«Creer eso es típico de casi todos los chicos de trece años», pensó Barbara. Una muerte repentina era algo totalmente extraño para ellos, algo que les pasaba a los demás y nunca a uno.
– Primero lo estrangularon, luego se deshicieron del cuerpo, Andy -dijo Barbara como si nada para ver si aquello le afectaba-. Sabes que hay un asesino en serie que va matando por Londres, ¿verdad?
– ¿Se cargó a Davey? -En todo caso, Andy parecía impresionado, no escarmentado-. ¿Quieren que les ayuda a cogerle o algo?
– Debes responder a sus preguntas, Crickleworth -le dijo el señor Fairbairn al chico-. Ése será el límite.
Andy le lanzó una mirada que decía «que te jodan».
– Háblanos del mercado de Stables -dijo Lynley.
Andy pareció recelar.
– ¿Qué pasa con él?
– Los padres de Davey nos dijeron que fue allí. Y si él fue, supongo que su grupo también fue. Y tú estabas en su grupo, ¿verdad?
Andy se encogió de hombros.
– Quizá fuimos. Pero no a hacer nada malo.
– El padre de Davey dice que robó unas esposas en un tenderete de magia. ¿Lo sabías?
– Yo no robé nada -dijo Andy-. Si Davey robó, pues robó. Pero no me sorprendería, a Davey le gustaba mangar cosas: vídeos de la tienda de Junction Road; caramelos del quiosco; plátanos del mercado. Creía que era guay. Yo le dije que se estaba buscando que lo pillaran algún día y lo metieran en la cárcel, pero no me escuchaba. Así era Davey. Le gustaba que las tías creyeran que era un tipo duro.
– ¿Qué hay del tenderete de magia? -agregó Barbara.
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Fuiste allí con Davey?
– Eh, ya he dicho que yo nunca he mangado…
– No estamos aquí por ti -le interrumpió Lynley-. No nos interesa lo que robaste o dejaste de robar, ni dónde pudiste robarlo o no. ¿Queda claro? Los padres de Davey nos han dicho que estuvo en un puesto de magia del mercado de Stables, pero no tenemos nada más, aparte de tu nombre, que también nos dieron ellos.
– ¡Ni siquiera los conozco! -Andy parecía alarmado.
– Lo sabemos. También sabemos que tú y Davey tenías dificultades para llevaros bien.
– Comisario -dijo el señor Fairbairn en un tono admonitorio, como si comprendiera la facilidad con la que las palabras «dificultades para llevaros bien» podían llevarlos a una acusación que no tenía intención de permitir que se expresara en su sala de reuniones.
Lynley levantó la mano para impedirle que dijera nada más.
– Pero nada de eso importa ahora, Andy. ¿Lo entiendes? Lo que importa es lo que puedas decirnos sobre el mercado, el puesto de magia y cualquier otro tema que pueda ayudarnos a encontrar al asesino de Davey Benton. ¿Te ha quedado claro?
Andy dijo que sí a regañadientes, aunque Barbara lo dudaba. Parecía más centrado en el drama de la situación que en la cruda realidad que escondía.
– ¿Acompañaste alguna vez a Davey al puesto de magia del mercado de Stables? -le preguntó Lynley.
Andy asintió.
– Una vez -dijo-. Fuimos todos. No fue idea mía ni nada, en realidad. No recuerdo quién dijo que fuéramos, pero fuimos.
– ¿Y? -preguntó Barbara.
– Y Davey intentó mangar unas esposas del puesto de magia que tiene ese tipo tan raro. Lo pilló y los demás nos largamos.
– ¿Quién lo pilló?
– El tipo, el raro. Es muy raro, el tío ese. Para mí que quiere que le den una paliza. -De repente, Andy pareció establecer una relación entre las preguntas y la muerte de Davey-. ¿Creen que ese capullo mató a Davey?
– ¿Los viste alguna vez juntos después de aquel día? -preguntó Lynley-. ¿A Davey y al mago?
Andy negó con la cabeza.
– Nunca. -Frunció el ceño y, después de un momento, añadió-: Pero debieron de hacerlo.
– ¿Debieron de hacer qué?
