– Muéstrele, Bebe -repitió ella, seriamente, sin dejar de mirar su bastidor, en esa forma mecánica que usan las madres para dar indicaciones a sus hijos mientras están absortas en tareas importantes del hogar.
El Bebe se puso a mi lado y me mostró su tesoro.
– ¿Lo tenés a Onzari? -le pregunté.
Se daban hasta seis o siete Bidoglio por un Onzari.
– Claro que sí -me dijo, y lo buscó.
Después de mostrármelo, me admiró poniendo en el suelo equipos completos muy difíciles, como el de los escoceses.
De pronto tuvo un acceso de tos. Georgina dejó su bastidor, fue hasta un armario y sacó un frasco de alquitrán Guyot. Congestionado y con los ojos lagrimeando, el Bebe hizo un gesto negativo con la mano, pero con suave firmeza Georgina le hizo tragar una cucharada grande.
– Si no se cura, tonto, no podrá tocar el clarinete -le dijo.
Así fue mi primer encuentro con Georgina en su casa: habría de asombrarme de los dos o tres encuentros posteriores, en que ella, en presencia de Fernando se convertía en un ser indefenso. Lo curioso es que nunca pasé de aquellas dos habitaciones casi suburbanas de la casa (fuera de la experiencia terrorífica del Mirador, que ya le contaré) y del contacto con aquellos tres muchachos, de aquellos tres seres tan disímiles y tan extraños: una exquisita niña llena de delicadeza y feminidad, pero subyugada por un ser infernal, un retardado mental o algo por el estilo y un demonio. De los otros habitantes de la casa tuve noticias inciertas y esporádicas, pero en las pocas veces que estuve allá no me fue posible ver nada de lo que transcurría entre las paredes de la casa principal, y mi timidez de aquel tiempo me impidió inquirir a Georgina (a la única que podía haberle preguntado) cómo eran y cómo vivían sus padres, su tía María Teresa y su abuelo Pancho. Al parecer, aquellos chicos vivían con independencia en las dos piezas del fondo, bajo el dominio de Fernando.
Años más tarde, hacia 1930, conocí al resto de los que habitaban aquella casa y ahora comprendo que con tales personajes cualquier cosa que sucediera o dejara de suceder en la casa de la calle Río Cuarto era perfectamente esperable. Creo haberle dicho que todos los Olmos (con excepción, claro está, de Fernando y su hija, y por los motivos que ya mencioné) padecían una suerte de irrealismo, daban la impresión de no participar de la brutal realidad del mundo que los rodeaba: cada vez más pobres, sin atinar a nada sensato para ganar dinero o por lo menos para mantener los restos de su patrimonio, sin sentido de las proporciones ni de la política, viviendo en un lugar que era ocasión de comentarios irónicos y malévolos de sus parientes lejanos; cada día más alejados de su clase, los Olmos daban la impresión de constituir el final de una antigua familia en medio del furioso caos de una ciudad cosmopolita y mercantilizada, dura e implacable. Y mantenían, y desde luego sin advertirlo, las viejas virtudes criollas que las otras familias habían arrojado como un lastre para no hundirse: eran hospitalarios, generosos, sencillamente patriarcales, modestamente aristocráticos. Y quizá el resentimiento de sus parientes lejanos y ricos se debía en parte a que ellos, en cambio, no habían sabido guardar esas virtudes y habían entrado en el proceso de mercantilización y de materialismo que el país empezó a sufrir desde fines de siglo. Y, del mismo modo que ciertas personas culpables cobran odio a los inocentes, así los pobres Olmos, candorosa y hasta cómicamente aislados en la antigua quinta de Barracas, eran el destinatario del resentimiento de sus parientes: por seguir viviendo en un barrio ahora plebeyo en lugar de haber emigrado al Barrio Norte o a San Isidro; por seguir tomando mate en lugar de té; por ser pobres y no tener dónde caerse muertos; y por alternar con gente modesta y sin tradición. Si agregamos que nada de todo esto era deliberado en los Olmos, y que todas esas virtudes, que a los tres se les ocurrían indignantes defectos, eran practicadas con inocente sencillez, es fácil comprender que aquella familia constituyó para mí, como para otras personas, un conmovedor y melancólico símbolo de algo que se iba del país para no volver nunca más.
