La miseria y el descreimiento se apoderaban acremente de la ciudad babilónica. Rufianes, asaltantes solitarios, salones con espejos y tiro al blanco, borrachos y vagos, desocupados, mendigos, putas a dos pesos. Y como fulgurantes enviados del Castigo y la Esperanza aquellos hombres y muchachos que se unían en tugurios a preparar la Revolu ción Social.
Carlos, entonces.
Fue uno de los eslabones que me condujo de nuevo a Fernando, aunque luego se alejó de él como un santo del Demonio. Acaso usted mismo lo haya conocido, porque tenía relaciones con el grupo de anarquistas de La Plata, y hasta ahora creo recordar que en alguna ocasión lo mencionó. Pienso que su amarga experiencia con Fernando fue lo que lo separó del anarquismo y lo llevó al movimiento comunista; aunque, como usted puede figurarse, ese simple hecho no podía transformar su mentalidad, que permaneció siempre la misma; mentalidad que explica su expulsión del movimiento comunista bajo la acusación de terrorismo. No supe más de él hasta 1938, en aquel invierno de 1938, cuando empezaron a llegar a París, ilegalmente, los hombres y mujeres que lograron atravesar los Pirineos después de la derrota en España. Paulina (pobre Paulina) a quien oculté varias veces en mi pieza de la Rue des Écoles, me contó la muerte de Carlos en el mismo tanque en que murió
Etchebehere, otro argentino. ¿Qué, se había vuelto trotskista? Paulina lo ignoraba: sólo lo había visto una vez: hosco y solitario como siempre, estoico, impenetrable.
Carlos era un espíritu religioso y puro. ¿Cómo podía aceptar y comprender a comunistas como Crámer? ¿Cómo podía aceptar y comprender a los hombres en general? La encarnación, el mal original, la caída, ¿cómo aquel ser purísimo podía admitir esa contaminada condición del hombre? Pero es sobremanera curioso que seres que en cierto modo no son humanos ejerzan tan grande influencia sobre los meramente humanos. Yo mismo fui arrastrado al comunismo por la sola fuerza de su presencia y de su pureza, y su alejamiento también produjo el mío, acaso porque yo era un adolescente que no terminaba de aceptar la dura realidad. Dudo que ahora juzgase con la misma severidad a los militantes como Crámer, sus luchas por el poder personal, sus mezquindades, sus hipocresías y sordideces. Porque ¿cuántos hombres tendrían derecho a hacerlo? Y porque ¿dónde, Dios mío, sería posible encontrar seres humanos exentos de esa basura sino en los dominios, casi ajenos a la condición humana, de la adolescencia, la santidad o la locura?
Como un mensajero que ignora el contenido de la carta, aquel muchacho desconocido era el que habría de ponerme una vez más en el camino de Fernando.
En los últimos días de enero de 1930, cuando, terminadas mis vacaciones en Capitán Olmos, yo volvía para inscribirme en aquella pensión de la calle Cangallo, casi en forma mecánica, por la fuerza de la costumbre, me dirigí al café La Academia. ¿A qué iba? A ver a Castellanos, a Alonso, a seguir las eternas partidas de ajedrez. A ver lo de siempre. Porque todavía no había llegado el momento de comprender que la costumbre es falaz y que nuestros pasos mecánicos no nos conducen siempre a la misma realidad; porque ignoraba todavía que la realidad es sorpresiva y, dada la naturaleza de los hombres, a la larga, trágica.
Con Alonso jugaba un nuevo que se parecía a Emil Ludwig. Se Llamaba Max Steinberg. Puede parecer asombroso que gente desconocida y al parecer encontrada por azar, me llevara hasta alguien que había nacido en mi mismo pueblo, que pertenecía a una familia vinculada a la nuestra tan entrañablemente. Aquí deberíamos admitir uno de los axiomas maniáticos de Fernando: no hay casualidades sino destinos. No se encuentra sino lo que se busca, y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro de nuestro corazón. Porque si no, ¿cómo el encuentro con una misma persona no produce en dos seres los mismos resultados? ¿Por qué a uno el encuentro con un revolucionario lo lleva a la revolución y al otro lo deja indiferente? Razón por la cual parece como que uno termina por encontrarse al final con las personas que debe encontrar, quedando así la casualidad reducida a límites muy modestos. De modo que esos encuentros que en la vida de cada uno nos parecen asombrosos, como el reencuentro mío con Fernando, no son otra cosa que la consecuencia de esas fuerzas desconocidas que nos aproximan a través de la multitud indiferente, como las limaduras de hierro se orientan a distancia hasta los polos de un poderoso imán; movimientos que constituirían motivo de asombro para las limaduras si tuviesen alguna conciencia de sus actos sin alcanzar a tener, empero, un conocimiento pleno y total de la realidad. Así, marchamos un poco como sonámbulos, pero con la misma seguridad de los sonámbulos, hacia los seres que de algún modo son desde el comienzo nuestros destinatarios. Y he caído en estos pensamientos porque estaba