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– En el Mirador, ahí arriba, vive la vieja Escolástica. A estas horas ya duerme. Vos vas a entrar con esta linterna, vas a ir hasta una cómoda que hay del lado opuesto de la cama, vas abrir el segundo cajón a partir de arriba, vas a buscar una caja de sombreros que hay allí y la vas a traer.

Con voz fantasmal, mirando hacia el suelo, Georgina dijo:

– ¡La cabeza no, Fernando! ¡Cualquier otra cosa, pero la cabeza no!

Fernando insinuó con un gesto de desprecio.

– Qué importancia tendría cualquier otra cosa. La cabeza.

Yo, a punto de desmayarme, recordé la historia que me había contado Georgina. No era posible, esas cosas no pasaban nunca en la realidad. Y además, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Quién me obligaba?

– ¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Quién me obliga? -aduje con voz desfalleciente.

– ¿Cómo por qué? ¿Por qué se sube al Aconcagua? No hay ninguna utilidad en subir al Aconcagua, Bruno. ¿O sos un cobarde?

Comprendí que no podía rehuir.

– Muy bien, dame la linterna y decíme cómo se sube.

Fernando me entregó la linterna y se dispuso a indicarme la forma de subir al Mirador.

– Un momento -dije-. ¿Y si la vieja se despierta? Puede despertarse, puede gritar, ¿qué debo hacer?

– La vieja casi no ve y casi no oye, y casi no puede moverse. No te preocupes. Lo peor que puede suceder es que tengas que bajar sin la cabeza, pero espero que tengas el valor suficiente para traerla.

Ya le expliqué que debajo del Mirador había un depósito de trastos desde donde se podía subir por una antigua escalera de madera. Fernando me llevó hasta aquel depósito, que ni siquiera tenía luz eléctrica, y me dijo:

– Al llegar arriba te vas a encontrar con una puerta que no tiene llave. La abrís y entras en el Mirador. Nosotros te esperamos en mi cuarto.

Se fue y yo quedé con la linterna en medio de aquel sombrío depósito, oyendo los golpes ansiosos de mi corazón. Después de unos momentos en que me pregunté una vez más qué clase de locura era aquélla y quién me obligaba a subir sino mi propio orgullo, puse mi pie en el primer escalón. Subí con temor creciente y con una lentitud que se me ocurrió vergonzosa. Pero subí.

Efectivamente, había al término de la escalera un pequeño rellano y en él una puerta que daba a la habitación de la anciana loca. Yo sabía que era casi una desvalida, pero de todos modos mi miedo era tal que sudaba copiosamente y temía descomponerme del estómago. Advertí, para colmo, que mi cuerpo o mi sudor tenía un insoportable y feísimo olor. Pero ya no podía retroceder y siendo así lo mejor era proceder cuanto antes.

Moví el picaporte con cuidado, tratando de no hacer el menor ruido, ya que, por supuesto, todo aquello resultaría menos horrible si la loca no se despertaba. La puerta se abrió con un chirrido que me pareció tremendo. La oscuridad del cuarto era completa. Por un instante vacilé entre iluminar con mi linterna la cama donde reposaba la vieja, para ver si dormía, y el temor de despertarla justamente con la luz. Pero, ¿cómo podía entrar en aquella pieza desconocida, con una loca encerrada allí, sin verificar, al menos, si la vieja estaba dormida o incorporada, observándome? Con una mezcla de repulsión y de pavor, levanté mi linterna y recorrí circularmente el cuarto, a la búsqueda de la cama.

Casi me desmayo: la anciana no estaba durmiendo sino de pie al lado de su cama, mirándome con los ojos abiertos y despavoridos. Era una viejecita casi momificada, muy pequeña, muy flaca, casi un esqueleto viviente apenas. De sus labios resecos salió algo que me pareció referirse a la Mazor ca, pero no puedo asegurarlo, porque apenas vi su figura en las tinieblas huí hacia la salida y descendí corriendo la escalera. Al llegar a la pieza de Fernando me desmayé.

