– Pillar a alguien mangando algo del tenderete no constituye una relación -dijo Minshall-. Los niños intentan mangarme cosas todo el tiempo. A veces, los pillo. Otras, no. En el caso de este chico…, la detective -dijo señalando a Barbara con la cabeza- me dijo que habían encontrado unas esposas relacionadas con él y que era posible que hubieran salido de mi tienda en algún momento. Pero si así es, ¿no le sugiere eso que no lo pillé robándolas? Porque, si lo hubiera pillado in fraganti, ¿por qué habría dejado que se fuera después con las esposas?
– Puede que haya una muy buena razón.
– ¿Cuál?
Lynley no iba a permitir que el sospechoso comenzara a formular sus propias preguntas en este punto o en cualquier otro del interrogatorio. Sabía que tenían todo lo que iban a sacarle a Minshall, pero no todo lo que estaba a su alcance.
– Un equipo del SOCO está recogiendo pruebas de su piso mientras hablamos, señor Minshall -le dijo-, y me atrevería a decir que los dos sabemos qué encontrarán. Otro agente está con su ordenador, y no tengo la menor duda de qué clase de bonitas fotos van a aparecer cuando comencemos a entrar en las páginas web que ha visitado. Mientras tanto, los especialistas forenses están examinando su furgoneta. Su vecina, supongo que conoce a la señora Singh, ha identificado a Davey Benton como uno de los chicos que lo visitaban en Lady Margaret Road y, cuando eche un vistazo a las fotos de los otros chicos muertos… Bueno, supongo que puede atar cabos usted solo; ah, y tampoco podemos olvidar a sus compañeros del mercado de Stables, que acabarán de cavar su tumba cuando hablemos con ellos.
– ¿Sobre qué? -dijo Minshall; ahora parecía menos engreído y miró a su abogado buscando algún tipo de apoyo.
– Sobre lo que va a suceder ahora, señor Minshall. Voy a detenerle por asesinato. Una acusación y habrá más. Este interrogatorio ha concluido, por el momento.
Lynley se inclinó hacia delante, dijo la fecha y la hora y apagó la grabadora. Le entregó su tarjeta a James Barty.
– Estoy localizable por si su cliente desea ampliar alguna respuesta, señor Barty -le dijo al abogado-. Mientras tanto, tenemos trabajo. Estoy seguro de que el sargento de guardia hará que el señor Minshall tenga una estancia cómoda antes de que lo trasladen a un centro de prisión preventiva.
– Tenemos que encontrar a los chicos de esas polaroids -le dijo Lynley a Barbara cuando estuvieron fuera-. Si hay alguna historia que contar sobre Barry Minshall, la contará uno de ellos. También tenemos que compararlos con las fotos de los chicos muertos.
Barbara miró hacia la comisaría.
– Es culpable, señor. Lo noto. ¿Usted no?
– Es lo que Robson nos dijo que buscáramos, ¿verdad? Ese aire de confianza. Lo tenemos contra las cuerdas y ni siquiera está preocupado. Comprueba sus antecedentes. Retrocede hasta donde puedas. Si le advirtieron por ir en bici por la acera cuando tenía ocho años, quiero saberlo. -Mientras hablaba, a Lynley le sonó el móvil. Esperó a que Havers anotara las tareas en la libreta antes de contestar.
Quien llamaba era Winston Nkata y su voz tenía el sonido de alguien que procuraba controlar su emoción.
– Tenemos la furgoneta, jefe. La noche en la que Kimmo Thorne entró a robar en una casa por última vez, una furgoneta iba por la calle demasiado despacio, como si hiciera un reconocimiento de la zona. La comisaría de Cavendish Road anotó la información, pero no dieron con nada. No pudieron relacionarlo con el allanamiento. Dicen que el testigo debió de equivocarse con la matrícula.
– ¿Por qué?
– Porque el propietario tenía una coartada confirmada por unas monjas de ese grupo de la Madre Teresa.
– Una fuente fidedigna, diría.
– Pero escuche esto: la furgoneta pertenece a un tipo llamado Muwaffaq Masoud. Su número de teléfono coincide con los números que se ven en las imágenes de esa furgoneta de Saint George's Gardens.
– ¿Dónde podemos encontrarlo?