a punto de decirle, hace un instante, que mi vida, hasta el encuentro con Carlos, había sido la de un estudiante cualquiera: con sus típicos problemas e ilusiones, con sus bromas en las aulas o en la pensión, con sus primeros amores y con sus audacias y timideces. Y ya antes de empezar a escribir esas palabras comprendí que no era del todo cierto, que iba a dar una idea equivocada de mi período anterior al encuentro, y que esa idea equivocada iba a ser sorprendente de lo que en verdad fue mi reencuentro con Fernando. El asombro queda reducido y generalmente aniquilado cuando miramos más a fondo las circunstancias que rodearon al hecho aparentemente insólito. Y así, en definitiva, parece quedar relegado al mero mundo de las apariencias, como hijo de la miopía, la torpeza y la distracción. En aquellos cinco años, en efecto, yo había vivido obsesionado con aquella familia, y no lograba apartar de mi recuerdo ni a Ana María, ni a Georgina ni a Fernando: latían en lo más hondo de mi ser y se me aparecían con frecuencia en mis sueños. Pienso ahora también que, ya en aquellos encuentros de 1925, yo le había oído a Fernando repetidas veces su plan de formar con el tiempo una banda de asaltantes y terroristas. Y ahora creo que aquella idea suya, que en ese momento me pareció disparatada, quedó grabada sin embargo en mi interior y acaso mi acercamiento inicial a los grupos anarquistas fue determinado, sin saberlo yo mismo, como tantos otros movimientos de mi espíritu, por ideas y obsesiones de Fernando. Ya le expliqué que este hombre ejerció sobre una cantidad de muchachos y muchachas una influencia invencible y a menudo perniciosa, ya que sus ideas y hasta manías se propagaron en una cantidad de seres que resultaban así como la caricatura turbia y barata de aquel demonio. De este modo usted podrá comprender lo que antes le expliqué: que no fue tan sorprendente mi reencuentro con él, ya que de cuantas personas iba conociendo yo apartaba, sin saberlo, las que no me aproximaban a Fernando, y cuando advertí que Max y que Carlos pertenecían a grupos anarquistas, inmediatamente me adherí a ellos; y como esos grupos, aquí como en cualquier parte del mundo, son muy minoritarios y están siempre vinculados entre sí (aunque, como pasó en este caso, por la incompatibilidad o la desaprobación), yo tenía que encontrarme, fatalmente, con Fernando. Me dirá usted por qué, si ése era mi propósito final, no lo busqué a Fernando en su propia casa de Barracas; pero entonces yo deberé responderle que encontrarlo a Fernando no era de ningún modo un propósito consciente sino una obsesión casi inconfesable; por el contrario, jamás mi razón y mi conciencia habían aprobado ni mucho menos recomendado ir en busca de aquel individuo que sólo podía traerme, como me trajo, perturbación y dolor. Hubo, todavía, otros factores que facilitaron aquel movimiento inconsciente. Creo haberle dicho que perdí tempranamente a mi madre y que, para colmo, me mandaron a estudiar a una gran ciudad tan alejada de mi casa. Estaba solo, era tímido y por desgracia tenía una sensibilidad desdichada. ¿Qué podía parecerme el mundo sino un caos lleno de maldad, de injusticia y de sufrimiento? ¿Cómo no iba a refugiarme en la soledad y en esos mundos lejanos de la fantasía y de la novela? Es casi inútil que le diga que adoraba a Schiller y sus bandidos, a Chateaubriand y sus héroes americanos, al Goetz von Berlichingen. Estaba preparado para leer a los rusos y quizá los hubiera leído ya en aquel momento si en lugar de ser hijo de burgueses que era hubiese sido, como tantos otros muchachos que después conocí, hijo de obreros o de familia pobre; pues, en aquellos muchachos, la Revolución Rusa era el gran acontecimiento de nuestro tiempo, la gran esperanza, y era más fácil encontrar jóvenes que leían a Gorki que a Mansilla o Cané. He ahí una de las grandes contradicciones de nuestra formación y uno de los hechos que durante tanto tiempo cavó abismos entre nosotros y nuestra propia patria; por tomar contacto con una realidad fuimos enajenados de otra. Pero ¿qué es nuestra patria sino una serie de enajenaciones? Sea como fuera, así terminé mi bachillerato en 1929. Me acuerdo todavía algunos días después de terminados los exámenes, cuando el colegio quedó en esa soledad melancólica tan característica y total en que quedan los colegios cuando sus muchachos se han dispersado en las grandes vacaciones. Sentí entonces la necesidad de ver por última vez el lugar en que habían transcurrido cinco años que no volverían más. Fui a los jardines y me senté sobre el borde de uno de los canteros y permanecí pensativo durante un buen tiempo. Luego me levanté y me acerqué a aquel árbol en que varios años antes había grabado mis iniciales, cuando todavía era un niño: B.B. 1924. ¡Qué solo me encontraba en aquel entonces! ¡Qué indefenso y triste, un chico de pueblo, en una ciudad ajena y monstruosa!