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– ¿Qué es, entonces?

– Es tía segunda de mi abuelo. La hija del Comandante Acevedo.

– ¿Y desde cuándo vive arriba?

Georgina me miró: sabía que no lo creería.

– Desde 1853.

– ¿Sin bajar nunca?

– Sin bajar.

– ¿Por qué?

Volvió a encogerse de hombros.

– Creo que por la cabeza.

– ¿La cabeza? ¿Qué cabeza?

– La del padre, la cabeza del Comandante Acevedo. La echaron por la ventana.

– ¿Por la ventana? ¿Quiénes?

– La Mazorca. Entonces corrió con la cabeza.

– ¿Corrió con la cabeza? ¿Para dónde?

– Para allá, para el Mirador. Y no bajó nunca más.

– ¿Y por eso está loca?

– Yo no lo sé. Yo no sé si está loca. Nunca subí.

– ¿Y Fernando tampoco subió?

– Fernando, sí.

En ese momento vi, con temor y desaliento, que volvía Fernando. Evidentemente no había salido sino para hacer alguna cosa muy rápida.

– ¡Ah, volviste! -se limitó a decirme escrutándome con sus ojos penetrantes, como si tratara de averiguar cuáles podían haber sido los móviles de mi nueva visita.

Desde el momento en que entró su primo, Georgina se transformó. Quizá la vez anterior mi nerviosidad me había impedido advertir la influencia que ejercía sobre su manera de ser la presencia de Fernando. Se volvía muy tímida, no hablaba, sus movimientos se hacían más torpes, y cuando se veía obligada a decir algo que yo le preguntaba respondía mirando de reojo hacia su primo. Fernando, por otra parte, se había instalado en su cama y desde allí, acostado, mordiéndose las uñas con encarnizamiento, nos miraba. La situación se volvió muy incómoda, hasta que de pronto él sugirió que ya que estaba inventásemos algún juego, pues, según dijo, estaba muy aburrido. Pero su mirada no demostraba aburrimiento, sino algo que yo no alcanzaba a discernir.

Georgina lo miró con temor, pero luego bajó la cabeza, como esperando su veredicto.

Fernando se sentó en la cama y parecía cavilar, siempre mirándonos y mordiéndose las uñas.

– ¿Dónde está el Bebe? -preguntó, al fin.

– Está con mamá.

– Traélo.

Georgina fue a cumplir la orden. Nos quedamos en silencio hasta que llegaron, el Bebe con su clarinete.

Fernando explicó la cosa: ellos tres se esconderían en diferentes lugares de las dos piezas, de la leñera o del jardín (era ya de noche). Yo debería buscarlos y reconocerlos, sin hablar ni preguntar nada, mediante el tacto de la cara.

– ¿Para qué? -pregunté estupefacto.

– Ya te explicaré después. Si acertás tendrás un premio -dijo con una risita seca.

Yo temía que estuviese burlándose de mí, como en otro tiempo en Capitán Olmos. Pero también temía negarme, porque en esos casos él siempre aducía que me negaba por pura cobardía, ya que sabía que sus juegos encerraban invariablemente algo terrible. Pero yo me preguntaba ¿qué podía encerrar de terrible en este caso? Parecía más bien una broma estúpida, algo para hacerme quedar groseramente en ridículo. Miré a Georgina como buscando en su rostro algún indicio, algún consejo. Pero Georgina ya no era la de antes: su rostro lívido y sus ojos muy abiertos demostraban una especie de fascinación o de miedo o de las dos cosas a la vez.

Fernando hizo apagar las luces, se escondieron, y yo, a tropezones, empecé a buscarlos. Pronto, inocentemente sentado en su cama, reconocía al Bebe. Pero ya Fernando había establecido que debía encontrar y reconocer por lo menos a dos.