– En Hayos, en Middlesex.
– Dame la dirección. Nos vemos allí.
Nkata se la dio. Lynley le hizo una señal a Havers para que le pasara la libreta y el bolígrafo y anotó la dirección. Puso fin a la llamada de Nkata y pensó en lo que suponía aquel nuevo suceso. Estaban abarcando todas las direcciones.
– Ve a Scotland Yard y ponte con lo de Minshall y lo demás -le dijo a Havers.
– ¿Hemos avanzado en algo?
– A veces creo que sí -respondió con sinceridad-, y otras creo que no hemos hecho más que empezar.
Capítulo 20
Lynley cogió la A-40 para poner rumbo a la dirección de Middlesex que Nkata le había dado. No le resultó fácil encontrarla, se equivocó de desvío y tuvo que cambiar de ruta y encontrar un lugar por donde cruzar el Grand Union Canal. Al final, la casa en cuestión formaba parte de una pequeña urbanización enclavada entre dos pistas deportivas, dos campos de juegos, tres lagos y un puerto deportivo. Aunque pertenecía al gran Londres, parecía que te encontrabas en el campo, y los aviones lejanos que despegaban de Heathrow no podían disipar la sensación de que, de algún modo, el aire era más puro, y la posibilidad de moverse con libertad y seguridad era mayor.
Muwaffaq Masoud vivía en Telford Way una calle estrecha de casas adosadas de ladrillo color ámbar. Vivía al final de una de esas adosadas y estaba en casa para abrirles la puerta cuando Lynley y Nkata tocaron al timbre.
Los miró parpadeando desde detrás de unas gafas de montura gruesa y con una tostada en la mano. Aún no se había vestido para salir de casa, y llevaba una bata del estilo de las que se pondrían los boxeadores antes de un combate, con capucha y el sobrenombre «asesino» bordado en el pecho y la espalda.
Lynley le mostró la placa.
– ¿Señor Masoud? -dijo. Y, cuando el hombre inclinó la cabeza para asentir nerviosamente, añadió-: ¿Podemos hablar con usted un momento, por favor? -Presentó a Nkata y le dijo su nombre. Masoud miró a uno y luego al otro antes de hacerse a un lado.
La puerta daba directamente al salón. No era mucho mayor que una nevera, y una escalera de madera dominaba al fondo.
Más cerca, a un lado de la habitación, había un sofá de lana, frente a una chimenea falsa que había al otro lado. En la esquina, había una mesita metálica que contenía la única decoración de la sala: quizás una docena de fotografías de lo que parecía un grupo de adultos jóvenes y sus retoños. Encima, una foto formaba parte de un santuario, con flores de seda colocadas cuidadosamente en la base de un marco de cromo con una fotografía de la princesa Diana.
Lynley miró la mesita y, luego, de nuevo a Muwaffaq Masoud. Llevaba barba y tenía entre cincuenta y sesenta años.
El cinturón de la bata sugería que debajo se escondía una tripita.
– ¿Son sus hijos? -preguntó Lynley, señalando con la cabeza las fotos.
– Tengo cinco hijos y dieciocho nietos -contestó el hombre-. Ahí puede verlos a todos. Excepto al nuevo bebé, el tercer hijo de mi hija mayor. Vivo solo. Mi esposa murió hace cuatro años. ¿En qué puedo ayudarles?
– ¿Le gustaba la princesa?
– No parecía que la raza fuera un problema para ella -dijo educadamente. Miró la tostada que aún tenía en la mano. Parecía que no tenía más hambre. Se excusó y se metió en una puerta debajo de las escaleras. Era la cocina, que parecía aún más pequeña que el salón. Por la ventana, las ramas desnudas de un árbol sugerían que había un jardín en la parte trasera de la casa.
Regresó con ellos, ajustándose el cinturón de la bata de boxeador.
– Espero que no hayan venido otra vez por lo de esa casa de Clapham en la que entraron a robar -dijo ceremoniosamente y con bastante dignidad-. En su momento, ya le conté a la policía todo lo que sabía, que era poco, y, cuando no volvieron a decirme nada, di por hecho que el tema estaba zanjado. Pero ahora debo preguntárselo: ¿ninguno de ustedes llamó a las buenas monjas?