A los pocos días me iba a Capitán Olmos. Serían las últimas vacaciones en mi pueblo. Mi padre estaba ya envejecido pero seguía siendo duro y áspero. Me sentía lejos de él y de mis hermanos, mi alma estaba agitada por vagos impulsos, pero todos mis deseos eran inciertos e imprecisos. Intuía que algo se avecinaba, pero no acertaba a comprender qué, aunque mis sueños y mis obsesivas vueltas en torno de la casa de los Vidal podían habérmelo advertido. De todos modos pasé aquellas vacaciones mirando mi pueblo sin verlo. Tenían que transcurrir muchos años, sufrir yo muchos golpes, perder grandes ilusiones y conocer multitud de gen-
te para recuperar en cierto modo a mi padre y a mi pueblo natal; ya que siempre el camino hacia lo más íntimo es un largo periplo que pasa por seres y universos. Así lo recuperaría a mi padre. Pero, como casi siempre pasa, cuando era demasiado tarde. Si en aquel entonces hubiera intuido que lo veía sano por última vez, si hubiera adivinado que veinticinco años después lo vería convertido en un sucio montón de huesos y vísceras en podredumbre, mirándome tristemente desde el fondo de unos ojos ya casi ajenos a este mundo, entonces habría tratado de comprender a aquel hombre áspero pero bueno, enérgico pero candoroso, violento pero puro. Pero siempre entendemos demasiado tarde a los seres que más cerca están de nosotros, y cuando empezamos a aprender este difícil oficio de vivir ya tenemos que morirnos, y sobre todo ya han muerto aquellos en quienes más habría importado aplicar nuestra sabiduría.
Cuando volví a Buenos Aires aún no tenía idea de lo que habría de estudiar. Quería todo o quizá no quería nada. Me gustaba pintar, escribía cuentos y poemas. Pero ¿era eso una profesión? ¿Se podía decirle en serio a la gente que uno querría dedicarse a pintar o escribir? ¿No eran más bien pasatiempos de gente desocupada y sin responsabilidad? Todos los demás parecían tan sólidos instalados en las facultades de medicina o de ingeniería, estudiando la forma de curar una escarlatina o de levantar un puente, que yo mismo me tomaba en broma. Por esa especie de pudor, pues, ingresé en la facultad de Derecho, aunque en lo más íntimo de mi espíritu estaba seguro de que jamás sería capaz de trabajar como abogado.
Me estoy apartando de lo que a usted le interesa, pero es que me resulta imposible hablar de las personas que para mí han tenido mayor importancia sin referirme a mis sentimientos de aquel tiempo. Porque ¿cómo esos seres podían tener importancia para mí sino precisamente a causa de mis propias ansiedades y sentimientos?
Vuelvo, pues, a Max.
Mientras terminaban la partida lo observé con curiosidad. Era uno de esos judíos blandos y perezosos, con tendencia a engordar. Su nariz era aguileña y gruesa, pero en conjunto su cara, con su alta frente, tenía una apacible nobleza. Y cierta serenidad contemplativa y reflexiva la hacía más apropiada para un hombre maduro, de vuelta de muchas cosas. Era abandonado en el vestir, le faltaban botones, la corbata estaba mal anudada, todo estaba puesto como al azar, como por la simple obligación de no andar desnudo por las calles. Más tarde advertí que no tenía el menor sentido práctico ni la menor idea de cómo manejar su dinero: a los pocos días de recibir su mensualidad, que gastaba sin ton ni son, debía empeñar libros, ropa y un anillo regalo de su madre que invariablemente iba a parar al montepío. Cuando conocí su familia, comprobé que su padre era tan apacible pero tan insensato como él. Y tanto padre como hijo resultaban así devastadores ejemplos para los que tienen una imagen convencional del judío. Ambos estaban desprovistos de sentido práctico, eran alocados (suave, serenamente alocados), eran pacíficos y buenos amigos, contemplativos y perezosos, desinteresados y radicalmente ineptos para ganar dinero, líricos y absurdos. Después, cuando empecé a verlo en su pensión, pude verificar el desorden en que vivía: dormía a cualquier hora y comía cualquier cosa desde su misma cama, para lo cual guardaba enormes sandwiches de salame o queso en su mesita de luz. Allí también tenía un calentador y un mate, que, sin moverse de la cama, tomaba interminablemente, alternando con cigarrillos. En aquel camastro inmundo, a medio vestir, estudiaba y seguía con su ajedrez de bolsillo partidas célebres, consultando a cada instante con libros y revistas especializadas.
Por aquel muchacho conocí a Carlos: como si atravesando un puente de goma que amenazaba derrumbarse en cualquier momento, llegara a un territorio durísimo y mineral, un continente basáltico con formidables volcanes pronto a estallar. Con los años observé cuántas veces hay seres que sólo sirven de transitorios puentes para dos personas que luego han de mantener una vinculación profunda y decisiva: como esos puentes frágiles que improvisan los ejércitos sobre un abismo, y que son recogidos una vez que las tropas los han pasado.
Lo encontré una noche en la pieza de Max. A mi llegada se callaron. Me lo presentó, pero sólo alcancé a distinguir su nombre. Creo que su apellido era italiano. Era un muchacho muy flaco, de ojos saltones. Había algo duro y áspero en su rostro y en sus manos, y me pareció violentamente contenido y reconcentrado. Parecía haber sufrido mucho, y además de su visible pobreza existían en su espíritu, seguramente, otras causas de angustia y de sufrimiento. Pensando más tarde sobre él, cuando por su contacto con Fernando me despertó intenso interés, me pareció que era puro espíritu, como si su carne hubiese sido calcinada por la fiebre; como si su cuerpo, atormentado y quemado, se hubiera reducido a un mínimo de huesos y de piel, y a unos pocos pero durísimos músculos para moverse y para soportar la tensión de su existencia. No hablaba, y sus ojos ardían de pronto con el fuego de la indignación, mientras sus labios, como cortados a cuchillo en su cara rígida, se apretaban para cerrar grandes y angustiosos secretos.