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– Recibimos un aviso sobre robos en el barrio. -Y se volvió hacia su marido-: ¿Cuándo fue eso, Ron? El hombre dejó de dar de comer al crío.

– ¿A principios de otoño? -dijo.

– Creo que sí. -La mujer volvió a centrarse en Nkata-. Así que, al ver que la furgoneta avanzaba sigilosamente, nos pareció sospechosa. Anoté la matrícula.

– Bien hecho -le dijo Nkata.

– Entonces, llegamos a casa y la alarma se había disparado. Ron corrió al piso de arriba y vio al chico justo cuando saltaba por la ventana para caer en el tejado. Por supuesto, llamamos a la policía de inmediato, pero, cuando llegó, hacía rato que se había marchado.

– Tardaron dos horas -dijo su marido con gravedad-. Da que pensar.

Gail los disculpó.

– Bueno, naturalmente, debía de haber otras cosas… más importantes…, un accidente o un delito grave… No es que lo nuestro no fuera grave, llegar a casa y encontrarnos a alguien dentro, pero para la policía…

– No les disculpes -le dijo su marido. Dejó el cuenco de papilla y la cuchara sobre la mesa y utilizó el borde de un paño de cocina para limpiar la cara del pequeño-. La policía se está yendo a la mierda. Hace años.

– ¡Ron!

– No pretendía ofender -le dijo a Nkata-. Seguramente no dependa de usted.

Nkata dijo que no se había ofendido y les preguntó si habían dado la matrícula de esa furgoneta a la policía local.

Respondieron que lo habían hecho la misma noche que llamaron. Al fin la policía apareció en su puerta a eso de las dos de la madrugada. Dos mujeres policías hicieron un informe e intentaron parecer comprensivas. Dijeron que los llamarían y que, mientras tanto, fueran a la comisaría al cabo de unos días a recoger la denuncia para el seguro.

– Eso fue todo -le dijo Gail Ritucci a Nkata.

– La poli no hizo una mierda -añadió su marido.

Cuando Barbara Havers salió de casa para encontrarse con Lynley en Upper Holloway se detuvo en el piso de la planta baja, por el que ya hacía una eternidad que pasaba asiduamente con la mirada al frente. Llevaba consigo la ofrenda de paz que había comprado en la tienda de Barry Minshalclass="underline" el truco del bolígrafo que atravesaba el billete de cinco libras para divertir y deleitar a los amigos.

Echaba de menos a Taymullah Azhar y a Hadiyyah. Echaba de menos la amistad informal que compartían, pasándose los unos por casa de la otra y viceversa cuando les apetecía. No eran familia. Ni siquiera podían decir que eran lo segundo mejor después de la familia. Pero compartían algo, cierta familiaridad y consuelo. Los quería a los dos de vuelta y estaba dispuesta a tragarse el orgullo si era lo que hacía falta para que las cosas entre ellos volvieran a estar bien.

Llamó a su puerta.

– ¿Azhar? Soy yo -dijo-. ¿Tienes un minuto? -Luego se retiró. Una luz tenue brillaba a través de las cortinas, así que supo que estaban despiertos, quizá poniéndose la bata o algo.

No contestó nadie, pero sonaba música, probablemente, de un radio-despertador que no habían apagado después de desvelar al que dormía. Había llamado demasiado flojo. Así que volvió a intentarlo, esta vez más fuerte. Se quedó escuchando e intentó decidir si lo que oía tras la puerta era alguien moviendo las cortinas para ver quién llamaba tan temprano. Miró hacia la ventana; examinó el panel de tejido que cubría las cristaleras. Nada.

Entonces se sintió violenta. Se retiró un paso más. -Bueno, pues muy bien… -dijo en voz más baja, y se marchó hacia su coche. Si Azhar quería que las cosas fueran así, si había sido un golpe tan bajo su comentario sobre por qué su esposa lo había abandonado… Pero no había dicho más que la verdad, ¿no? Y, de todos modos, los dos habían jugado sucio, y él no había ido al fondo del jardín para pedirle a ella perdón.

