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– ¿Podemos sentarnos, señor Masoud? -le preguntó Lynley-. Tenemos que hacerle algunas preguntas.

El hombre dudó, como si se preguntara por qué Lynley no había respondido a su pregunta.

– Sí, por supuesto -dijo al fin, pensativo, y señaló el sofá. No había otro lugar donde sentarse en la sala.

El hombre cogió una silla de la cocina para él y la colocó justo frente a ellos. Se sentó, con los pies planos en el suelo. Iba descalzo, observó Lynley. En un dedo no tenía uña.

– Debo decírselo -dijo Masoud-. Nunca he infringido la ley de este país. Ya se lo dije a la policía cuando vino a hablar conmigo. No conozco Clapham ni tampoco ningún otro barrio al sur del río Támesis. Aunque si los conociera, las noches en las que no veo a mis hijos, voy a Victoria Embankment. Ahí es donde estaba la noche del allanamiento en Clapham sobre el que la policía me interrogó.

– ¿A Victoria Embankment? -dijo Lynley.

– Sí, sí, cerca del río.

– Ya sé donde está. ¿Qué hace allí?

– Detrás del hotel Savoy, hay mucha gente que duerme al raso todas las estaciones del año. Les doy de comer.

– ¿Les da de comer?

– De mi cocina, sí, les doy de comer. Y no soy el único que lo hace -añadió como si sintiera la necesidad de contrarrestar el escepticismo que veía en Lynley-. Las monjas están allí, y otro grupo, que reparte mantas. Cuando la policía me preguntó si mi furgoneta estaba en Clapham la noche en la que entraron a robar en la casa de alguien, se lo expliqué. Entre las nueve y media y la medianoche, estoy demasiado ocupado como para ponerme a robar casas, comisario.

Les dijo que así era el islam, y añadió «como se supone que hay que practicarlo», con un discreto énfasis en la palabra «supone», quizá para diferenciar entre las antiguas tradiciones y las formas militantes del islam que a veces se propugnan por el mundo.

– El Profeta, bendito sea su nombre, enseña a sus seguidores a preocuparse por los pobres -explicó Masoud. Continuó diciéndoles que la cocina móvil era la forma que tenía aquel humilde sirviente de Alá, como se llamaba a sí mismo, de cumplir esa enseñanza. Iba a Victoria Embankment todo el año, aunque, cuando más lo necesitaban, era en invierno, cuando el frío trataba con dureza a los sin techo.

Nkata fue quien habló al oír aquellas palabras.

– Cocina móvil, señor Masoud. ¿No utiliza la cocina de aquí para preparar la comida?

– No, no. ¿Cómo podría mantener caliente la comida con un viaje tan largo como el que requiere ir de Telford Way a Victoria Embankment? Mi furgoneta está equipada con lo necesario para preparar las comidas dentro. Una cocina, un espacio para trabajar, una pequeña nevera: es lo único que necesito. Podría darles sandwiches, por supuesto, lo que no requeriría el esfuerzo de cocinar, pero necesitan comida caliente, esas pobres almas de la calle, no pan frío y queso. Y doy gracias por poder proporcionársela.

– ¿Cuánto tiempo lleva encargándose de esta cocina móvil? -le preguntó Lynley al hombre.

– Desde que me jubilé de British Telecom. De eso hará casi nueve años ya. Deben hablar con las monjas. Ellas se lo confirmarán.

Lynley le creyó. No sólo porque las monjas seguramente lo confirmarían, además del resto de personas que veían a Muwaffaq Masoud por Victoria Embankment de manera habitual, sino también porque había un halo de honestidad en aquel hombre que inspiraba confianza.

«Recto» era el adjetivo que Lynley creyó que lo describía mejor.

– A mi compañero y a mí nos gustaría ver su furgoneta -dijo, sin embargo-, por fuera y por dentro. ¿Le parece bien?

– Por supuesto. ¿Si pueden esperar…? Dejen que me vista y los llevo a verla.

Subió deprisa las escaleras y dejó a Lynley y a Nkata mirándose el uno al otro mientras evaluaban en silencio lo que había dicho.

– ¿Qué opinas? -preguntó Lynley.