Cuando recobré el conocimiento, Georgina me tenía con sus brazos la cabeza y de sus ojos caían enormes lágrimas. Tardé un buen rato en recordar mi situación anterior y entonces experimenté una infinita vergüenza. Estaba solo, con Georgina. Fernando se habría retirado, diciendo alguna venenosa ironía sobre mi valor: estaba seguro.

– Estaba levantada -balbuceé.

Georgina no decía nada: se limitaba a llorar en silencio.

Aquellos primos empezaron a ser para mí un indescifrable arcano, que a la vez me atraía y me asustaba. Eran como dos oficiantes de un rito desconocido, del que yo no alcanzaba a comprender el significado y del que se podían esperar atrocidades. De pronto me imaginaba que Fernando se burlaba de mí, y de pronto temía que estuviera preparando una trampa siniestra. Aquellos dos primos vivían aislados del resto de la casa, solitarios, como un rey con un único súbdito, aunque más apropiado sería decir, como un sumo sacerdote con un único creyente, y como si a mi llegada yo me hubiese convertido en única víctima de aquel culto tenebroso. Fernando despreciaba el resto del mundo, o lo ignoraba orgullosamente, mientras que a mí me exigía algo que yo no podía discernir bien, y que pienso estaba relacionado a sentimientos turbios, a emociones sombrías y a voluptuosidades, a las que debían sentir los sacerdotes aztecas que en lo alto de las pirámides sagradas extraían el palpitante y caliente corazón de sus sacrificados. Y, lo que me resulta aún más inexplicable, yo me sometía también con cierta oscura sensualidad al sacrificio en que Georgina oficiaba como una aterrada hierofántida.

Porque aquellos episodios fueron apenas el comienzo. Muchas extrañas y perversas ritualidades se sucedieron hasta que huí, hasta que comprendí, con doloroso pavor, que aquella pobre criatura ejecutaba ciegamente, como hipnotizada, las órdenes de Fernando.

Ahora, después de treinta años, trato todavía de comprender la relación exacta que había entre ellos dos, y me es imposible. Eran como dos universos opuestos y, sin embargo, de algún modo estaban entrañablemente unidos por un vínculo ininteligible pero poderoso. Fernando la dominaba, pero no podría afirmar que fuese únicamente un pavor sagrado lo que a ella ataba a su primo: a veces me parece que en Georgina existía una especie de compasión. ¿Compasión por un monstruo como Fernando? Sí. Ella huía de pronto de sus actos demoníacos, y la he visto llorar horrorizada en algún oscuro rincón de la casa de Barracas. Pero también la recuerdo defendiéndolo con maternal energía cuando yo lo atacaba. "No imaginas cuánto sufre", me decía. Ahora, considerando serenamente su personalidad y muchos de sus actos, admito que, en efecto, Fernando no tenía esa fría indiferencia que dicen caracteriza a los criminales natos; ya le dije antes que más bien se tenía la sensación de una caótica y desesperada lucha interior. Pero debo confesarle que no tengo la suficiente grandeza de alma para compadecer a seres como Fernando. Esa grandeza la tenía en cambio, Georgina.

¿Qué clase de sufrimientos?, me dirá usted. Muchos y de toda índole: físicos, mentales y hasta espirituales. Los físicos y mentales estaban a la vista. Sufría alucinaciones, tenía sueños enloquecedores, de pronto perdía la conciencia. Lo he visto, aun sin desmayarse, como si se volviera ausente, sin hablar ni oír ni ver a los que tenía delante, "Ya le pasará", me decía entonces Georgina, que lo seguía con angustia. Otras veces (me contaba Georgina) le decía: "Te estoy viendo, sé que estoy aquí, a tu lado, pero también sé que estoy en otra parte, muy lejos, en un cuarto oscuro y cerrado. Me buscan para sacarme los ojos y matarme". Caía de la exaltación más violenta a la pasividad y la melancolía más absolutas: entonces se convertía, según Georgina, en el ser más indefenso y desamparado del mundo, y como un niño pequeñito se acurrucaba sobre la falda de su prima.