Desde luego, nunca lo vi yo en ninguno de esos extremos humillantes, y creo que de haberlo visto Fernando habría sido capaz de asesinarme. Pero me lo dijo Georgina y nunca ella dijo ninguna mentira, y nunca ante ella creo que Fernando haya simulado, maestro, sin embargo, de la simulación, como realmente era.
Lo que yo vi de él siempre fue desagradable. Se consideraba por encima de la sociedad y de la ley. "La ley está hecha para los pobres diablos", afirmaba. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, le apasionaba el dinero, pero creo que veía en él algo más que el simple dinero de la gente normal. Veía algo mágico y demoníaco, y le gustaba referirse a él como al "oro". Tal vez a esa extraña inclinación se debiese su pasión por la alquimia y por la magia. Pero su morbosidad era más patente en todo lo que directa o indirectamente tuviera referencia con los ciegos. La primera vez que lo verifiqué personalmente fue todavía en Capitán Olmos, cuando íbamos caminando por la calle Mitre hacia su casa y de pronto vimos avanzar hacia nosotros al ciego que tocaba el tambor en la banda del pueblo. Fernando casi se desvaneció y se vio obligado a tomarse de mi brazo, y entonces sentí que temblaba como un palúdico y que su cara se volvía blanca y rígida como la de un muerto. Tardó mucho tiempo en reponerse, debió sentarse en el borde de la vereda y luego tuvo un acceso de ira contra mí insultándome histéricamente, porque lo había sostenido del brazo para que no se cayera.
Un día de invierno de 1925 terminó aquel período alucinante de mi vida. Cuando entré en la pieza de Georgina, la encontré llorando en la cama. Me precipité a acariciarla, a preguntarle, pero ella sólo atinaba a repetirme "Quiero que te vayas, Bruno, y que no vengas más. ¡Por el amor de Dios!" Yo había conocido dos Georginas: una, dulce y femenina como su madre; y otra poseída por los poderes de Fernando. Ahora veía aquella Georgina deshecha e indefensa, aterrorizada y rota, que me pedía que huyese y que nunca más volviera. ¿Por qué? ¿Cuál era la espantosa verdad que me quería ocultar? Nunca me lo dijo, aunque después, con los años y la experiencia, lo sospeché y lo confirmé. Pero lo desconsolador de todo aquello no era ni el terror de Georgina ni la destrucción de un alma delicada y tierna por el espíritu satánico de Fernando: lo desconsolador era que ella lo amaba.
Insistí estúpidamente, pero terminé comprendiendo que ya nada podía ni debía hacer yo en aquel pequeño rincón del mundo que parecía esconder un ominoso secreto.
No volví a ver a Fernando hasta 1930.
Siempre es fácil profetizar el pasado, decía él, mordazmente. Ahora, después de casi treinta años, pequeños acontecimientos de aquel tiempo, al parecer casuales y sin trascendencia, revelan su sentido; como para el que acaba de leer una larga novela, una vez que los destinos están definitivamente cerrados, como con la muerte en la vida real, cobran un sentido profundo y muchas veces trágico, palabras tan triviales como "Alejo Karámazov era el tercer hijo de un propietario rural de nuestro distrito". Nunca se sabe, hasta el final, si lo que un día cualquiera nos sucede es historia o simple contingencia, si es todo (por trivial que parezca) o es nada (por doloroso que sea). Hechos minúsculos me pusieron nuevamente en el camino de Fernando, después de varios años de alejamiento, como si ineluctablemente estuviera en mi destino y como si los esfuerzos para alejarme de él hubiesen sido vanos.
Pienso en aquel tiempo tan remoto y las palabras que acuden a mi mente son palabras como ajedrez, Capablanca y Alekhine, Al Jolson, Cantando bajo la lluvia, Sacco y Vanzetti, Sandino y Nicaragua. ¡Extraña y melancólica mezcla! Pero, ¿qué conjunto de palabras unidas al recuerdo de nuestra juventud no es extraña y melancólica? Todo lo que esas palabras pueden sugerir iba a culminar con aquel duro pero fascinante período en que la vida del país y nuestra propia existencia iban a sufrir un cambio radical. Momento precisamente vinculado a la presencia de Fernando, como si él fuese un símbolo oscuro de aquella época de mi vida y a la vez la causa más poderosa de mis cambios. Porque en aquel año 30 mi existencia entró en uno de sus momentos de crisis, es decir, de enjuiciamiento, y todo empezó a vacilar bajo mis pies: el sentido de mi vida, el sentido de mi país y el sentido de la raza humana en generaclass="underline" ya que cuando enjuiciamos nuestra propia existencia inevitablemente ponemos en juicio a la humanidad entera. Aunque también podría decirse que cuando empezamos a juzgar a la humanidad entera es porque en realidad estamos escrutando el fondo de nuestra propia conciencia.