– O dice la verdad o es un sociópata. Pero mire esto, jefe. -Nkata giró su pequeña libreta de piel sobre la rodilla para ponerla de cara a Lynley, y éste miró lo que había escrito: «ciña», «vil», «waf», «57954»; mientras que debajo había añadido: «Cocina», «Móvil», «Muwaffaq», «85795479».

– Esto es lo que no entiendo -dijo Nkata-. ¿Qué hizo? ¿Servir la comida detrás del Savoy, merodear por el centro de Londres por lo que fuera y luego marcharse a Saint George's

Gardens en plena noche donde queda grabado en las imágenes que vimos? ¿Por qué?

– ¿Una cita?

– ¿Con quién? ¿Con un camello? Ese tipo se droga tanto como yo. ¿Con una prostituta? Su esposa está muerta, así que quiere irse con una, vale, pero ¿por qué llevaría a una puta a Saint George's Gardens?

– ¿Un terrorista? -propuso Lynley. Parecía una posibilidad mínima, pero sabía que no podía descartarse nada.

– ¿Un traficante de armas? -dijo Nkata-. ¿Un fabricante de bombas?

– ¿Alguien que entrega mercancía de contrabando?

– Puede que no sea el asesino, sino que fuera a encontrarse con él -dijo Nkata-, para entregarle algo, ¿un arma?

– ¿O para recogerle algo?

Nkata negó con la cabeza.

– Para entregar algo, o a alguien, jefe; para entregar a un chico.

– ¿A Kimmo Thorne?

– Tiene sentido. -Nkata miró hacia las escaleras, luego de nuevo a Lynley-. Va a Victoria Embankment, pero ¿a qué distancia está Leicester Square? ¿Y el puente peatonal de Hungerfold si Kimmo y su compañero cruzaban el río por allí? El tipo podía conocer a Kimmo de toda la vida y esperó a que llegara el momento oportuno de decidir qué hacer con él.

Lynley pensó en aquello. No se lo imaginaba. A menos que, como había señalado Nkata, el asiático fuera un sociópata.

– Por favor, síganme -dijo Masoud mientras bajaba las escaleras. No se había puesto el shalwar qamis tradicional de sus compatriotas, sino unos vaqueros anchos y una camisa de franela sobre la que se estaba subiendo la cremallera de una torera de piel. Calzaba unas deportivas. De repente, era mucho más inglés que extranjero. «La transformación hacía que uno pensara en él de un modo distinto», pensó Lynley.

La furgoneta estaba aparcada en uno de los garajes que se alineaban al final de Telford Way. Era imposible inspeccionar fácilmente el vehículo sin sacarlo de la estructura, y Masoud lo hizo sin que se lo pidieran. Movió la furgoneta hacia atrás para que Nkata y Lynley pudieran acceder a ella. Era roja como la que había visto su testigo desde el piso de Handel Street, justo por fuera de Saint George's Gardens. También era una Ford Transit.

Masoud apagó el motor, se bajó y abrió la puerta corrediza para mostrarles el interior del vehículo. Estaba equipada exactamente como les había dicho: habían instalado una cocina en un lado. También había armarios, una encimera y una pequeña nevera. El vehículo podía utilizarse para ir de acampada, ya que quedaba sitio para dormir en el medio si era necesario. También podía emplearse como matadero móvil. De eso, no había duda.

Pero no la habían utilizado para eso. Lynley lo supo antes de que Masoud se bajara y abriera la Ford para que la examinaran. La furgoneta era nueva y en el lateral podía leerse «Cocina Móvil Muwaffaq» y el número de teléfono pertinente.

Nkata formuló la pregunta justo cuando Lynley abría la boca para hacerla.

– ¿Tenía otra furgoneta antes de ésta, señor Masoud?

Masoud asintió.

– Ah, sí. Pero era vieja y muchas veces no arrancaba cuando necesitaba usarla.

– ¿Qué hizo con ella? -preguntó Lynley.

– La vendí.

– ¿Con el mismo interior?

– ¿Se refiere a la cocina, los armarios y la nevera? Oh, sí, era igual que ésta.

– ¿Quién la compró? -La voz de Nkata se aferraba a la esperanza-. ¿Cuándo?