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Loretta bajó la mirada.

– Sí, claro que sí. Normalmente llego a casa a las seis y media.

– Muy bien. Entonces, te veré esta tarde -replicó. Se dirigió al fregadero. Quería agua, limpia y fría.

– Van…

– ¿Sí?

– Sé que tengo que compensarte por muchos años -le dijo. Cuando Vanessa se dio la vuelta, vio que su madre estaba en el umbral de la puerta-. Espero que me des una oportunidad.

– Quiero hacerlo. No sé dónde debemos empezar ninguna de las dos.

– Yo tampoco -comentó Loretta, algo menos tensa-. Tal vez ése sea el modo de comenzar. Te quiero mucho. Me sentiré contenta si puedo hacerte creer que esas palabras son ciertas -añadió. Entonces, se dio la vuelta rápidamente y se marchó.

– Oh, mamá -susurró Vanessa a la casa vacía-.Yo no sé qué hacer.

– Señora Driscoll -dijo Brady mientras golpeaba suavemente la nudosa rodilla de la anciana de ochenta y tres años-.Tiene usted el corazón de una gimnasta de veinte.

La mujer se echó a reír, tal y como él había esperado.

– No es el corazón lo que me preocupa, Brady, si no los huesos. Me duelen que rabian.

– Tal vez si permitiera que uno de sus bisnietos le arrancara las malas hierbas de su huerto…

– Llevo sesenta años cuidando de mi terrenito…

– Y estoy seguro de que lo podrá seguir haciendo otros sesenta más -afirmó Brady mientras le quitaba el manguito de tomarle la tensión-. No hay nadie en este condado que críe mejores tomates, pero, si no se toma las cosas con un poco más de calma, los huesos le van a doler.

Brady le examinó las manos. Afortunadamente, los dedos aún no sufrían de artritis, pero la enfermedad ya estaba presente en hombros y rodillas. No había mucho que ella pudiera hacer para frenar su avance.

Completó el reconocimiento mientras escuchaba las historias que la anciana le contaba sobre su familia. La señora Driscoll había sido la profesora de Brady en segundo y ya entonces él había pensando que era la mujer más vieja sobre la faz de la tierra.

– Hace un par de días la vi saliendo de la oficina de correos, señora Driscoll -comentó él-. No llevaba bastón.

– Los bastones son para los viejos -bufó la anciana.

– Como médico, señora Driscoll, he de decirle que usted también es vieja.

La anciana se echó a reír y agitó una mano delante del rostro de Brady.

– Siempre has tenido la lengua muy afilada, Brady Tucker.

– Sí, pero ahora tengo una licenciatura en medicina que me avala -replicó él, tras ayudar a la anciana a bajar de la camilla-. Lo único que quiero es que utilice su bastón… aunque sólo sea para darle a John Hardesty una buena paliza cuando se ponga a ligar con usted.

– ¡Menudo vejestorio! -musitó ella-. Y yo también lo parecería si fuera cojeando con un bastón.

– ¿Acaso no es la vanidad uno de los siete pecados capitales?

– Si no es por un pecado capital, no merece la pena pecar. Ahora, sal de aquí, muchacho, para que me pueda vestir.

– Sí, señora.

Brady la dejó sola. Sabía que, por mucho que le dijera, jamás conseguiría que ella utilizara el maldito bastón. Era una de las pocas pacientes a las que no podía convencer ni intimidar.

Tras dos horas más de consulta, Brady utilizó la hora que tenía para almorzar para ir al Hospital del Condado de Washington para ver la evolución de dos pacientes. Una manzana y un bocadillo de mantequilla de cacahuete lo ayudaron a pasar la tarde. Más de uno de sus pacientes mencionó el hecho de que Vanessa Sexton hubiera regresado al pueblo. Aquella información solía ir acompañada de sonrisas y guiños de ojos. Algunos de ellos hasta le dieron un buen codazo en el estómago.

Aquello era lo malo de las localidades pequeñas. Todos lo sabían todo sobre todos y lo recordaban eternamente. Vanessa y él habían salido juntos muy brevemente hacía doce años, pero era como si en vez de estar grabado en uno de los árboles del parque de Hyattown, lo estuviera sobre hormigón armado.

