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Lo horrible, a mi juicio, no era que Fernando tratara de destruir la fe naciente de Carlos con argumentos sofísticos: lo grave es que a él no le importaba absolutamente nada todo aquello del comunismo y de anarquismo, y sólo largaba sus armas dialécticas con puros fines de destrucción de un ser tan desamparado como Carlos.

Pero, como digo, eso fue antes del asalto a Braceras. Desde ese momento no vi más a Carlos hasta 1934. Y en cuanto a Fernando lo perdí de vista hasta veinte años después.

En enero de 1931, después de una delación, la policía sorprendió a Di Giovanni en una imprenta clandestina. Perseguido a través de las calles del centro y de las azoteas de varias casas, en medio de descargas, fue finalmente acorralado y apresado. En la madrugada del primero de febrero fue fusilado lo mismo que su compañero Scarfó. Murieron gritando ¡Viva la Anarquía! Pero en realidad aquellos gritos parecieron anunciar su muerte definitiva en esta región del mundo.

Y con ella, el fin de muchas cosas.

El reencuentro con Fernando y la crisis por la que atravesaba y que me hacía sentir más solo que durante los últimos años del bachillerato, aumentó mis ansias de volver "a los Vidal" en un grado casi intolerable.

Yo fui siempre un contemplativo, y de pronto me había encontrado en medio de un torrente, del mismo modo que la creciente de un río de montaña arrastra muchas cosas que hasta unos momentos antes se encontraban plácidamente contemplando el mundo. Por eso mismo, quizá todo aquel tiempo se me aparece, ahora que han pasado los años, tan irreal como un sueño, tan seductor (pero tan ajeno) como el mundo de una novela.

Repentinamente complicado por los hechos policiales y por mi relación con Carlos, mi pensión allanada por la policía, hube de refugiarme en la pensión donde vivía Ortega, un estudiante de ingeniería que en aquel tiempo había estado tratando de llevarme al comunismo. Vivía cerca de Constitución, sobre la calle Brasil, en una pensión de una viuda española que lo adoraba. No fue difícil, pues, que me encontrara una solución por un tiempo. Y sacando los trastos de una piecita que daba a la calle Lima, me puso un colchón.

Aquella noche tuve un sueño agitado. Al despertarme casi me asusté, en la madrugada, no recordé inmediatamente los hechos del día anterior y hasta que tuve plena conciencia miré con sorpresa la confusa realidad que me rodeaba. Pues no nos despertamos de golpe, sino en un complejo y paulatino proceso en que vamos reconociendo el mundo originario como quien viene de un larguísimo viaje por continentes lejanos e imprecisos, y en que después de siglos de existencia oscura hemos perdido la memoria de nuestra existencia anterior, y sólo recordamos de ella fragmentos incoherentes. Y después de un tiempo inconmensurable, la luz del día empieza tenuemente a iluminar las salidas de aquellos laberintos angustiosos y entonces corremos con ansiedad hacia el mundo diurno. Y llegamos al borde del sueño como náufragos exhaustos que logran alcanzar la playa después de una larga lucha con la tempestad. Y allí, semiinconscientes todavía, pero ya tranquilizándonos poco a poco, empezamos a reconocer con gratitud algunos de los atributos del mundo cotidiano, el tranquilo y confortable universo de la civilización. Antoine de Saint-Exupéry cuenta cómo después de una angustiosa lucha con los elementos, perdido en el Atlántico, cuando ya él y su mecánico casi no conservaban esperanzas de llegar a tierra, alcanzaron a divisar una débil lucecita en la costa africana, y con el último litro de combustible alcanzaron finalmente la ansiada costa; y cómo entonces aquel café con leche que tomaron en una cabana fue el humilde pero trascendental signo de contacto con la vida entera, el pequeño pero maravilloso reencuentro con la existencia. Del mismo modo, cuando retornamos de aquel universo del sueño, una mesita cualquiera, un par de zapatos gastados, una simple lámpara familiar, son conmovedoras luces de la costa que ansiamos alcanzar, la seguridad. Razón por la cual nos angustiamos cuando uno de esos fragmentos de la realidad que empezamos a distinguir no es el que esperábamos: aquella conocida mesita, ese par de zapatos gastados, la lámpara familiar. Tal como nos suele suceder cuando despertamos de pronto en una pieza desconocida, en la fría y despojada habitación de un hotel anónimo, o en el cuarto en que el azar de las circunstancias nos ha arrojado la noche anterior.

Poco a poco fui comprendiendo que aquella pieza no era la mía y con ello fui recordando aquella jornada de allanamientos y policía. Ahora, a la luz de la mañana, se me aparecía como disparatada y totalmente ajena a mi espíritu. Una vez más advertía que los hechos alcanzaban con su violencia irracional hasta a los seres más inapropiados. Por una serie de curiosos encadenamientos, yo, que creo haber nacido para la contemplación y la pasiva reflexión, me he encontrado en el medio de confusos y hasta peligrosísimos sucesos.

Me levanté, abrí la ventana y miré hacia abajo la ciudad indiferente.

Me sentí solo y desconcertado. La vida se me presentaba complicada y agresiva.

Ortega apareció con su optimismo sano de siempre, haciéndome bromas sobre los anarquistas. Y antes de irse a la facultad me dejó una obra de Lenin que me encareció leyera, pues allí hacía una crítica definitiva del terrorismo. Yo que bajo la influencia de Nadia había leído las memorias de Vera Figner, enterrada en vida en las cárceles del zar como consecuencia del atentado, no pude leer con simpatía aquel análisis despiadado e irónico. "Desesperación pequeñoburguesa." ¡Qué grotescos aparecían aquellos románticos a la luz implacable del teórico marxista! Con los años he ido comprendiendo que la realidad estaba más cerca de Lenin que de Vera Figner, pero mi corazón ha permanecido siempre fiel a aquellos héroes candorosos y un poco disparatados.

El tiempo pareció de pronto paralizarse, para mí. Ortega me había recomendado que no saliera por unos días de la pensión, hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pero a los tres días 110 pude más y empecé a salir, suponiendo que era imposible que la policía reconociese a un muchacho sin antecedentes.

Al mediodía entré en uno de los bares automáticos de Constitución y comí. Me producía extrañeza encontrar en las calles y en los cafés tanta gente despreocupada y libre de problemas. Dentro de la piecita yo leía obras revolucionarias y me parecía que el mundo podía estallar en cualquier momento; luego, al salir, encontraba que todo seguía un curso pacífico: los empleados iban a sus empleos, los comerciantes vendían y hasta se podía ver gente sentada en los bancos de las plazas, sentada perezosamente y viendo desfilar las horas: iguales y monótonas. Una vez más, y no sería la última, me sentía un poco extraño en el mundo, como si hubiese despertado de pronto y desconociese sus leyes y su sentido. Caminaba al azar por las calles de Buenos Aires, miraba a sus gentes, me sentaba en un banco de la plaza Constitución y pensaba. Luego volvía a mi piecita y me sentía más solo que nunca. Y únicamente sumergiéndome en los libros parecía encontrar de nuevo la realidad, como si aquella existencia de las calles fuera, en cambio, una suerte de gran sueño de gente hipnotizada. Faltaban muchos años para que comprendiera que en aquellas calles, en aquellas plazas y hasta en aquellos negocios y oficinas de Buenos Aires había miles de personas que pensaban o sentían más o menos lo que yo sentía en ese momento: gente angustiada y solitaria, gente que pensaba sobre el sentido y el sinsentido de la vida, gente que tenía la sensación de ver un mundo dormido a su alrededor, un mundo de personas hipnotizadas o convertidas en autómatas.

Y en aquel reducto solitario me ponía a escribir cuentos. Ahora advierto que escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte de nuestro tiempo, ese arte tenso y desgarrado, nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Puesto que los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su redención. Ese ser dolorido y enfermo del espíritu que se preguntará, por primera vez, sobre el porqué de su existencia. Y así las manos, y luego aquella hacha, aquel fuego, y luego la ciencia y la técnica habrán ido cavando cada día más el abismo que lo separa de su raza originaria y de su felicidad zoológica. Y la ciudad será finalmente la última etapa de su loca carrera, la expresión máxima de su orgullo y la máxima forma de su alienación. Y entonces seres descontentos, un poco ciegos y un poco como enloquecidos, intentan recuperar a tientas aquella armonía perdida con el misterio y la sangre, pintando o escribiendo una realidad distinta a la que desdichadamente los rodea, una realidad a menudo de apariencia fantástica y demencial, pero que, cosa curiosa, resulta ser finalmente más profunda y verdadera que la cotidiana. Y así, soñando un poco por todos, esos seres frágiles logran levantarse sobre su desventura individual y se convierten en intérpretes y hasta en salvadores (dolorosos) del destino colectivo.