– Verse. -Se escurrió en la silla para mirar a Lynley y le contó el resto de la historia-: Davey hacía trucos de magia en el colegio, pero que nunca los había hecho antes del día que fuimos a ese tenderete del mercado de Stables. Después, sin embargo, hizo un truco con una pelota: la hizo desaparecer. Y luego hizo un truco con una cuerda: la cortó por la mitad y después la sacó entera. Pudo aprenderlos de la tele o algo, o incluso en un libro, pero quizás el capullo del mago ese le enseñó los trucos, y, en ese caso, Davey seguramente lo habría visto en más de una ocasión.
Andy parecía orgulloso de esa deducción y miró a su alrededor como esperando que alguien lo felicitara.
En lugar de eso, Lynley dijo:
– ¿Habías estado en el puesto de magia antes de aquel día?
– No. Nunca, nunca -dijo Andy, pero, al decirlo, presionó las manos contra la entrepierna y las mantuvo allí, con la mirada clavada en el bolígrafo de Barbara.
«Miente», pensó ella, y se preguntó por qué.
– ¿A ti también te gusta la magia, Andy?
– Mola. Pero no esas niñerías con pelotas y cuerdas. Me gusta cuando hacen desaparecer aviones o tigres. No la otra mierda.
– Crickleworth -le advirtió el señor Fairbairn.
Andy lo miró.
– Lo siento. No me gusta la magia que hacía Davey. Es para niños pequeños. No me va.
– ¿Pero a Davey sí? -dijo Lynley.
– Davey era un niño pequeño -dijo Andy.
«Justo lo que le gusta a un cerdo como Barry Minshall», pensó Barbara.
Andy no podía contarles nada más. Tenían lo que necesitaban: la confirmación de que Minshall y Davey Benton se conocían.
Aunque el mago declarara que sus huellas estaban en las esposas porque eran de su tienda, la policía podría echar por tierra su explicación. No sólo había visto que Davey intentaba robar las esposas, sino que había pillado al chico in fraganti. Tal como lo veía Barbara, tenían indicios suficientes contra Minshall.
– Vaya, vaya, comisario -dijo mientras ella y Lynley se marchaban del instituto-. Nos vamos a merendar a Barry Minshall.
– Si fuera tan fácil… -La voz de Lynley sonó apesadumbrada, completamente distinta a como había esperado.
– ¿Por qué no iba a serlo? -le preguntó Barbara-. Ahora tenemos la declaración del chico y sabe que podemos interrogar al resto del grupo de Davey si hace falta. Tenemos a la mujer india que sitúa a Davey en el piso de Minshall y sus huellas estarán por todas partes. A mí me parece que la cosa pinta bien. ¿Qué opina usted? -Lo miró detenidamente-. ¿Ha pasado algo más, señor?
Lynley se detuvo junto a su coche. El de ella estaba más abajo. El comisario estuvo un momento sin decir nada y, cuando Barbara se preguntaba si diría algo, habló:
– Lo sodomizaron.
– ¿Qué? -dijo ella.
– A Davey Benton lo sodomizaron, Barbara.
– Dios santo -murmuró ella-. Es como dijo él.
– ¿Quién?
– Robson nos dijo que las cosas se intensificarían. Que lo que fuera que al principio satisficiera a ese asesino se perdería con el tiempo y necesitaría más. Ahora sabemos qué era.
Lynley asintió.
– Sí. -Y añadió-: No he podido contárselo a los padres. He ido a verlos para contárselo, tienen derecho a saber qué le pasó a su hijo, pero, cuando ha llegado el momento… -Apartó la vista y miró al otro lado de la calle, donde un jubilado anciano que cojeaba tiraba de un carrito de la compra-. Era el mayor temor que tenía su padre. No he podido hacerlo realidad. No he tenido valor. Al final, tendrán que saberlo. Saldrá durante el juicio, si es que no se enteran antes. Pero, cuando lo he mirado a la cara… -Meneó la cabeza con desconcierto-. Se me están acabando las ganas de seguir en esto, Havers.
Barbara encontró sus Players y sacó el paquete. Le ofreció uno y esperó que se mantuviera firme y lo rechazara. Así fue.
Se encendió el suyo. El olor a tabaco quemado era intenso y amargo en el frío aire invernal.