No había nadie más en aquella habitación. Me quedaban por explorar la otra y la leñera. Con cuidado, tropezando aquí y allá, recorrí el cuarto de Fernando, hasta que me pareció oír, en medio del silencio, la respiración de uno de los dos restantes. Rogué a Dios que no fuera Fernando, pues, no sé por qué, encontrarlo así en la oscuridad me parecía abominable. Con cautela, con oído tenso, seguí avanzando en la dirección en que parecía provenir aquel apagado rumor. Me llevé por delante una silla. Con los brazos tendidos hacia adelante siempre tanteando a izquierda y derecha, llegué a una de las paredes: húmeda, polvorienta, con el papel despegado. Tocando la pared, me desplacé hacia mi derecha, del lado de donde me parecía venir el apagado eco de una respiración. Mis manos tropezaron primero con un armario, luego mis rodillas se llevaron por adelante la cama de Fernando. Me agaché y palpando verifiqué si alguien estaba acostado o sentado, pero no encontré a nadie. Siguiendo ahora el borde de la cama, siempre hacia la derecha encontré primero la mesita de luz y de nuevo la pared desconchada. Ahora estaba seguro: la respiración se hacía más nítida, se convertía en un jadeo levísimo pero nervioso, seguramente como consecuencia de mi acercamiento. Una absurda emoción agitaba mi corazón como si estuviera al borde de un secreto temible. Mi avance se fue haciendo casi insensible, muy lento. Hasta que de pronto mi mano derecha tocó el borde de un cuerpo. La retiré como si hubiera tocado un hierro al rojo, pues comprendí instantáneamente que era el cuerpo de Georgina.

– Fernando -dije en voz baja, mintiendo como por vergüenza.

Pero no me respondió.

Mi mano volvió, temerosa pero anhelosamente hacia ella, pero levantándola a la altura de su cara. Encontré su mejilla y luego su boca, que sentí apretada y temblorosa.

– Fernando -volví a mentir, sintiendo que me enrojecía, como si pudieran verme.

No tuve respuesta y todavía hoy me pregunto por qué. Pero en aquel momento me pareció que era como autorizándome a proseguir la investigación, porque, de proceder de acuerdo con las reglas estipuladas por Fernando, debía haber declarado ya mi equivocación. Era como estar cometiendo un robo, pero un robo autorizado por la víctima, lo que todavía me asombra.

Mi mano, lentamente, con trémula vacilación, se detuvo sobre su mejilla, recorrió sus labios y sus ojos, como en una señal de reconocimiento, como vergonzante caricia (¿le dije ya que en esos dos años Georgina había dado un salto y que aquella adolescente empezaba a recordar a Ana María?). Su respiración se volvió intensísima, como si estuviera realizando un gran esfuerzo, agitada. Por un instante casi grito "¡Georgina!", para luego salir corriendo, desesperado. Pero me contuve y seguí con mi mano sobre su rostro, sin que ella hiciese nada para apartarse, en una actitud que acaso determinó mi descabellada esperanza a lo largo de tantos años, hasta hoy mismo.

– Georgina -dije al fin, roncamente, con voz apenas inteligible.

Y entonces ella, a punto de romper en llanto, exclamó en voz baja:

– ¡Basta! ¡Déjame!

Y huyó hacia la puerta.

Yo salí tras ella con lenta torpeza, sintiendo que algo muy turbio y contradictorio había sucedido, pero sin saber cómo interpretarlo. Mis piernas vacilaban como si hubiese estado en un gran peligro. Cuando entré a la otra pieza, ya iluminada, sólo estaba el Bebe: Georgina había desaparecido. Casi en seguida llegó Fernando, que me escrutó con mirada sombría, como si aquel fuego perverso que ardía en su interior ahora llamease en medio de tinieblas.

– Ganaste -comentó con voz dominante y seca-. Como premio, mañana podrás hacer una prueba más importante.

Comprendí que debía irme y que Georgina no reaparecería. El Bebe, con el clarinete en la mano, con la boca entreabierta, me miraba con sus ojos extraviados y brillantes.

– Bueno -dije, saliendo.

– Mañana a la noche después de comer, a las once -me dijo.

Durante toda aquella noche cavilé sobre lo que me había pasado y sobre lo que podría suceder al día siguiente. Me aterraba la idea de que Fernando fuera más lejos por el mismo camino, aunque no veía claro por qué, aunque comprendía que de por medio estaba la figura de Georgina. ¿Por qué ella no había negado apenas yo dije el nombre de Fernando? ¿Por qué había seguido en silencio, como autorizando el gesto de mi mano? Al otro día, a las once de la noche en punto yo estaba en la pieza de Fernando. Ya estaban esperándome él y Georgina. Advertí en los ojos de Georgina una expresión de pavorosa expectativa, acentuada por la palidez marmórea de su cara. Como jefe que da instrucción a una patrulla, con fría precisión, Fernando me dijo: