Los anarquistas tenían dos grandes recursos para la obtención de fondos: el asalto y la falsificación. Y ambos justificados filosóficamente, pues ya que según algunos de sus teóricos la propiedad es un robo, mediante el asalto se restituía a la comunidad algo que un individuo había indebidamente hecho suyo; y con la emisión de papel moneda falsificado no sólo se trataba de obtener dinero para las evasiones y para las huelgas sino que, en alguna forma, sobre todo cuando se intentaba en gran escala, se trataba de arruinar al fisco y desmoronar la nación. Siguiendo el ejemplo histórico de Inglaterra cuando con sus famosos asignados falsos que enviaba en barcos de pescadores intentó sabotear al gobierno de la revolución en Francia, los anarquistas en muchas ocasiones realizaron falsificaciones en gran escala. Era una tarea subterránea que los subyugaba y que por otra parte no les resultaba difícil, dada la inclinación de muchos militantes a las artes gráficas. Di Giovanni organizó un gran taller de grabación donde se imprimieron billetes de diez pesos; y en aquel taller trabajó un tipógrafo español llamado Celestino Iglesias, hombre puro y generoso, que Fernando conoció entonces y que en los últimos años que precedieron a su muerte, volvió a buscar para una falsificación, antes del accidente que le costó la vista.
Pero volvamos a nuestro reencuentro.
Fue en enero de 1930. Habíamos ido con Max a ver Alta traición, y, cuando llegamos al bar, todavía discutiendo sobre Emil Jannings y sobre las ventajas y desventajas del cine parlante (Max, como René Clair y como Chaplin, se horrorizaba de las perspectivas del cine sonoro), vimos que Fernando lo estaba esperando sentado cerca de la mesita habitual que ocupaba el tablero de Max. Lo reconocí en seguida, aunque ahora era un hombre; sus rasgos se habían fortalecido, pero no transformado, pues pertenecía a ese tipo de seres humanos que desde muy niños tienen ya rasgos fuertes que los años no modifican sino para acentuarlos. Podría haberlo reconocido en medio de una multitud caótica, tan acusados e inolvidables eran los rasgos de aquella cara.
No sé si él me desconoció realmente o en todo caso hizo como que me desconocía. Le extendí la mano.
– Ah, Bruno -comentó, dándome la mano como distraído.
Se apartaron y Fernando dijo algunas cosas en voz baja a Max. Yo lo miraba sin salir de mi asombro, un asombro que me había dejado casi sin habla. Porque aunque más tarde encontré toda serie de explicaciones a aquel reencuentro, tal como se lo he dicho antes, en aquel momento su aparición me pareció una especie de milagro. De milagro negro.
Cuando se separaron, se volvió ligeramente hacia mí y me hizo un gesto con la mano, a manera de despedida. Le pregunté a Max si le había hablado de mí, si le había dicho de dónde nos conocíamos.
– No, no me dijo nada -comentó Max.
Claro, para él no resultaba tan sorprendente aquel encuentro: hay tanta gente que se conoce en una ciudad.
Así volví a entrar en la órbita de Fernando, y aunque lo vi en contadas ocasiones, sus frases, sus teorías y sus ironías tuvieron enorme importancia en aquel período crítico de mi vida. En realidad, no participé nunca en las actividades secretas de su banda pero seguí ansiosamente, desde lejos, y a través de Max o de Carlos, los indicios de aquella existencia tormentosa. En qué medida y en qué forma un muchacho como Max podría participar de aquella organización, hasta hoy es para mí un insondable secreto. Yo creo probable que desempeñase algún papel lateral o de contacto, porque ni por temperamento ni por sus ideas era adecuado para la acción, y mucho menos para una acción de semejante clase. Y aún hoy me pregunto por qué motivo Max estaba cerca de aquella banda. ¿Por curiosidad? ¿Por cierta herencia o por influencia, aunque fuera remota, de su historia familiar? Todavía a veces me sonrío a solas de aquella incongruente presencia de Max. Era tan contemporizador que habría encontrado razones hasta para ser amigo del propio jefe de policía de Buenos Aires, y sin duda alguna habría jugado con él una buena partida de ajedrez de habérsele ofrecido la ocasión. Y era tan desatinado encontrarlo entre aquella gente como si alguien, en medio de un terremoto, leyese plácidamente el diario en una poltrona. Entre asaltantes y terroristas que hablaban de falsificaciones, de gelinita y de túneles, Max me comentaba Le Roi David, que Honegger dirigía en esos momentos en el Colón; o de Tairoff, que estaba en el teatro Odeón; o analizaba largamente la mejor partida de Capablanca con Alekhine. O salía de pronto con sus rasgos de humor, que eran tan inadecuados para todo aquello como una copita de oporto en una reunión de feroces bebedores de gin.
A partir del 2 de setiembre los acontecimientos se precipitaron: manifestaciones de estudiantes, tiroteos, luego la muerte del estudiante Aguilar, huelgas y por fin la revolución del 6 y la caída del presidente Yrigoyen. Y con aquélla (ahora lo sabemos) el fin de toda una época del país. Ya nunca más volveríamos a ser lo que habíamos sido.
Con la junta militar y el estado de sitio todo el movimiento sufrió un golpe terrible: se allanaban locales obreros y estudiantiles, se deportaba a los obreros extranjeros, se torturaba y se diezmaba el movimiento revolucionario.
En medio de aquel caos, yo perdí de vista a Carlos, pero sospeché que debía de andar en algo muy peligroso. Y cuando el 1° de diciembre leí en los diarios el asalto al pagador de Braceras, en la calle Catamarca, instantáneamente recordé una larga y sospechosa recorrida que unos dos meses antes había hecho Carlos en mi compañía, con el pretexto de buscar un local para una imprenta clandestina. No tuve dudas de que aquel asalto había sido obra de la banda de Fernando, y más tarde lo comprobé. Fue precisamente aquel asalto el último en que Carlos participó, pues ya por entonces se convenció, finalmente, de que los objetivos que perseguía Fernando nada tenían de común con los suyos. Y aunque Fernando se había encargado de minar sus simpatías por el comunismo con argumentos cínicos pero demoledores, Carlos ingresó en una célula del partido comunista, en Avellaneda. Yo había oído en algunas ocasiones aquellos argumentos de Fernando, argumentos e ironías que Carlos escuchaba mirando al suelo, con las mandíbulas apretadas. Ya por aquel tiempo Carlos era trabajado por muchachos comunistas y empezaba a encontrar ventajas considerables en el otro movimiento: parecían luchar por algo sólido y preciso, demostraban que el terrorismo individual era inútil cuando no pernicioso, criticaban con fundamentos serios a un movimiento que había permitido el surgimiento de bandas como las de Di Giovanni, y, en fin, demostraban que contra la fuerza organizada del estado burgués sólo era eficaz la fuerza organizada del proletariado. Pero Fernando no le criticaba, como otros anarquistas, la formación de un nuevo estado, más duro quizá que el anterior, la instauración de una dictadura que suprimiese la libertad individual en beneficio de la comunidad futura: no, le reprochaba su mediocridad y su aspiración a resolver los problemas últimos del hombre con siderurgia, hidroelectricidad, zapatos y buena comida.