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El subinspector no se salió con la suya. Le habían dicho en Alerta criminal que no les gustaban las cosas estrambóticas, sino sólo imágenes de vídeo si estaban disponibles, retratos robot, fotografías, reconstrucciones dramatizadas y entrevistas con los investigadores. Los maquilladores eliminarían los brillos de la cara de cualquiera que se pusiera ante la cámara, y los técnicos de sonido colocarían un micrófono en la solapa de su chaqueta para que no pareciera un insecto a punto de saltar a la barbilla del presentador, pero esa gente no era Steven Spielberg.

A Hillier no le gustó, pero no pudo hacer nada. Sin embargo, se aseguró de que presentaran al sargento Winston Nkata, y se aseguró doblemente de que repitieran su nombre otra vez durante el transcurso del programa. Aparte de eso, explicó la naturaleza de los crímenes, dio fechas relevantes, mostró los lugares donde se habían hallado los cuerpos y esbozó algunos detalles de la investigación en curso de un modo que sugería que él y Nkata trabajaban codo con codo. Eso, más el retrato robot del hombre misterioso del gimnasio Square Four, la reconstrucción del secuestro de Kimmo Thorne y la enumeración que hizo Nkata de los nombres de los chicos muertos constituyó el contenido del programa.

El esfuerzo dio sus frutos, así que, al menos, toda la empresa había merecido la pena. Incluso hizo más soportable la perspectiva de que sus compañeros policías le tomaran el pelo, puesto que Nkata tenía la intención de entrar en el centro de coordinación con información sólida más tarde, durante aquella mañana.

Se terminó el desayuno mientras la BBC daba un resumen más sobre el estado del tráfico. Salió del piso con un «Ten cuidado, tesoro» de su madre y un gesto de despedida con la barbilla, y un suave «estoy orgulloso de ti, hijo» de su padre, atravesó el pasillo exterior y bajó por las escaleras mientras se abotonaba el abrigo para protegerse del frío. Por el parque de Loughborough Estate, no se cruzó con nadie, salvo con una madre que guiaba a sus tres hijos pequeños hacia la escuela de primaria. Llegó a su coche y estaba subiendo cuando vio que le habían rajado la rueda derecha delantera.

Suspiró. No era que estuviera pinchada, por supuesto. Eso podría atribuirse a cualquier cosa: desde a que hubiera ido deshinchándose lentamente, a que un clavo se hubiera enganchado en alguna calle y hubiera caído una vez que el daño ya estaba hecho. Que el día comenzara con un episodio desagradable como ése habría sido irritante, pero no habría tenido la distinción de un navajazo. Un navajazo sugería que el propietario del coche debía tener cuidado, no sólo ahora que tenía que sacar el gato y la rueda de recambio, sino siempre que anduviera por la urbanización.

Nkata miró a su alrededor de forma automática antes de ponerse a cambiar la rueda. Naturalmente, no había nadie. Aquel daño lo habían ocasionado durante la noche anterior, en algún momento después de que llegara a casa tras Alerta criminal. Quienquiera que lo hubiera hecho, no tenía agallas para enfrentarse a él directamente. Al fin y al cabo, si bien para ellos era un poli y, en consecuencia, el enemigo, también era ex miembro de los Brixton Warriors, con quienes había derramado su propia sangre y la sangre de otros.

Quince minutos después, se ponía en marcha. Su ruta lo hizo pasar por delante de la comisaría de policía de Brixton, cuyas salas de interrogatorio conocía muy bien de su adolescencia, y giró a la derecha para entrar en Acre Lane, donde había poco tráfico avanzando en su misma dirección.

Iba a Clapham, puesto que la llamada que habían recibido al final de Alerta criminal procedía de Clapham. La persona que había telefoneado era Ronald X. Ritucci, y creía tener información que podría ayudar a la policía en su investigación sobre la muerte de «ese chico de la bicicleta en el jardín». Él y su esposa habían visto el programa sin pensar que podría estar relacionado con ellos cuando Gail, la esposa, señaló que la noche que habían entrado a robar en su casa se correspondía con la noche de la muerte del chico. Y él, Ronald X, había visto fugazmente al ladronzuelo justo antes de que saltara por la ventana del dormitorio en el primer piso de su casa. Estaba seguro de que iba maquillado. Así que, si la policía estaba interesada… Lo estaba. Alguien iría a verlos por la mañana.