Se obligó a olvidarse del tema y puso aún más determinación en marcharse de allí sin mirar atrás para ver si alguno de los dos la observaba desde una cortina abierta. Fue al lugar donde había dejado el coche, en Parkhill Road, el sitio más cercano que había encontrado al regresar la noche anterior.

De ahí se dirigió a Upper Holloway y encontró el instituto cuya dirección Lynley le había dado por teléfono mientras aún estaba en la cama intentando levantarse al ritmo clásico e irresistible de Diana Ross y The Supremes en su radio-despertador. Había descolgado el teléfono, había intentado sonar alegre y había anotado la información en el interior de la cubierta apasionada de Atormentada por el deseo, que la había mantenido despierta hasta bien entrada la noche con la pregunta candente de si el héroe y la heroína sucumbirían a la pasión fatídica que sentían. «Eso sí que es difícil de adivinar», se dijo irónicamente.

El instituto en cuestión no quedaba lejos de Bovingdon Cióse, donde vivía la familia de Davey Benton. Parecía una cárcel de mínima seguridad, cuya distracción visual ocasional era cortesía de un aspirante a David Hockney.

A pesar de la distancia que, comparado con ella, tenía que recorrer Lynley para llegar hasta allí, ya la estaba esperando. Estaba de mal humor. Había ido a visitar a los Benton, le contó.

– ¿Cómo están?

– Ya puedes imaginarte, como estaría cualquiera en su misma situación. -El tono de Lynley eran lacónico, incluso más de lo que ella habría esperado. Lo miró con curiosidad y estaba a punto de preguntarle qué pasaba cuando señaló con la cabeza el instituto y le preguntó-: ¿Lista?

Barbara lo estaba. Estaban allí para hablar con un tal Andy Crickleworth, supuesto amigo de Davey Benton. Lynley le había dicho por teléfono que quería tener toda la munición posible para cuando al fin entraran en la sala de interrogatorios de la comisaría de Holmes Street para hablar con Barry Minshall, y tenía la sensación de que Andy Crickleworth sería la persona que se la proporcionaría.

Había llamado antes para que los administradores del instituto supieran que la policía tenía interés por hablar con uno de sus alumnos. Por lo tanto, era cuestión de minutos que Lynley y Barbara se encontraran en compañía del director, su secretaria y un chico de trece años. La secretaria tenía el pelo gris y parecía derrotada, y el director tenía el aspecto agotado de un hombre para el que la jubilación nunca llegaría lo bastante pronto. Por su parte, el chico llevaba ortodoncia, tenía granos en la cara y el pelo peinado hacia atrás al estilo de los gigolós de los años treinta. Levantando una mitad del labio superior al entrar en la sala, transmitió que le molestaba tener que reunirse con la policía. Pero el gruñido ensayado no impidió que dejara de mover las manos, que presionó contra la entrepierna a lo largo de toda la entrevista, como si deseara evitar orinarse encima.

El director, el señor Fairbairn, hizo las presentaciones. Celebraron la reunión en una sala de conferencias, sentados a una mesa oficial que, a su vez, tenía incómodas sillas oficiales alrededor. La secretaria se sentó en una esquina a tomar notas frenéticamente como si hubiera que compararlas con las de Barbara en un posible juicio.

Lynley comenzó preguntándole a Andy Crickleworth si sabía que Davey Benton había muerto. El nombre de Davey iba a salir en los periódicos aquella mañana, pero los pajaritos volaban deprisa. Si los padres de Davey habían informado al colegio del asesinato, la probabilidad de que se hubiera corrido la voz era alta.

– Sí -dijo Andy-. Todos lo saben. Al menos en octavo lo saben todos. – No parecía apenado. Lo aclaró diciendo-: Lo asesinaron, ¿verdad? -Y el tono de la pregunta sugirió que ser asesinado era una forma superior de dejar la vida que caer enfermo o morir en un accidente, como si diera una categoría que no tenían las otras.