Fueron años dramáticos y exaltados.
Pienso por ejemplo en Carlos, del que nunca supe su verdadero apellido. Todavía lo estoy viendo, todavía me conmueve, inclinado encarnizadamente sobre aquellas ediciones baratas de treinta o cuarenta centavos, moviendo los labios con enorme trabajo, apretando los puños contra las sienes, como un muchacho desesperado que, sudando, penosamente, busca y finalmente desentierra un cofre en el que le han dicho que está la clave de su existencia desdichada, el significado críptico de sus sufrimientos de muchacho obrero. ¡ La Patria! ¿La patria de quién? Habían llegado por millones de las cuevas de España, de las miserables aldeas de Italia, de los Pirineos. Parias de todos los confines del mundo, hacinados en las bodegas pero soñando: allá les espera la libertad, ahora no serían más bestias de carga. ¡América! El país mítico donde el dinero se encontraba tirado en las calles. Y luego el trabajo duro, los salarios miserables, las jornadas de doce y catorce horas. Ésa había sido finalmente la verdadera América para la inmensa mayoría: miseria y lágrimas, humillación y dolor, añoranza y nostalgia. Como niños engañados con cuentos de hadas y llevados a la esclavitud. Y entonces ellos, o sus hijos, dirigían sus miradas a otras utopías, a tierras futuras de las que hablaban libros violentos y a la vez llenos de ternura por ellos, por los miserables; libros que les hablaban de tierra y libertad, y los empujaban a la revuelta. Y entonces mucha sangre corrió en las calles de Buenos Aires, y muchos hombres y mujeres y hasta niños de esos infelices murieron en 1905, en 1908, en 1910. ¡El Centenario de la Patria! ¿De la patria de quién?, se preguntaba Carlos con una mueca irónica y dolorida. No había patria, ¿no lo sabía yo? Había el mundo de los amos y el mundo de los esclavos. ¡Pan y libertad!, gritaban obreros venidos de cualquier parte, mientras los señores, aterrorizados y furiosos, lanzaban la policía y el ejército sobre aquella turbamulta. Y así más sangre y entonces más huelgas y manifestaciones y nuevamente atentados y bombas. Y mientras el hijo del señor estudiaba en algún liceo de Suiza o de Inglaterra o de Francia, el hijo de aquel obrero sin nombre trabajaba en los frigoríficos por cincuenta centavos al día, se volvía tuberculoso en las cámaras frías y finalmente agonizaba en anónimos e inmundos hospitales. Y mientras aquel otro muchacho leía a Keats y Baudelaire, este otro descifraba con dificultad, como Carlos en ese momento, algún texto de Malatesta o Bakunin; y algún niño llamado Roberto Arlt aprendía en las calles el sentido general de la existencia humana. Hasta que estalló la Gran Revo lución. ¡ La Edad de Oro estaba próxima! ¡De pie los pobres del mundo! El Apocalipsis de los Poderosos. Y nuevas generaciones de muchachos pobres y de estudiantes inquietos o disconformes leyeron a Marx y Lenin, a Gorki y Kropotkin. Y uno de ellos era aquel Carlos, que ahora yo vuelvo a ver, como si lo tuviera delante de mí, como si no hubieran pasado treinta años, deletreando aquellos libros, empecinado y ansioso. Se me aparece ahora como un símbolo de aquel colapso del 30, cuando, con el derrumbe de sus templos de Wall Street, la religión del Progreso Indefinido empezó a llegar a su término. Quebraban cadenas de imponentes bancos, grandes industrias se hundían, decenas de millones se suicidaban. Y la crisis de la metrópoli de aquella arrogante religión laica se extendía en violentos maremotos hasta las regiones más remotas del planeta. Y aquí cayó Yrigoyen, en Puerto Nuevo empezó a levantarse un mundo de ex hombres, largas filas esperaban en las ollas populares, emplea-duchos, sin empleo oían extáticamente en el Marzotto amargos y descreídos tangos de Discépolo, Scalabrini escribía un manual del porteño solitario, Barceló dominaba Avellaneda con sus prostíbulos y garitos. La hora del bar automático y de los rufianes.