Él había estado a punto de olvidarse de ella… a excepción de cuando veía su nombre o su fotografía en uno de los periódicos o cuando escuchaba uno de sus discos, que compraba para honrar los viejos tiempos.

Cuando recordaba, sus recuerdos eran principalmente los de la infancia. Eran los más dulces y los más conmovedores. Sólo habían sido unos niños que se encaminaban hacia la edad adulta a una velocidad de vértigo. Sin embargo, lo ocurrido entre ellos había sido hermoso e inocente. Largos y lentos besos en las sombras, promesas apasionadas, algunas caricias prohibidas…

No debería sentir anhelo de ellos, de Vanessa, pero, a pesar de todo, se pasó una mano por encima del corazón.

En su momento todo había parecido demasiado intenso, principalmente porque se enfrentaban a una total oposición por parte del padre de Vanessa. Cuanto más tenía Julius Sexton en contra de su incipiente relación, más se unían. Así eran los jóvenes. Había desafiado al padre de Vanessa haciendo sufrir a la vez al suyo propio, realizando promesas y amenazas que sólo un muchacho de dieciocho años podía hacer.

Si todo hubiera sido más fácil, probablemente se habrían olvidado el uno del otro en pocas semanas.

«Mentiroso», se dijo. Nunca había estado tan enamorado como lo había estado el año que pasó con Vanessa.

Nunca habían hecho el amor. Cuando ella desapareció de su vida, se lamentó profundamente de aquel hecho. En aquel momento, con la perspectiva que daba el tiempo, se había dado cuenta de que aquello había sido lo mejor. Si hubieran sido también amantes les habría resultado mucho más difícil ser amigos al llegar a la edad adulta.

Se aseguró que aquello era lo único que deseaba. No tenía intención de permitir que Vanessa le rompiera el corazón una segunda vez.

– Doctor Tucker -le dijo una enfermera que acababa de asomar la cabeza por la puerta-.Ya ha llegado su siguiente paciente.

– Voy enseguida.

– Ah, y su padre dijo que pase a verlo antes de que se marche.

– Gracias.

Brady se dirigió a la consulta número dos, preguntándose si Vanessa estaría sentada en el balancín aquella tarde.

Vanessa llamó a la puerta de la casa de los Tucker y esperó. Observó las macetas de geranios que florecían en las ventanas. Había dos mecedoras en el porche. El doctor Tucker solía sentarse allí por las tardes en los días de verano. La gente que pasaba por delante se detenía para charlar con él o para hablarle de sus síntomas o enfermedades.

Recordaba que el doctor Tucker era un hombre muy generoso, tanto con su tiempo como con sus habilidades, como lo demostraba en el picnic que organizaba anualmente en su casa. Vanessa aún recordaba su risa y lo suaves que eran sus manos durante una exploración.

¿Qué le iba a decir cuando abriera la puerta un hombre que había ocupado un lugar muy importante durante su infancia, al hombre que la había reconfortado cuando Vanessa había llorado al ver que el matrimonio de sus padres se desmoronaba, al hombre que, en aquellos momentos, mantenía una relación sentimental con su madre?

Abrió la puerta él mismo. La observó durante un instante. Eran tan alto como recordaba. Al igual que Brady, tenía una constitución nervuda y atlética. A pesar de que su cabello oscuro se había teñido de gris, no parecía haber envejecido. Al verla, sonrió.

Sin saber qué hacer, Vanessa le ofreció una mano. Antes de que pudiera hablar, él le dio un fuerte abrazo.

– Mi pequeña Vanessa -dijo, mientras la abrazaba-. Me alegro de que hayas regresado.

– Y yo me alegro de haber regresado -afirmó Vanessa-. Lo he echado mucho de menos, de verdad…

– Déjame que te mire -pidió Ham Tucker, separándola de sí-. Vaya, vaya, vaya… Emily siempre dijo que serías una belleza.

– Oh, doctor Tucker. Siento tanto lo de la señora Tucker…

– Todos lo hemos sentido mucho. Ella siempre te seguía en periódicos y revistas, ¿sabes? Estaba decidida a tenerte como nuera. Más de una vez me dijo que tú eras la chica adecuada para Brady. Que tú lo enderezarías.