo oír de los comentarios de los presentadores de la tele mientras charlaban sobre los otros periódicos, Nkata vio que el resto de la prensa no trataba con benevolencia a la Met después de que hubieran matado a otro chico. Ésa era la razón por la que Alerta criminal y el modo en que el programa había retratado los esfuerzos de la Met en la investigación habían resultado tan cruciales, y también, por la que el subinspector Hillier había intentado usurpar el trabajo al director antes de la emisión la noche anterior.

Quería un efecto de pantalla dividida, les había dicho a los hombres del estudio. El sargento Nkata identificaría a los chicos muertos con el nombre y la fotografía durante el transcurso del programa, y tener un plano de la cara de Nkata hablando en un lado de la pantalla mientras identificaba las fotografías de las víctimas del asesino en serie en el otro transmitiría a los telespectadores la seriedad con la que se tomaba la Met la situación y la persecución de este asesino. Eso, por supuesto, era una gilipollez total. Lo que Hillier quería enseñar era lo que él y la Dirección de Asuntos Públicos habían querido enseñar desde el principio: una cara negra y alegre con un rango superior al de detective.