Al salir aquella noche de la casa, cuando ya estaba a punto de transponer la puerta de la verja, mis ojos se volvieron, no sé por qué, hacia el Mirador. La ventana estaba débilmente iluminada, y me pareció entrever la figura de una mujer que espiaba.
Vacilé mucho en volver: la presencia de Fernando me detenía, pero la de Georgina me hacía soñar y ansiaba verla de nuevo. Entre las dos fuerzas contrarias, mi espíritu parecía disputado y no me decidía a retornar. Hasta que por fin fue más fuerte mi deseo de ver nuevamente a Georgina. En todo aquel intervalo había reflexionado y volvía dispuesto a averiguar cosas, y si era posible, a conocer a los padres de ella. "Puede ser", me decía para animarme, "que Fernando no esté". Suponía que tendría amigos o conocidos, pues recordaba aquella búsqueda del número de Tit-bits y su salida, que no podía atribuirse sino a un encuentro con otros muchachos; y aunque lo conocía lo suficiente ya a Fernando para intuir, aun a mi edad, que no podía tener amigos, no era imposible, en cambio, que mantuviese algún otro género de vinculación con otros muchachos: más tarde confirmaría esa presunción y, aunque con reticencias, Georgina me confesaría que su primo dirigía una banda de muchachos inspirada en algunas películas de episodios como Los misterios de Nueva York y La moneda rota, banda que tenía sus juramentos secretos, sus puños de hierros y oscuros propósitos. Visto ahora a distancia, aquella organización me parece algo así como el ensayo general de la que tuvo más tarde hacia 1930, cuando organizó la banda de pistoleros.
Me instalé en la esquina de Río Cuarto e Isabel la Ca tólica desde el mediodía. Pensé: después del almuerzo puede o no salir; si sale, aunque sea tarde, yo entraré.
Puede usted imaginarse mi interés por ver nuevamente a Georgina si le digo que esperé en aquella esquina desde la una hasta las siete. A esa hora vi que salía Fernando y entonces corrí por Isabel la Católica hasta casi la otra esquina, a una distancia suficientemente grande como para que pudiera escurrir mi cuerpo en caso de tomar él por la misma calle, o de poder volver hasta la casa si veía que él seguía de largo por Río Cuarto. Así fue: pasó de largo. Entonces me precipité hacia la casa.
Tengo la certeza de que Georgina se alegró de verme. Por otro lado, había insistido para que volviera.
Le pregunté sobre su familia. Me habló de su madre y de su padre. También de su tía María Teresa, que vivía siempre anunciando enfermedades y catástrofes. Y de su abuelo Pancho.
– El que vive allí arriba -dije yo, mintiendo, porque intuía que "allí arriba" se escondía un secreto.
Georgina me miró con un gesto de sorpresa.
– ¿Allí arriba?
– Sí, en el Mirador.
– No, el abuelo no vive allí -respondió evasivamente. -Pero vive alguien -le dije. Me pareció que le molestaba contestar. -Me parece haber visto a alguien, la otra noche. -Vive Escolástica -respondió, por fin, de mala gana. -¿Escolástica? -pregunté asombrado. -Sí, antes ponían nombres así. -Pero no baja nunca. -No.
– ¿Por qué?
Se encogió de hombros. La miré con cuidado. -Me parece haber oído a Fernando algo. -¿Algo? ¿Algo de qué? ¿Cuándo? -De una loca. Allá, en Capitán Olmos. Enrojeció y bajó la cabeza.
– ¿Te dijo eso? ¿Te dijo que Escolástica era loca? -No, dijo algo de una loca. ¿Es ella? -No sé si es loca. Yo nunca hablé con ella. -¿Nunca hablaste con ella? -pregunté con extrañeza. -No, nunca. -¿Y por qué?
– ¿No te dije que no baja nunca? -Pero, ¿y vos nunca subiste? -No. Nunca. Me quedé mirándola. -¿Qué edad tiene? -Ochenta y cuatro años. -¿Es abuela tuya? -No.
– ¿Bisabuela? -No.