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– Está usted diciendo que olvidó el pasado.

– No. No olvidé el pasado. Eso es imposible, pero lo vi a través de unos ojos diferentes. No me resultó tan difícil enamorarme después de haber vuelto a nacer.

– Su marido es un hombre afortunado.

– Sí, yo misma se lo recuerdo muy a menudo. Bueno, es mejor que me marche para que te puedas preparar para el concierto.

– Gracias.

Gabriella se detuvo en la puerta.

– Tal vez cuando vuelva a ir a los Estados Unidos me invites a pasar un día en tu casa.

– Será para mí el mayor de los placeres.

– Así, podré conocer a ese hombre.

– Sí, creo que sí.

Cuando la puerta se cerró, volvió a tomar asiento. Muy lentamente, giró la cabeza hasta que volvió a ver su imagen en el espejo. Vio los mismos ojos oscuros, la boca cuidadosamente maquillada, la cabellera oscura, su pálida piel y sus delicados rasgos. Vio una pianista. Y una mujer.

– Vanessa Sexton -murmuró. Entonces, esbozó una ligera sonrisa.

De repente, supo por qué estaba allí y por qué iba a salir a aquel escenario. Y por qué, cuando hubiera terminado, iba a regresar a casa.

A su casa.

Hacía demasiado calor para que un hombre de treinta años estuviera jugando al baloncesto bajo un sol de justicia. Los chicos no tenían ya clases por las vacaciones de verano, por lo que tenía el parque para él solo. Aparentemente, los adolescentes tenían más sentido común que un médico enamorado.

A pesar de la altísima temperatura, Brady había decidido que sudar sobre la cancha de baloncesto era mucho mejor que estar solo en casa, pensando.

¿Por qué diablos se había tomado el día libre? Necesitaba su trabajo. Necesitaba llenar su tiempo libre. Necesitaba a Vanessa.

A ella iba a tener que olvidarla. Había visto fotografías suyas. Habían salido en la televisión y en los periódicos. Todos los habitantes del pueblo llevaban dos días hablando de aquel maldito concierto. Ojalá no la hubiera visto con aquel hermoso y reluciente vestido blanco, con el cabello cayéndole en cascada por la espalda y sus hermosos dedos volando sobre las teclas, acariciándolas, haciendo que entonaran notas casi imposibles. Había interpretado su música, la misma composición que había estado tocando aquel día, cuando Brady entró en su casa para descubrir que ella lo estaba esperando.

Por fin había terminado su sinfonía… Igual que había terminado con él.

Lanzó una nueva canasta.

¿Cómo podía esperar que una mujer como ella quisiera regresar a un pueblo como aquél, con el novio de su adolescencia? Le aplaudían los miembros de la realeza. Iba de palacio en palacio tocando sus composiciones. Lo único que él podía ofrecerle era una casa en medio del bosque, un perro maleducado y de vez en cuando un pastel en vez de sus honorarios.

«Es una pena», pensó mientras lanzaba con furia la pelota contra el tablero. Nadie la amaría tanto como él, tal y como lo había hecho toda la vida. Si volvía a estar cerca de ella, se aseguraría de que lo supiera.

– Calla -le espetó a Kong, cuando el animal comenzó a ladrar alegremente.

Estaba sin aliento. No se encontraba en forma. Lanzó otra vez la pelota. Una vez más, ésta rebotó sobre el aro y salió despedida.

Se dio la vuelta, agarró el rebote… y se quedó atónito por lo que vio.

Allí estaba Vanessa, vestida con unos minúsculos pantalones cortos y una blusa que le tapaba sólo hasta debajo de los senos.'Tenía una botella de refresco de uva en la mano y una descarada sonrisa en el rostro.

Brady se secó el sudor de la frente. El calor, su estado de ánimo y el hecho de que no hubiera dormido desde hacía dos días podría ser más que suficiente para provocarle una alucinación. Sin embargo, no era así.

– Hola, Brady -dijo ella. A pesar de lo nerviosa que se sentía, controló para que sonara tranquila y algo descarada-. Parece que tienes mucho calor -añadió. Sin apartar los ojos de él, le dio un largo trago a la botella, se pasó la lengua por el labio superior y le ofreció lo que le quedaba-. ¿Quieres un trago?

