Pasaron tres años hasta volverlo a encontrar. Solo, con mis cómicos quince años, en la pensión de Buenos Aires, durante los largos domingos mi pensamiento volvía insistentemente a Capitán Olmos. Creo haberle dicho que casi no he reconocido a mi madre, que murió cuando yo tenía dos años. ¿Cómo puede extrañar que para mí Capitán Olmos fuese en buena medida el recuerdo de Ana María? La veía en aquellos atardeceres de la estancia, en verano, recitando aquellos versos en francés que yo no comprendía, pero me producían, en la voz grave de Ana María, una sutil voluptuosidad. "Están allí", pensaba, "están allí". Y en aquel verbo en plural, en un candoroso autoengaño con la conjugación, en el fondo de mi alma y de mi voluntad la incluía: como si en aquella vieja casa de Barracas que yo conocía casi como si la hubiese visto (tanto Ana María me había hablado de ella), su alma sobreviviese de alguna manera; como si en su hijo, en su repugnante hijo, en Georgina, en el padre y en las hermanas, prefigurada o desfigurada, pudiese rastrearse la huella de Ana María. Y yo rondaba por el caserón, sin animarme nunca a llamar. Hasta que un día vi a Fernando que venía hacia la casa, y no quise o no pude huir.
– ¿Vos? -me preguntó con una sonrisa despectiva.
Volví a experimentar ante él la incomprensible sensación de culpa de siempre.
¿Qué andaba haciendo por ahí? Sus ojos penetrantes y malignos me impedían mentir. Por lo demás, era inúticlass="underline" bien adivinaba que yo andaba rondando la casa. Y yo me sentí como un delincuente primerizo y torpe, tan incapaz de hablarle de mis sentimientos, de mi nostalgia, como de escribir un poema de amor romántico entre los cadáveres de una sala de disección. Y vergonzantemente callado, admití que Fernando me llevase como por limosna, porque de todos modos vería aquella casa. Y mientras atravesábamos el parque en el atardecer, me llegó el intenso perfume del jazmín del país, que para mí siempre sería "del páis", con acento en la a, y que para siempre significaría: lejos, madre, ternura, nunca más. En el Mirador me pareció ver el rostro de una vieja, una especie de fantasma en la penumbra, que sigilosamente se retiró. El cuerpo principal de la casa se une al pequeño bloque en que está el Mirador por una galería cubierta, formando así una especie de península. Ese pequeño bloque está formado por dos piezas, que seguramente en otro tiempo fueron ocupadas por parte de la servidumbre, por la planta baja del Mirador (que, como vi después, en la prueba a que me sometió Fernando, era un depósito de trastos que se comunicaba con la planta superior mediante una escalera de madera) y una escalera metálica de caracol, que subía por la parte externa hasta la terraza, que daba al Mirador. Esa terraza cubría las dos grandes piezas a que me refiero y estaba rodeada, como era habitual en muchas construcciones de aquel tiempo, por una balaustrada, en ese momento ya semiderruida. Sin pronunciar palabra, Fernando marchó por aquel corredor y entró en una de las dos piezas. Prendió la luz y comprendí que debía de ser su habitación: tenía una cama, una antigua mesa de comedor que le servía de escritorio, una cómoda y una serie de muebles derrengados y al parecer inútiles, pero que se guardarían allí por no tener donde ponerlos, ya que la casa había sufrido una serie de reducciones. Acabábamos de llegar y por una puerta, que comunicaba con la segunda habitación apareció un chico que me produjo un instintivo rechazo. Sin saludar, sin explicaciones, preguntó: "¿Lo trajiste?" y Fernando, secamente, dijo "no". Lo miré con asombro: de unos catorce años, tenía una enorme cabeza alargada como pelota de rugby, una piel como el marfil, unos pelos lacios y finos, una mandíbula prognática, una nariz afilada y unos ojos afiebrados que me produjeron un rechazo instintivo: el rechazo que acaso podríamos sentir por un ser de otro planeta, casi idéntico a nosotros, pero con diferencias oscuramente temibles.