Ese alguien fue Nkata, y encontró el hogar de los Ritucci no muy lejos al sur de Clapham Common. Estaba en una calle de casas posteduardianas similares, que se distinguían de tantas otras al norte del río porque eran casas no adosadas en una ciudad donde el suelo escaseaba.

Cuando tocó el timbre, oyó a un niño corriendo por un pasillo hacia la puerta. Jugueteó con el cerrojo un poco sin éxito, mientras su vocecita decía:

– ¡Mami! El timbre, ¿no lo has oído?

– Gillian, apártate de ahí -dijo un hombre al instante-. Si te he dicho una vez que no abrieras la puerta, te he dicho cientos de veces que… -El hombre abrió. Una niña que llevaba zapatos de charol de claque, medias y un tutu de bailarina asomó por detrás de su pierna, con un brazo aferrado a su muslo.

Nkata tenía a punto su identificación. El hombre no la miró.

– Lo vi en la tele -dijo-. Soy Ronald X. Ritucci. Pase. ¿Le importa que hablemos en la cocina? Gail aún está dándole el biberón al bebé. La niñera tiene gripe, por desgracia.

Nkata dijo que no le importaba y siguió a Ritucci, después de que el hombre cerrara, echara el pestillo y comprobara la seguridad de la puerta de entrada. Fueron a una cocina modernizada en la parte de atrás de la casa, donde había un rincón acristalado con una mesa de pino y sillas a juego. Allí, una mujer de aspecto atribulado que vestía un traje chaqueta intentaba llevar algo a la boca de un niño que tendría un año. Sería Gail, que, en ausencia de la niñera, trataba heroicamente de hacer de madre antes de irse corriendo a trabajar.

– Salió en televisión -le dijo igual que su marido.

La niña Gillian agregó una observación clara y sonora.

– Papá, es un hombre negro, ¿verdad?

Ritucci pareció morirse de la vergüenza, como si identificar la raza de Nkata fuera igual que mencionar una enfermedad social que las personas educadas sabrían evitar.

– ¡Gillian! Ya basta -dijo el hombre, y a Nkata-: ¿Un té? Puedo prepararle una taza en un santiamén. No hay problema.

Nkata lo rechazó. Acababa de desayunar y no quería nada. Señaló con la cabeza una de las sillas de pino.

– ¿Puedo…? -preguntó.

– Por supuesto -dijo Gail Ritucci.

– ¿Y qué has comido? -dijo Gillian-. Yo, un huevo hervido y tostadas.

– Gillian, ¿qué acabo de decir? -le dijo su padre.

– Yo huevos, pero sin pan tostado -le dijo Nkata-. Mi mamá cree que soy demasiado mayor para eso, pero imagino que me los prepararía si se lo pidiera bien. También he comido una salchicha, champiñones y tomates.

– ¿Todo eso? -preguntó la niña.

– Estoy creciendo.

– ¿Puedo sentarme en tu regazo?

Al parecer, ése era el límite. Horrorizados, los padres dijeron el nombre de Gillian simultáneamente, y el padre la cogió en brazos y se la llevó de la cocina. La madre metió una cucharada de papilla en la boca abierta del bebé

– La niña es… -le dijo a Nkata-. No es por usted, sargento. Intentamos enseñarle que no se fíe de los desconocidos.

– Los padres y las madres nunca tienen demasiado cuidado en ese terreno -dijo Nkata, y preparó el bolígrafo para tomar notas.

Ritucci regresó casi de inmediato, después de dejar a su hija mayor en algún lugar de la casa donde no la veían. Igual que su esposa, se disculpó, y Nkata deseó poder hacer algo de verdad para que se sintieran más cómodos.

Les recordó que habían llamado al número de Alerta criminal, y que habían informado de que un chico maquillado había entrado en su casa a robar.

Gail Ritucci fue quien contó la primera parte de la historia, y le dio la cuchara y la papilla a su marido, quien tomó el relevo de dar de comer al otro niño. Explicó que, aquella noche, habían salido a cenar a Fulham con unos viejos amigos y sus hijos. Cuando volvieron a Clapham, se encontraron detrás de una furgoneta en la calle. Avanzaba despacio y, al principio, creyeron que buscaba sitio para aparcar. Pero, cuando pasó de largo por delante de uno y luego de otro, se inquietaron.