Brady pensó que tenía que estar volviéndose loco. Ya no tenía dieciocho años, pero podía olería. Sentía la pelota entre las manos y el sudor cayéndole por la espalda. Mientras la observaba, ella se inclinó para acariciar al perro. Sin incorporarse, le lanzó una maravillosa sonrisa.

– Bonito perro.

– ¿Qué diablos estás haciendo?

– Daba un paseo -contestó ella. Se incorporó y se volvió a llevar la botella a los labios. Cuando estuvo vacía, la arrojó a una papelera cercana-. Creo que tienes que trabajar más tu gancho. ¿Es que no vas a agarrarme?

– No -repuso él. Si lo hacía, tendría que besarla.

– Oh -susurró Vanessa. Sintió que toda la seguridad en sí misma que había acumulado durante el vuelo y el interminable trayecto en coche la abandonaba-. ¿Significa eso que no me deseas?

– Maldita seas. Vanessa…

Ella se dio la vuelta tratando de contener las lágrimas. No era el momento de llorar ni de mostrarse orgullosa. Evidentemente, el guiño que acababa de hacer al pasado había sido una equivocación.

– Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadado conmigo.

– ¿Enfadado? -replicó él. Arrojó la pelota. Encantado, el perro salió tras ella-. Esa palabra ni siquiera sirve para empezar a describir lo que siento. ¿A qué estás jugando?

– No se trata de un juego -replicó ella. Se volvió con los ojos llenos de lágrimas-. Nunca ha sido un juego. Te amo, Brady…

– Te ha costado mucho tiempo decírmelo.

– Me ha costado lo que me tenía que costar. Siento haberte hecho daño. Si decides que quieres hablar conmigo, estaré en casa.

– No te atrevas a marcharte otra vez. No lo vuelvas a hacer nunca.

– No quiero discutir contigo.

– Pues es una pena. Regresas aquí, me recuerdas el pasado y esperas que yo me deje llevar como si nada, que deje a un lado lo que quiero y que, entonces, vuelva a ver cómo te marchas una y otra vez, sin ninguna promesa, sin futuro. No voy a aceptarlo, Vanessa. Es todo o nada y esto empieza a aplicarse desde ahora mismo.

– Escúchame.

– No pienso hacerlo…

La agarró con fuerza. El beso fue tórrido y apasionado. Hubo tanto dolor como placer. Vanessa se resistió. Se sentía molesta porque él hubiera utilizado la fuerza. Los músculos de Brady parecían de hierro. La fuerza que desarrolló fue mucho más potente que la que había visto en ningún otro hombre. La necesidad que palpitaba dentro de él mucho más furiosa.

Cuando por fin consiguió apartarse, estaba sin aliento. Le habría pegado si no hubiera visto la tristeza que se reflejaba en los ojos de Brady.

– Vete, Van. Déjame en paz…

– Brady…

– He dicho que te vayas -le ordenó. La violencia aún seguía reflejándosele en los ojos-. Ya ves que no he cambiado tanto.

– Ni yo -replicó ella-. Si has terminado de comportarte como el macho idiota, quiero que me escuches.

– Bien. Yo me voy a la sombra.

Se dio la vuelta y agarró una toalla que tenía sobre la cancha. Mientras se dirigía a la hierba, comenzó a secarse el rostro. Vanessa lo siguió inmediatamente.

– Eres tan imposible como siempre.

Después de dedicarle una insolente mirada, se sentó a la sombra de un roble. Para distraer al perro, tomó un palo cercano y se lo arrojó.

– ¿Y?

– Y por eso me pregunto cómo diablos me enamoré de ti. Dos veces -dijo ella. Respiró profundamente al ver que aquello no iba a ser tan fácil como había pensado-. Siento no haber podido explicarme adecuadamente antes de marcharme.

– Te explicaste muy bien. No deseas convertirte en una esposa.

– Creo que más bien dije que no sabía ser una -replicó ella, apretando los dientes-, y que tampoco sabía si deseaba serlo. El ejemplo más cercano que tenía era el de mi madre y ella había sido muy infeliz cuando estuvo casada. Me sentía inadecuada e insegura.