Fernando no contestó, mientras el otro, mirándolo con sus ojos afiebrados dirigía a su boca la embocadura de una flauta o clarinete y empezaba a tocar una especie de proyecto de frase. Fernando revolvía en una pila polvorienta de Tit-bits que había en un rincón del suelo, pareciendo buscar algo especial, tan ajeno a mi presencia como si yo fuera uno de los habitantes normales de la casa. Por fin separó un número que tenía en la tapa al héroe de Justicia alada. Cuando vi que se disponía a salir y que al parecer hacía caso omiso de mi persona, me sentí molestísimo: no podía salir con él, como si fuera su amigo, pues él no me había pedido que entrara y tampoco ahora me invitaba a acompañarlo; tampoco me podía quedar en aquella habitación y mucho menos con el extraño muchacho del clarinete. Por un instante me sentí el ser más desdichado y ridículo del mundo. Por otra parte, ahora comprendo que en aquel momento Fernando hacía todo eso con deliberación, por pura perversidad.
De modo que, cuando hizo su aparición la chica pelirroja y me sonrió, experimenté un enorme alivio. Sin saludarme, sonriendo irónicamente, Fernando se fue con su revista y yo me quedé mirando a Georgina: había cambiado bastante; ya no era la chica flaquita que yo había conocido en Capitán Olmos cuando la muerte de Ana María; ahora tenía catorce o quince años y empezaba a acercarse a su retrato definitivo como el burdo y rápido boceto de un pintor a la obra final. Quizá por ver que sus pechos empezaban a marcarse debajo de su tricota, me sonrojé y miré hacia el suelo.
– No lo trajo -dijo el Bebe, con el clarinete en la mano.
– Bueno, ya lo traerá -contestó ella, con el tono de una madre que engaña a su chico.
– ¿Cuándo? -insistió el Bebe.
– Pronto.
– Sí, ¿pero cuándo?
– Le digo que pronto, ya va a ver. Ahora se sienta ahí y toca el clarinete, ¿eh?
Lo llevó suavemente de un brazo a la otra pieza, al mismo tiempo que me decía: "Vení, Bruno". Los seguí y entré: era probablemente la habitación en que dormían los dos hermanos, y se diferenciaba completamente del cuarto de Fernando, a pesar de que los muebles eran tan viejos y derrengados como los otros; pero había algo, una tonalidad delicada y femenina.
Lo llevó hasta una silla, lo hizo sentar y le dijo:
– Ahora se queda ahí y toca, ¿eh?
Luego, como una dueña de casa que se dispone a atender sus visitas después de tomar algunas disposiciones hogareñas, me mostró sus cosas: un bastidor donde estaba bordando un pañuelo para su padre, una gran muñeca negra que se llamaba Elvira, a quien de noche acostaba consigo, y una colección de fotografías de actores y actrices de cine, pegadas con chinches en la pared: Valentino vestido de sheik, Pola Negri, Gloria Swanson en Los diez mandamientos, William Duncan, Perla White. Discutimos los méritos y los defectos de cada uno y de los filme en que trabajan, mientras el Bebe repetía aquella misma frase con el clarinete. Ella prefería por encima de todos a Rodolfo Valentino; yo me inclinaba más bien por Eddie Polo, aunque admitía que Valentino era grandioso. En cuanto a cintas, me pronuncié con calor por El rastro del octopus, pero Georgina dijo, y yo le encontré razón, que era demasiado terrible y que ella, en los momentos peores, tenía que mirar hacia otra parte.
El Bebe dejó de tocar y nos miraba, con sus ojos afiebrados.
– Toque, Bebe -dijo ella mecánicamente, mientras empezaba a bordar en su bastidor.
Pero el Bebe seguía mirándome en silencio.
– Bueno, entonces muéstrele a Bruno su colección de figuritas -admitió.
El Bebe se iluminó y dejando el clarinete, entusiasmado, sacó desde abajo de su cama una caja de zapatos.